Sables que reciben los altos mandos de la policía provincial. Aluden al que blandiera el Brigadier Estanislao López, que era corvo pero con empuñadura de plata.
Hay en las espadas un poderoso simbolismo que alude al coraje y a la guerra, palabras que no siempre pueden pronunciarse en la misma frase, como lo evidencian sucesos actuales de cobarde alevosía. Jorge Luis Borges expresa especial fascinación por esos aceros: "Sus viejas guerras andan por el verso" y "en su hierro perdura el hombre fuerte, hoy polvo de planeta (…)".
Fuertes y valientes fueron Estanislao López y Francisco Ramírez (hoy "polvo de planeta"), que con sus viejas y antiguas guerras andan también por versos y memorias, aunque no nos han quedado sus espadas como talismanes de los pueblos, proclives al fetichismo que suelen inspirar los objetos de sus héroes, luego transformados en "reliquias históricas". Una consideración, esta última, que se desarrolló en el siglo XIX como construcción social, según explica María Élida Blasco.
Los sables del Brigadier
Poco sabemos de las espadas del brigadier López. Dada su larga carrera militar, iniciada en los fortines, continuada en el Paraguay y desarrollada en numerosas batallas, combates y entreveros durante las guerras civiles, es lícito suponer que debieron ser varias las armas que pasaron por sus manos. Pero algo conocemos sobre dos de sus sables.: el que figura en el inventario de sus bienes confeccionado poco después de su fallecimiento, y el que le obsequió el Cabildo de Buenos Aires con motivo de las paces celebradas en 1820. Ninguno de los dos se conserva.
Dos historiadores publicaron copias del inventario. Difieren en la anotación referida al sable del Brigadier. En la de Leoncio Gianello dice "un sable corvo con puños de plata", mientras que la de José Rafael López Rosas consigna "un sable con puño de plata". El arma estaba valuada en seis pesos, suma equivalente al valor de sus dos pistolas con fulminante, al de un arado, o al de los siete tomos encuadernados del Registro Oficial de Buenos Aires. Consultados los originales del documento existente en el Museo Histórico Provincial, pudimos confirmar que el sable del Brigadier era corvo, como figura en la transcripción de Gianello.
El arma debió ser apreciada por doña Josefa, la viuda del general, porque quedó en su poder, como parte de la mitad de los bienes inventariados. No figura entre los que fueron repartidos entre sus hijos e ignoramos quién lo heredó después de su muerte, ocurrida en 1858. Del otro sable sabemos un poco más. Era una pieza de altísimo valor material que le fue obsequiada a López por el Cabildo de Buenos Aires en reconocimiento por las paces logradas en la estancia de Benegas en 1820 y por su triunfo sobre Ramírez en 1821.
En nota del 8 de agosto de 1822, dirigida al gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, López se muestra sumamente alagado por el obsequio del sable y promete "no desenvainarlo jamás sino para sostener los sagrados derechos de la Patria". Por quince años, permaneció el lujoso sable en poder del general López. Enemigo de los uniformes ostentosos, que muy rara vez vestía, es poco probable que esta espada haya sido ceñida a su cintura alguna vez. Pero llegó un momento en que creyó oportuno incluirlo en su equipaje, cuando en 1837 viajó a Buenos Aires con la idea de mejorar su salud, poniéndose en manos del médico personal de Rosas. La ocasión hacía presumir posibles actos protocolares y López envió por barco sus baúles, mientras él viajaba con su comitiva por tierra.
La espada de oro en medio de la tragedia
Fue en estas circunstancias en que la valiosa espada fue alcanzada por el drama en medio de una masacre. Habían sido embarcados en el mismo buque, como prisioneros, los indios que poco tiempo antes se habían sublevado en San Jerónimo del Sauce bajo las órdenes de Juan Porteño. Debían ser ejecutados en las islas y el encargado de cumplir la horrible misión era el comandante Domingo Pajón. Cuando los prisioneros se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo –ya se habían llevado a dos grupos hasta un lugar apartado- lograron librarse de sus ataduras y tomaron el control del barco, dando muerte a Pajón y a los soldados que no pudieron arrojarse al río.
Antes de huir los indios liberados saquearon el barco y entre las cosas que llevaron, dice Urbano de Iriondo en sus "Apuntes", fue "la espada con puño y vaina de oro y demás que le correspondía al general López". Pero la situación de los fugitivos era desesperante, ya que fueron rechazados por los indios montaraces que los odiaban desde que eran sus enemigos como "Lanceros del Sauce". Hambrientos y desmontados se entregaron a las autoridades de Santa Fe, ya sin su jefe Juan Porteño, que había sido muerto por los indios del Chaco.
Los que volvieron también fueron ejecutados, pero antes declararon "que la espada del general López la habían dejado en el río en lugar señalado –continúa el relato de Iriondo- y llevaron a uno para que se los mostrara y, efectivamente, fueron y la sacaron", pero con la hoja rota por la mitad. Este triste episodio explica la anotación del inventario de los bienes de López que dice: "Una vaina de sable de oro y otras piezas del mismo metal, con peso de 40 onzas", valuada en 640 pesos, precio equivalente al terreno de su estancia del Colastiné (663,4 pesos). Entre las "otras piezas" deben haber estado las correspondientes a la empuñadura de la espada y su defensa.
La espada del "Supremo Entrerriano"
Se exhibe en una vitrina del Museo Histórico Provincial Martiniano Leguizamón de Paraná una antigua espada del tiempo del rey Carlos III, cuya propiedad se atribuye al General Francisco Ramírez. Según el mismo Leguizamón explica en su libro "Hombres y cosas que pasaron", esta sería el arma que empuñaba el caudillo al momento de caer herido de muerte por una bala de pistolón.
Aunque tengo hoy motivos para dudar de que esta espada fuera de Ramírez, en un artículo que publiqué en El Litoral, el 6 de octubre de 2021, admitía que la espada pudo haber quedado en el lugar del combate y que los soldados de López se la entregaron al oficial al mando de la división, que era el comandante Juan Luis Orrego. Este, según la versión de Leguizamón, habría conservado la espada que pasó a manos de sus descendientes, uno de los cuales se la obsequió al doctor José Shóle, quien la ofreció en 1916 al reconocido historiador entrerriano.
Atesorada por Martiniano Leguizamón durante toda su vida, el arma pasó a formar parte del patrimonio del Museo que lleva su nombre. Se trata de una vieja espada de caballería del siglo XVIII, forjada en Toledo en 1774, según reza la leyenda de su hoja. En la otra cara se lee "Por el rey Carlos III". La empuñadura ha sido reformada, reemplazando la original por una de plata que luce a la vista bastante gastada. El largo de la hoja es de 77 centímetros, y su leyenda no parece compatible con las ideas republicanas del caudillo entrerriano.
Tanto la información consignada en mi artículo de 2021, como la que aporta Martiniano Leguizamón en su libro, quedan seriamente cuestionadas frente a un dato que trae Gianello en su biografía de López (1955): el 7 de agosto de 1821, el comandante Luis Orrego remitía a la Junta de Representantes de Santa Fe la espada de Ramírez, con una nota en la que ofrecía "el sable agresor que vulneró los sagrados derechos" de Santa Fe. No pudo, por lo tanto, quedar en manos de sus descendientes como dice la tradición.
¿Qué fue, entonces, de la espada de Ramírez entregada por Orrego a la Legislatura? ¿Qué ocurrió con el sable corvo de puño de plata de Estanislao López? ¿Qué otros detalles ignoramos de su factura? Quizá nunca lo sepamos, aun cuando los más altos mandos de la policía de Santa Fe reciben una espada que pretende ser réplica de la del Brigadier, bella alegoría en todo caso de un arma famosa y desconocida.
(*) Contenidos producidos para El Litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos.
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