Cada época posee metas hacia las cuales tiende idealmente, también aquello que la horroriza y rechaza con insistencia. Así, en la diacronía del tiempo, se producen desplazamientos significativos en la cultura, incluso contradictorios entre sí. Por ejemplo, pensemos en la relación con el sufrimiento, en especial un contrapunto entre la época victoriana y la nuestra.
En el siglo XIX, tras la muerte de su esposo Alberto, la reina Victoria del Reino Unido se impuso un luto riguroso que duró al menos cuarenta años, siempre vestida de negro hasta su propia muerte. Semejante muestra de dolor y respeto por la memoria del difunto, encontró su fundamento en las influencias tardías de un movimiento cultural específico, el romanticismo. Según aquellos ideales, un amor verdadero es único e irreemplazable, por ello debe eternizarse indiferente a los límites terrenales.
Philippe Ariès, un estudioso de la relación de la cultura occidental con la muerte, llegó a decir que en aquel entonces un duelo podía "ostentarse" con orgullo en los círculos sociales. En su reverso, quien no cumplía con los ritos y costumbres del luto, era estigmatizado bajo el peso de una falta de naturaleza moral.
Según los manuales contemporáneos de diagnóstico utilizados en el campo de la salud mental, un duelo de cuarenta años sería calificado como un "Trastorno de Duelo Complejo y Persistente" (TDCP), entre otras denominaciones afines. Aunque no existe consenso entre los autores, los más exigentes consideran que el trabajo de duelo no debe exceder los seis meses, otros lo extienden a un año o incluso más. Por supuesto, esta perspectiva reduccionista supone que la muerte de un cónyuge es equivalente en cada caso, como si la relación formal de parentesco explicara por sí misma la particularidad del lazo en cuestión.
Como suele ocurrir, la obsesión por las fechas y plazos termina por forzar una separación arbitraria entre lo normal y lo patológico. Sin embargo, cada pérdida es singular, circunscripta al lugar que ocupó el partenaire en el proyecto de vida. Hasta nuevo aviso, la subjetividad no es cuantificable según escalas numéricas, lo cual no desalienta a las burocracias sanitarias y su afán normalizador. Más allá de las opiniones sobre la duración del trabajo de duelo, siempre se encuentra el mismo escollo: ¿con qué argumentos podemos explicarle a alguien cuánto debe sufrir por su pérdida?
Ahora bien... ¿Qué cambió entre la época victoriana y la nuestra? En un tiempo un duelo que se extiende por décadas es signo de un amor trascendental, en el otro una forma de trastorno mental que reclama una intervención farmacológica. En pocas palabras, aquello que cambia son las coordenadas simbólicas de la época, es decir, una red invisible de sentidos disponibles a la hora de significar las vicisitudes de la existencia.
A propósito, el antropólogo Geoffrey Gorer propone la siguiente inversión de términos: si en la época victoriana la sexualidad era reprimida y la muerte formaba parte de los rituales públicos, ahora el sexo está en la vidriera y la muerte se transformó en un tabú. Otros autores entienden que nuestro tiempo se caracteriza por una exaltación maníaca del placer y, consecuentemente, un horror al malestar y el sufrimiento.
Si bien las redes sociales poseen muchos usos, de los mejores a los peores, en general se trata de una compilación de imágenes de momentos felices y logros personales. Asimismo, en las últimas décadas es notable la proliferación de disciplinas que se abocan a potenciar la autorrealización y el bienestar psicofísico, sea en la masiva publicación de libros de autoayuda o en la diversidad de prácticas de coaching. Dicho de otro modo, el malestar tiene mala prensa. He aquí un obstáculo que obtura la emergencia de una pregunta fundamental: ¿por qué el malestar irrumpe en un momento y no en otro?
En sintonía con el estado de situación, en los inicios de un tratamiento psicoterapéutico suele demandarse que el malestar y la angustia desaparezcan sin más, como si se tratara de una dolencia física entre otras. Se dirá que es una demanda sensata, y en esencia lo es, solo que allí se juega lo fundamental del asunto. No es lo mismo precipitarse a tomar un atajo, que consentir a un rodeo necesario.
Si entendemos que el malestar es solo una perturbación del equilibrio emocional, entonces el tratamiento se enfocará en restituir dicho equilibrio lo antes posible. En cambio, si admitimos la "función de mensaje" del malestar, entonces se abre la posibilidad de interrogar en qué está enredado cada uno y por qué. Como siempre se dice en nuestra práctica, un psicoanálisis es una invitación a construir un saber sobre la verdadera causa del propio malestar.
Si en su tiempo Jacques Lacan solía repetir que la angustia es un afecto que no engaña, es porque existe una causa, por enigmática que sea de momento. En adelante se trata de un trabajo de desciframiento que va en dirección contraria a las tendencias de la época y su inmediatez. Por eso mismo es más difícil para nuestra cultura concebir que la angustia pueda tener una función específica. Tras el imperativo de ser feliz, dicha función permanece oculta y a la espera de mejores condiciones para ser escuchada.
Sobre los potenciales buenos usos de la angustia, dos analogías suelen evocarse: la angustia como una brújula y también como un despertador. Si funciona como una brújula, es porque permite a un sujeto orientarse respecto de la necesidad de precisar qué ha dejado de funcionar en su modo de hacer con la existencia. Si también funciona como un despertador, es porque invita a no adormecerse en lo que Sigmund Freud llamó la "miseria neurótica", a saber, el acostumbrarse a vivir condicionado por la propia chifladura.