I
I
Cinco o seis millones de personas en las calles de una ciudad permiten, en algunos casos de manera conceptual, en otros de manera intuitiva, mencionar la palabra "pueblo", sin riesgo de caer en el pecado de la manipulación política o la propaganda facciosa. Ahora la historia, el destino, el fútbol o como queramos llamarlo, nos ha brindado la posibilidad de conocerlo. "Si esto no es el pueblo, el pueblo dónde está" rezaba una antigua consigna callejera. Y así fue en efecto: el pueblo se hizo presente. No como lo hubieran deseado algunos políticos, o como lo hubiera imaginado algún intelectual, pero allí estuvo, con su elocuencia, sus virtudes y sus defectos. Cientos y cientos de miles de argentinos de todas las clases sociales en la calle movilizados por un triunfo deportivo que, como bien sabemos es algo más que un triunfo deportivo. Las cámaras registran ese instante en que ese pueblo se constituye. El momento en que Gonzalo Montiel convierte el penal de la victoria. Hasta ese momento las calles estaban desiertas, mientras que el público reunido en las pantallas públicas se hallaba hundido en el más tenso silencio. Y de pronto, la multitud en la calle. En las calles de todas las ciudades y pueblos del país. Risas, cánticos, abrazos, lágrimas. Lo previsible, tan previsible como la existencia misma de esa condición constitutiva de una nación que se conoce con el nombre de "pueblo". El pueblo. El pueblo que no pertenece a una facción política, a una exclusiva tradición ideológica, sino que responde a la condición de argentino. Como lo hemos repetido tantas veces desde nuestra infancia: "Al gran pueblo argentino salud".
II
Pareciera que afirmo una obviedad, pero atendiendo a nuestras tradiciones políticas y a las pretensiones de asimilar la condición de pueblo a una exclusiva identidad política que en nombre del movimiento nacional, la causa nacional o la esencia del ser nacional pretende reducir su diversidad a una única filiación, y a su desordenado bullicio a una rígida jerarquía comunitaria con sus corporaciones y su líder inapelable, lo que digo no solo se justifica sino que además es necesario decirlo. La historia se ha valido de un campeonato de fútbol de alcance mundial para permitirnos conocer como experiencia propia la presencia real, palpitante, de esa categoría "pueblo" cuya identidad tantos debates ha generado y sigue generando. Ahora estaba allí, en su condición clásica: ocupando las calles, las plazas, derramado en todos los espacios públicos. Ni peronista, ni fascista, ni piquetero: argentino. Lejos de toda santidad y de toda condición diabólica. El pueblo real de carne y hueso. Con sus virtudes y sus vicios, algunos inevitables en una Argentina con millones de pobres e indigentes. Hubo excesos y actos delictivos, pero no fue la constante. Más de una vez el uno por ciento de esa multitud cometió tropelías más infames. Una copa de fútbol y la adhesión unánime a esa victoria y punto final a la pretensión de otorgarle a la palabra "pueblo" una absoluta filiación política. Por si alguna duda persistía, quedó claro que el pueblo no es el pueblo peronista, es el pueblo argentino. Lo sucedido este martes 20 de diciembre transforma a jornadas propiciadas por el Estado como el 17 de octubre de 1945 o cualquier otra revuelta popular en un dato histórico acotado, con importantes consecuencias políticas, pero sin afanes supersticiosos, religiosos o de descarada manipulación política. El pueblo es otra cosa: son esos millones de argentinos que en una especial circunstancia se sienten pertenecientes a una misma tradición. No hay épica o tragedia en el sentido clásico, porque la vida cotidiana de la gente suele estar alejada de esas experiencias límites.
III
El pueblo en la calle, el pueblo argentino en la calle. Nada más y nada menos. Esas pasiones suelen ser breves y es inútil y hasta peligroso intentar prolongarlas más allá de lo debido. Después -decía- está la vida cotidiana, pública y privada, con sus asperezas, sus rigores, sus injusticias y sus esperanzas. La fiesta popular se justifica a sí misma. No sustituye, no resuelve, nada. Al otro día los pobres seguirán pobres, los ricos seguirán ricos y la clase media tratará de aferrarse a su condición de clase media. Los sueldos serán los mismos de ayer y las jornadas laborales serán duras o de sueldos mezquinos o de rutinas agobiantes. Nada es más exaltante que una fiesta mientras sucede; nada es más melancólico y desolador que el fin de una fiesta Y sin embargo las fiestas son necesarias para los pueblos. No es lo único que importa, pero si ella falta, a las desdichas cotidianas se suma la desolación, la decadencia. La fiesta es una celebración. La historia de la humanidad así lo enseña. Es lo que vivimos en estos días. La sabiduría de un pueblo reside en saber disfrutarla y aceptar que termina. Tal vez no estaba del todo equivocada esa canción popular que describe las expansiones populares del carnaval, pero luego advierte a esos morenos que bailan, beben, aman, se divierten: "Sigue tu ruta de pan y de trabajo, que el tamboril se olvida y la miseria no".
IV
Decimos "pueblo" para referirnos a un colectivo histórico, pero es también legítimo decir individuos, personas y, muy en particular, ciudadanos. Con sus diferencias, con sus conflictos, sus intereses, con sus disputas políticas y sus aspiraciones de poder. Las ciencias sociales han avanzado mucho en el estudio de estas realidades que en el devenir cotidiano constituyen nuestro escenario histórico con sus luces y sombras. Ese pueblo dispuso de su fiesta que, insisto, va más allá de una victoria deportiva. La gente en la calle y los jugadores de fútbol compartieron esos instantes de felicidad, pero también compartieron una exclusiva certeza: la fiesta no sería manipulada por el poder, por la política, como se dice habitualmente. Y en la consistencia de esa afirmación produjeron, incluso tal vez a su pesar, el único e inédito acontecimiento político de un festejo deportivo: los jugadores no saludaron al presidente y mucho menos a sus ministros y secretarios. Esto es inédito, asombroso. Nunca ocurrió algo parecido en la Argentina cuando las victorias de 1978 y 1986, ni hay datos que haya ocurrido algo parecido en algún lugar del mundo. Ángela Merkel saludó a los campeones alemanes, algo parecido hicieron Emanuel Macron en Francia, Prodi en Italia, Franco en Brasil, Zapatero en España. Todos, menos el gobierno peronista. Si alguna duda había acerca de la fragilidad de este régimen populista, de su crisis de representatividad, de su distancia con los sentimientos populares, lo ocurrido en estos días terminó de confirmarlo. De manera explícita o no, los jugadores de fútbol se negaron a saludar al presidente no porque sean peronistas o antiperonistas, sino porque consideraron que no era necesario hacerlo, que incluso ese saludo podía empañar la fiesta popular. Nunca antes pasó algo parecido; sería de desear que nunca en el futuro pasara algo parecido. Esta decisión no fue el resultado de un complot; no la tomaron los dirigentes opositores. Ocurrió. Los jugadores no querían saber nada con saludar a un presidente que no los representa y al pueblo le pareció absolutamente legítima esa negativa. Decisiones de este tipo son opinables. No sé si es justo lo que se hizo o se dejó de hacer. Pero lo cierto es que ocurrió algo que no había ocurrido en ninguna otra parte. Pero no concluyó allí este desenlace político. El presidente se quedó solo y la Casa Rosada desierta, porque los disidentes internos del actual gobierno hicieron todo lo necesario para que así fuera. Los primeros saboteadores contra el gobierno peronista fueron los peronistas.