Rogelio Alaniz
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Me preguntan qué puedo decir del padre Atilio Rosso a un año de su muerte. Mi respuesta no es original, pero es la que para mí vale: lo extraño. Extraño el café en el bar y los asados en Monte Vera. Extraño caminar por la peatonal y no verlo. Tengo los pies bien plantados sobre la tierra (por lo menos eso creo), pero a veces me parece mentira no verlo.
Extraño conversar con él. A mi edad y en los tiempos que corren no son muchos los amigos con los que se puede conversar en serio. Atilio Rosso era uno de ellos, no el único, pero sí uno de los mejores. Extraño esa singular pasión que el cura ponía para todas las cosas de su vida. Atilio se enojaba y se divertía en serio. Cuando se enojaba levantaba la voz y el rostro se le enrojecía, y cuando estaba contento o algo le causaba gracia, su risa era ruidosa, sonora, la risa de un tipo sano, generoso y valiente.
En mi escritorio tengo una tarjeta; en la tarjeta hay una foto suya y una frase donde dice que él viaja primero y nos espera allá con una gran fiesta. Miro la tarjeta y pienso: “Este cura nunca pierde la oportunidad de complicarme la vida”. Era una de sus grandes virtudes, lo que permitía que cualquier conversación con él, fuera inteligente e interesante. En ese punto, el padre Atilio no hacía concesiones. Conversar con él era una cosa seria. Uno podía enojarse, reírse, pero con él todo se jugaba a fondo.
No soy el único invitado a la fiesta -pienso-, pero debo ser el único no creyente. Interesante paradoja. ¿Cómo encontrarme con él si yo no creo que haya vida después de la muerte? Si me mantengo fiel a mis convicciones me pierdo la oportunidad de volver a estar con él; si acepto su invitación renuncio a mis certezas. ¿Hay vida después de la muerte? Yo creo que no; él cree que sí.
La última vez que conversamos hablamos de ese tema. Una vez más, no nos pusimos de acuerdo. El partió convencido de lo suyo, pero creo que su fe era más fuerte que la mía. Él cree en lo suyo y yo no estoy tan seguro de lo mío. A su manera se dio el gusto: como Pascal he llegado a la conclusión que creer es más ventajoso que no creer. No me interesan las abstracciones o las divagaciones bizantinas. El padre Atilio me invitó a una fiesta y he aceptado ir. Mi afecto por él justifica pequeñas defecciones teóricas. Después veremos. Por ahora, mi eternidad son las preciosas horas compartidas con él.