Prof. Martín Duarte (*) | [email protected]
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Comencemos por un escueto ejercicio de la pedagogía de la pregunta: ¿Podría decirse que Vanesa Castillo es una mártir de la educación argentina si consideramos a la tarea docente como ejercicio de un mal entendido “apostolado”, “sacerdocio” o segunda maternidad? ¿Podría decir aquí que Vanesa murió en “cumplimiento del deber” (deber de maestro) y no era ni policía ni un militar en el frente de batalla? ¿La mató un sicario o un vacío de múltiples actores protagónicos que “pecaron” más por omisión que por acción en una suerte de adaptación libre y magistral de “Crónica de una muerte anunciada”? ¿Cuál es el mensaje que deja este hecho? ¿El que hace “bien su laburo” queda expuesto al tsunami de esta sociedad en recurrente “grieta” y se convierte en un “chivo expiatorio” de una burocracia ciega? ¿No será hora de mirar menos a Finlandia como norte del primer mundo educativo (otra receta foránea que trasplantar) para volver a mirar los ojos de los que habitan las aulas, de los que están detrás de las estadísticas de los exámenes internacionales, de los que están detrás de los números del control del ausentismo docente (que no es lo mismo que una política de Estado en torno a la salud laboral), de los que le ponen el pecho a las balas todos los días? ¿Por qué -sólo por citar aleatoriamente- las muertes de Fuentealba o de Cabezas o de Santiago Maldonado o de “Pocho” Lepratti generaron más enconados pedidos de justicia que el caso paradigmático de Vanesa Castillo? ¿Será que las respuestas en torno a esta muerte injusta en Alto Verde se deben a que todavía estamos consternados por lo sucedido: descubrimos que los guardapolvos no sólo se machan con tinta o polvo de tiza o barro? ¿Será que hay cosas más importantes de las que ocuparse como la crisis económica y, por eso, la trabajadora de la educación asesinada a la salida de su jornada laboral tiene que esperar? ¡Ah! ¿Tal vez fue un “accidente” laboral propio de los gajes del oficio?
Frente a tantos y abrumadores interrogantes, habría que señalar que lo primero que surge es la necesidad imperiosa de justicia para esta situación y de prevención de otros hechos semejantes de violencia que se dan cita cotidianamente en la esfera escolar y que, aunque no salen a la luz, laceran el “pellejo” de la comunidad educativa de diversos contextos sociales. La violencia está enquistada en nuestra sociedad y la escuela -obviamente- no es un oasis ajeno a esto. De nada vale esconder los problemas debajo de la alfombra. Si un problema no se atiende o se lo naturaliza: se agiganta, se empodera, se multiplica, se ramifica y vuelve -una y otra vez- para cobrarse víctimas.
La demanda sería: ¡Protejamos a todos los que habitan las escuelas! ¡Cuidemos a los alumnos! ¡Sí, pero cuidemos también al plantel docente que pone su “cuerpo” diariamente en su acción pedagógica (el “cuerpo” docente)! Si el maestro debe cumplir con un protocolo, si tiene que cumplir con lo que indica el Ministerio, con lo que le señala su directivo, con lo que le marca su compromiso ético-político-profesional, con la calidad educativa y tantas otras enormes responsabilidades que le competen... Entonces, hay que respaldarlo cuando la tormenta arrecia para que el hilo no se corte por lo más delgado. De lo contrario, se esparce el desalentador y fatalista mensaje del “¡no te metas: mirá si después se te da vuelta la torta!”, “¿Para qué te vas a volver loco con estos pibes si terminás pagando con tu salud o en el peor de los casos- con tu vida?”, “¿Querés ser otra/o Vanesa Castillo?”
Paulo Freire, en su libro póstumo “Pedagogía de la indignación: cartas pedagógicas en un mundo revuelto”, dice: “tengo el derecho a sentir rabia, de manifestarla, de que me motive la lucha, así como tengo derecho de amar, de expresar mi amor al mundo, de que ese amor sea la inspiración para mi lucha porque, histórico, vivo la Historia como un tiempo de posibilidad y no de determinación. Si la realidad fuera así porque estuviera dicho que así debe ser, ni siquiera habría por qué tener rabia. Mi derecho a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual participo, el mañana no es algo ‘pre-dado’, sino un desafío, un problema”. La cita motiva estas líneas y podría reflejar en varios aspectos el compromiso de muchos docentes tal vez y, particularmente, el de Vanesa Castillo. No somos meros espectadores sino actores de la historia. No se puede transformar el mundo sin sueños, sin utopía y sin proyecto. Estamos condicionados pero no determinados. Vanesa no miró al costado, no se resignó, no hizo la vista gorda, fue más allá de la tarea específica docente (por llamarla de alguna manera) de enseñar lengua o matemáticas o ciencias sociales o naturales. Se posicionó y aún se posiciona con su presencia estridente como una educadora integral y crítica. Su muerte nos enseña muchas cosas: sólo que parece que nos resistimos a aprender la lección. Su vida deja una “tarea para el hogar” que aún está inconclusa: varios hoy tienen sus “deberes” incompletos; no estarían “aprobando”; varios estarían en situación de ser “reprobados” (con todo lo que esto significa más allá de las aulas). ¿La muerte de Vanesa significa que perdimos una batalla pero no fuimos vencidos los que soñamos con un mundo mejor?
(*) Docente, escritor y productor de medios de comunicación.
Vanesa no miró al costado, no se resignó, no hizo la vista gorda, fue más allá de la tarea específica docente (por llamarla de alguna manera) de enseñar lengua o matemáticas o ciencias sociales o naturales
¡Cuidemos al plantel docente que pone su “cuerpo” diariamente en su acción pedagógica (el “cuerpo” docente)! Si el maestro debe cumplir con un protocolo, si tiene que cumplir con lo que indica el Ministerio, con lo que le señala su directivo, con lo que le marca su compromiso ético-político-profesional... Entonces, hay que respaldarlo cuando la tormenta arrecia.