Los quiebres y padecimientos que suelen suceder a lo largo de la vida tienen diversas intensidades, pero cuando llegan al punto de provocar tristeza o desasosiego, resulta indispensable tomar consciencia que se está en una instancia que exige quedarse quieto y reflexionar. En esa situación, sólo ensimismarse proporcionará la tranquilidad necesaria.
La introspección requiere frenar el ritmo habitual de los quehaceres diarios y delimitar un espacio propicio para la ocupación de lo íntimo, lejos y protegido de los ruidos y estímulos del entorno. De esa manera, circunscribiéndose y generando un orden específico ante la perturbación, se ingresa en el camino aconsejado por Michel de Montaigne, cuando expresó que "la grandeza del alma no consiste tanto en ascender y avanzar como en saber mantenerse en orden y circunscribirse" (en "Los Ensayos", capítulo "La experiencia", edición de 1595).
Mirá tambiénEsa ausencia que se siente y reconocemosConsejo que está en dirección contraria al actual comportamiento y sugerencias bien intencionadas, que pretenden el movimiento inmediato y constante. Existe un mandato social de abrirse hacia las personas y las cosas, cada vez que la intranquilidad interior acecha. Esta premura con que se insta a la acción, difiere de lo pretendido por el poeta Roberto Juarroz: "Hacerse a un lado,/ abstenerse,/ no importa en qué clima.// Sumar las noches como ensalmos/ y quedarse al margen,/ sin pronunciarlos siquiera.// Desviar la eternidad levemente/ y permanecer allí en suspenso,/ como un insecto en una grieta.// Sólo así,/ abandonando a veces temporariamente la vida,/ es posible seguir viviéndola".
La agitación y el ajetreo en sus diversas manifestaciones, entonces, carecen de sentido a los fines de transitar la tristeza. Esencialmente, tal como lo enseñó el mismo Montaigne, porque "el dolor tiene algo que no puede evitarse en su tierno inicio". Al comienzo de la perturbación, cuando todo se está derrumbando, es el momento en que el hombre necesita "ensimismarse", ese poder que tiene de "retirarse virtual y provisionalmente del mundo y meterse dentro de sí", como lo explicó José Ortega y Gasset. Predisposición espiritual que fue captada por Pablo Picasso al retratar a Olga Khokhlova, bailarina de los Ballets Rusos y su primera esposa, en la obra titulada "Olga pensativa", realizada en el invierno de 1923 con pastel y lápiz negro sobre papel previamente pulido. Allí puede observarse a ella ensimismada, con la mirada ausente y embargada por la tristeza que -posiblemente- le generaron las cartas familiares que traían malas noticias tras la Revolución Rusa.
El filósofo español explicó cómo el hombre puede "suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, (…) volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas" (en "Ensimismamiento y alteración", año 1939). Ingresar a ese ámbito que trasladamos a todos lados pero que en pocas ocasiones habitamos, nuestra interioridad, cuya desatención no obedece tanto a las exigencias de su acceso como a la tendencia de ocuparnos de lo externo.
Se trata de entablar un diálogo con uno mismo e incluso, en esas circunstancias, aceptar que nos sea difícil entendernos, como lo advirtió Juarroz: "Usar la propia mano como almohada./ El Cielo lo hace con sus nubes,/ la tierra con sus terrones/ y el árbol que cae/ con su propio follaje.// Sólo así puede escucharse/ la canción sin distancia,/ la canción que no entra en el oído/ porque está en el oído,/ la única canción que no se repite.// Todo hombre necesita/ una canción intraducible". El paso del tiempo brindará, de a poco, su traducción hasta que adquiera cabal sentido.
Las posibles dificultades que presenta ensimismarse no son excusas válidas para dejarse seducir por la tendencia y el consejo de salir a socializar a diestra y siniestra. Entre ellos, suele sugerirse el emprendimiento de un viaje, con la promesa que la pena cederá su opresivo dominio hasta desaparecer. Más allá del buen deseo e intención de quien lo da, debe haber consciencia que no se encuentra ahí la salida o conversión de ese malestar. El filósofo estoico hispano-romano Séneca, en sus cartas a Lucilio, aclaró que ese no es el camino: "Vas de acá para allá a fin de sacudir el peso que te abruma, que por el mismo ajetreo resulta más molesto, cual sucede en la nave, donde los fardos sujetos ocasionan menor desequilibrio, en cambio los amontonados en desorden hunden más pronto el lado en que se han colocado". Para luego concluir: "Todo cuanto haces, lo haces contra ti, y el propio movimiento te perjudica, porque agitas a un enfermo" (en "Epístolas morales a Lucilio", carta "No son los viajes, es la disposición interior la que nos procura la salud", escritas entre los años 62 a 64 d. C.).
Mirá tambiénEl acto de trascendencia que nos justifica en la vidaEn esa línea, Séneca cuestiona a Lucilio: "¿Piensas que sólo a ti te ha sucedido, y te sorprende, como un hecho insólito, que con tan largo viaje, a través de países tan diversos, no disipaste la tristeza y la ansiedad del espíritu?". Luego y sin dudar, sentencia: "Debes cambiar de alma, no de clima". La dispersión lejos de ayudar posterga la necesaria mirada interior predisponiendo al alma en una dirección opuesta, lanzada al encuentro de todo lo novedoso y extraño. Le cuenta Séneca la enseñanza que Sócrates dio a quien se quejaba por este motivo, mediante una de esas preguntas que aguijoneaban a sus interlocutores: "¿Por qué te maravillas de que tus viajes al extranjero de nada te aprovechen, cuando es a ti mismo a quien llevas de un lugar para otro? Te agobia la misma causa que te impulsó a salir". A lo que Séneca agregó para que reflexione: "¿En qué puede aliviarte la novedad de las tierras?, ¿en qué el conocimiento de ciudades y comarcas? A nada útil conduce ese ajetreo". Hasta que concluye indicándole cuál es el problema: "¿Quieres saber por qué esa huida no te reconforta? Huyes contigo mismo. Tienes que descargar el peso del alma; hasta entonces ningún paraje te agradará".
Emprender un viaje si bien puede abrir un abanico de experiencias enriquecedoras, no quitará esa angustia que siente el alma, quehacer destinado al indispensable recorrido interno que importa ensimismarse, un camino en soledad y silencio. El viaje o la aventura externa, entonces, deben ser para otros tiempos ("todas las cosas tienen su hora, incluso las buenas", pensaba Montaigne).
Resulta interesante observar en dónde radica esa sensación reconfortante, por cierto engañosa debido a las circunstancias, que genera entregarse a nuevos lugares y cosas. Un viaje provoca, inmediatamente, una situación diferente a la que se estaba antes de partir. El escritor Antonio Muñoz Molina lo describió con claridad: "(...) si viajas solo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia (…)" (en "Sefarad. Una novela de novelas", año 2001). Pero no sólo se trata de la percepción de los otros que no saben –obviamente- nada de ti, sino que el viajero mismo comienza a sentirse diferente. Por ello el novelista español expresó que: "(...) al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje (…)". Al suscitar esas sensaciones se concreta el engaño, pues nos sitúan fuera de nosotros, lejos del desasosiego suspendiendo la realidad personal, pero todo ello es efímero, sólo una distracción pasajera.
Un viaje puede deparar experiencias únicas en tiempos de tranquilidad, pero si se emprende con desazón, ésta se acrecentará una vez que se esfumen esas sensaciones engañosas recién descriptas, porque se le añadirá la fugacidad propia que sentimos al viajar. Es que en los viajes, enseñó Ortega, "se hace extremada la momentaneidad de nuestro contacto con los objetos, paisajes, figuras, palabras, y paralelamente crece y nos acongoja la pena que sentimos que así sea". He aquí la queja del poeta uruguayo Mario Benedetti: "los viajes (…)/ arman nostalgias en las que no creo".
Efectivamente, el pensador madrileño observó que "cuando viajamos se eleva a su última potencia el carácter de fugacidad que es propio a nuestra relación con las cosas" (en "Notas de andar y ver: De Madrid a Asturias o los dos paisajes", año 1921). Hizo una descripción detallada para comprender ese contacto: "rodamos sobre ellas y ellas sobre nosotros: sólo nos tocan en un punto, en un instante de nuestra persona". Para, luego, expresar en concreto: "al tiempo que decimos 'ya vienen, ya vienen' a este paisaje, a esta amistad, a este acontecimiento tenemos que ir preparando los labios para decir 'ya se van, ya se van' (...)".
Ubicados en el terreno hostil del desasosiego, de la densidad compleja que genera la angustia, hay que ser conscientes que viajar u otras distracciones tienen que esperar su hora. Una vez que el ensimismamiento brinde tranquilidad al alma, tendrá sentido orientar la atención hacia afuera. Antes no, bajo el sol negro de la tristeza sólo cabe habitarse.
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