I
I
No es arbitrario suponer que dos períodos presidenciales normales lograrían recuperar para la Argentina la prosperidad, el nivel de vida y la calidad educativa perdida. Es difícil, pero es posible, más allá de las actuales turbulencias políticas, de los índices sociales deplorables, de los rigores de una economía y unas finanzas desquiciadas, más un estado debilitado por la puja corporativa, los escandalosos negociados y el hábito político de concebirlo como fuente de trabajo de incondicionales. Todo dependerá de la calidad de nuestra clase dirigente, entendiendo como "clase dirigente" un bloque histórico mucho más amplio que los dirigentes políticos, en tanto en este bloque tienen lugar intelectuales, sindicalistas, empresarios, sacerdotes, es decir, quienes disponen de poder de decidir. La Generación del Ochenta constituye un ejemplo típico de clase dirigente. No se constituyeron en un exclusivo partido político, tampoco se reunieron para firmar pactos en nombre de una hipotética "Generación del Ochenta"; algunos eran creyentes, otros laicos; en la mayoría de los casos provenían de experiencias políticas diversas y borrascosas, pero más allá de esas diferencias que nunca disimularon existía un conjunto de certezas acerca de las posibilidades de desarrollo de la Argentina que permitieron constituir, como dijera Halperín Donghi, "una nación en el desierto argentino".
II
Las responsabilidades acerca del destino político de un país incluyen a la sociedad. Alguna vez Alexis de Tocqueville escribió que ningún orden político democrático es posible sin la presencia de una sociedad y de ciudadanos decididos a vivir en democracia, partidarios del ejercicio de la libertad y el acatamiento a la ley. Esa articulación entre clase dirigente y sociedad civil activa, es la clave de un país decidido a progresar. Por supuesto, estos acuerdos, en la mayoría de los casos tácitos, no excluyeron conflictos y discordias que en más de un caso se resolvieron en los campos de batalla. Retornando a la historia argentina, la denominada organización nacional fue posible luego de la derrota del rosismo. En Caseros, guste o no a los revisionistas añorantes del ser nacional y las virtudes de la dominación hispánica colonial, una página de la historia fue dada vuelta. No concluyeron las refriegas internas, incluso conflictos internacionales de inesperada dureza, pero hay una Argentina antes de Caseros y después de Caseros. Sus logros políticos más trascendentes fueron la sanción de una Constitución nacional y la formación de un estado nacional que permitió hacer posible aquella consigna alentada por el positivismo y la masonería: "Orden y progreso". Orden político, con un estado ejerciendo el monopolio legítimo de la violencia, alentando en clave liberal la expansión de un modelo de acumulación agroexportador, el aliento de una inmigración europea aluvional, tal como la concibió Alberdi, más una formidable transformación educativa, considerada en su momento como una de las más importantes del mundo.
III
A los derechos civiles auspiciados por el régimen conservador, en esta segunda mitad del siglo XIX, se sumaron a partir de 1912 los derechos políticos, en una sociedad cuyos reclamos de ciudadanía eran cada vez más intensos. Y la conquista de los derechos políticos significó también un desplazamiento en el bloque del poder de fracciones de la tradicional clase dirigente. Es decir, la Argentina iniciaba la escritura en clave democrática de un nuevo capítulo de nuestra historia. La UCR fue el partido protagónico decisivo, pero no el único. La ciudadanía política fue una aspiración nacional. Por supuesto que estas etapas históricas se transitaron con conflictos, refriegas políticas, debates ásperos e incluso conatos de rebeliones, pero hasta 1930 el sistema abierto en 1853 funcionó con notable eficacia, tal como lo demuestran los índices económicos y la movilidad social ascendente. En todos los casos, la calidad de la clase dirigente y la presencia de una sociedad civil decidida a vivir la aventura del progreso desde la cultura del trabajo, hicieron posible lo que más de un observador internacional en 1910 calificó como "milagro argentino". El golpe de Estado militar de 1930, en clave nacionalista y clerical, significó una ruptura institucional grave, pero no obstante, en un mundo que ingresaba en el cono de sombra de la guerra, las crisis económicas y financieras y el auto de los regímenes totalitarios de izquierda y derecha, la Argentina supo lidiar con la crisis profundizando el modelo de sustitución de importaciones y para 1943 -con un sistema político deslegitimado por el fraude- el país contaba con una economía en vías de recuperación, con las cuentas fiscales en orden, los pasillos del Banco Central llenos de oro e, importa destacarlo, la legislación social más avanzada de América Latina. Hacia el futuro inmediato acechaba el espectro tenebroso y sombrío del fascismo derrotado en Europa, espectro que sus mascaradas festivas no disimulaban sus arrebatos autoritarios, su desaforada vocación demagógica, reforzada por la alianza política de la cruz y la espada, como aspiraban Lugones, Uriburu y las logias de coroneles nacionalistas y nazionalistas.
IV
"Devolverle al pasado la incertidumbre del futuro", escribió alguna vez Raymond Aron. No se trata de evocar el pasado en homenaje a la nostalgia, sino para hallar allí las huellas, incluso el relampagueo o el resplandor, de una tradición que conviene recuperar o actualizar para prever las líneas tendidas hacia el futuro. Las señales del tiempo presente son visibles. Una etapa, un período histórico, está llegando a su fin; una hegemonía cultural, una manera de entender la política y la relación del poder con la sociedad está en crisis. Las elecciones de la provincia de Santa Fe así lo confirman, como de alguna manera lo confirma la provincia de Córdoba con un peronismo ganador por escaso margen, pero que debe disimularse con los atuendos de la modernidad para ganar adhesiones. Este vínculo "sagrado" que el peronismo sostenía con sus votantes, esa seducción ligera con dos fotos y una marchita, ya no alcanzan para ganar elecciones. El peronismo continuará siendo una corriente política gravitante en la política nacional porque encarna una tradición histórica, pero la mitología decadente del movimiento nacional, de los liderazgos mágicos, de la retórica ampulosa para seducir "el crédulo amor de los arrabales", está llegando a su fin. Toda crisis pone punto final a una experiencia, pero no define con certeza los rasgos del futuro. En todo caso, apenas lo insinúan.