I
I
Dos imágenes inmediatas recupero de la facultad de Derecho. De la facultad a la que ingresé cuando tenía 17 años de impecable saco y corbata, porque en esos años, para bien o para mal, a la facultad se iba de traje. Las imágenes las mantengo nítidas en la memoria, como si estuvieran en una nube confundidas con la eternidad. De una, ya hable más de una vez: el bar de la facultad, el mismo que se construyó en 1957 para que los constituyentes pudieran tomar un café. El bar ya no está y seguramente nunca más regresará. Siempre, hasta el día de hoy, lamento esa ausencia, a veces con humor, a veces con una lágrima oculta, lágrimas que son las más difíciles de sobrellevar. Con el bar se fue el rumor de voces, el bullicio, las alegrías y las cuitas de generaciones de estudiantes. A una facultad se va a estudiar, a cursar materias, a obtener un título, pero también a vivir los años de la juventud, a descubrir el palpitar de la vida, los vericuetos de la política y a vivir las primeras historias de amor con sus inspiraciones y sus penas. El bar fue el club social de la facultad, y así como en un tiempo la sala de profesores era algo así como una extensión del salón de los pasos perdidos de la Legislatura y Tribunales, el bar, fue para estudiantes y profesores el ámbito exclusivo de la sociabilidad, con sus historias, sus chismorreos y sus intrigas. Lo que se fue, se fue, pero lo que sobrevive al paso de los años como leyenda, mito o evocación melancólica de un pasado irrepetible, adquiere en los repliegues del corazón una importancia tan alta como la primera historia de amor.
II
La otra imagen que perdura en mi memoria es el hall de la facultad, ese espacio elegante, ceremonioso, digno de una casa de altos estudios. El hall es algo así como ese caballero de otros tiempos que te admite en su residencia sin palabras, porque cuando se dispone de estilo y distinción las palabras no hacen falta. Un joven, casi un adolescente de pueblo ingresa a la facultad y lo impresiona o lo conmueve tanta magnificencia. El hall de la facultad siempre fue una romería de estudiantes que van o salen de clases. El ingresante se detiene confundido: hay galerías, patios, que se insinúan; uno se para en el hall como un provinciano se para delante del obelisco: confundido y hasta intimidado. Alguna vez se me ocurrió decir que el hall de la facultad es el equivalente al bar, pero sin mesas, sin sillas y sin Vicente. En el hall se conversa, se discute, se celebran las breves asambleas políticas; circulan los chismes, los rumores, las citas. Por lo menos así fue en mis años; por lo menos así lo recuerdo.
III
El hall es también la sala de recepción de distinguidos invitados. Aún tengo presente algunas fechas y algunas circunstancias. Octubre de 1968. La pizarra anuncia que un señor que responde al nombre de Guillermo Estévez Boero dará una conferencia en el aula Alberdi. La pizarra informa que fue presidente de la FUA en 1958, cuando los estudiantes de la laica y la libre sacudían sus preferencias por el crucifijo o la bandera morada en debates y trifulcas callejeras. Un estudiante veterano me habló de él: un carisma increíble, una vocación política arrebatadora y una habilidad para la rosca digna del mejor discípulo de Maquiavelo. Socialista. Frecuentador de la casa de Alfredo Palacios y conocido de Haya de la Torre y Salvador Allende. Fue en el hall de la facultad que lo vi por primera vez. En ese hall, Ricardo Laferriere me presentó a Gregorio Selser, el autor del libro que de alguna manera fue el texto sagrado de los sandinistas cuando sus dirigentes no habían degradado en corruptos y en algunos casos en abusadores sexuales. Me refiero al libro "Sandino, general de hombres libres". Selser era un hombre tímido, hablaba con un tono bajo sin pretender convencer a nadie, pero sus palabras no eran livianas. También en ese hall conocí a Conrado Storani, el padre de Fredy y ex funcionario del gobierno de Illia. Aún no era el compañero de fórmula de Alfonsín en la primera interna del Movimiento de Renovación y Cambio contra Balbín, pero sus ideas eran las de un hombre progresista, combativo y dueño de ese tono de voz que revela la condición de un demócrata insobornable.
IV
En el hall de la facultad me presentaron a Jorge Abelardo Ramos y a Rodolfo Puiggrós, los dos titulares en esos años de una pujante izquierda nacional. Uno, venía del estalinismo; el otro, del trotskismo, (creo que a esas diferencias nunca las superaron), pero ambos estaban convencidos de que una alternativa de izquierda solo podía forjarse desde el peronismo. A Ramos me lo presentó Mario Lacava. Con Mario teníamos tres coincidencias: habíamos nacido en Entre Ríos, éramos de la misma edad y manteníamos un afecto que superaba las duras diferencias ideológicas. A Puiggrós me lo presentó el Negro Ávalos, chaqueño y peronista. Los dos -Ramos y Puiggrós- hablaron en un aula Alberdi desbordada de estudiantes. Al otro peronista que recuerdo de esos años es a Arturo Jauretche. Y también me lo presentó el Negro Ávalos. Medio huraño, medio chinchudo, pero su risa breve era divertida y sus ojos chispeaban. También el aula Alberdi de bote a bote. Una anécdota divertida y ejemplar. Un estudiante peronista, militante de Tacuara para más datos, le pregunta con tono de barra brava con qué personaje del siglo XIX podría compararlo a Perón. La respuesta venía de cajón: con Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, Jauretche dijo: "Yo a Perón lo compararía con Urquiza". Nunca un silencio fue tan absoluto y desencantado, porque nadie, ni el peronista y rosista más pintado, se iba a atrever a desautorizar al autor de "Los profetas del odio y de la yapa". Los compañeros "Tacuaras" se quedaron de una pieza. ¿Perón con Urquiza? Jauretche dio algunas explicaciones y para rematarla les dijo a sus seguidores incondicionales: "Ustedes nunca se olviden que yo soy un radical forjista, de los que creemos que la causa nacional y federal la representaba Urquiza y no Juan Manuel". Después agregó como para concluir la riña: "El Chacho Peñaloza y Felipe Varela pensaban lo mismo".
V
Una nochecita de primavera de 1972 conocí en el hall del que hablo a Silvio Frondizi, el hermano de Arturo; el hermano marxista de Arturo. Debe de haber andado entonces por los setenta años. La nariz, el cuerpo, daban cuenta de un Frondizi primera cepa; tal vez algo más robusto que su hermano presidente, con el que estaba distanciado. Hablaba con la autoridad algo pedante de un intelectual acostumbrado a que lo escuchen. La conferencia se realizó en el aula Alberdi y como había mucha gente continuó en el Paraninfo. Un peronista le hizo una pregunta que más que pregunta fue una imputación a su condición de izquierdista gorila. Su respuesta fue categórica: "Con fascistas no dialogo". Silvio Frondizi fue asesinado dos años después por las Tres A. Entraron a su departamento céntrico a la hora de mayor movimiento de tránsito y de gente en Buenos Aires. Querían probar que podían hacer lo que se les daba la gana, porque el estado peronista los protegía. En los bosques de Ezeiza lo acribillaron a balazos.
VI
También pasó por el hall de la facultad el dirigente obrero Agustín Tosco. Rubio, alto, buen mozo. Lo acompañaban Changui Cáceres y Lito Sorbellini. Un placer escucharlo. Lúcido, emotivo, valiente. Denunció sin pelos en la lengua a la burocracia sindical peronista. El Gringo Tosco debe de haber sido el único dirigente sindical de esos años que se ganó el corazón de los estudiantes, los trabajadores y de la clase media, que le reconocía talento y sobre todo honestidad. Cuando lo vi en el hall estaba en la plenitud de su liderazgo. Dos años después el peronismo dio un golpe de estado en la provincia de Córdoba de la mano de un jefe de policía de apellido Navarro y de un militar fascista de apellido Lacabanne. Hubo presos, muertos y perseguidos. Perón con su silencio avaló el cuartelazo. Tosco pasó a la clandestinidad y con la clandestinidad le llegó la muerte porque necesitaba atención médica y no pudieron dársela. Tenía entonces 45 años, pero yo lo recuerdo caminando con pasos largos y sonrisa cordial por el hall de la facultad y en dirección al aula Alberdi.
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