Empecé a caminar en dirección no sé a dónde, mientras me repetía que mi temporada en Managua estaba llegando a su fin...
Fue a Raúl el que se le ocurrió la idea de celebrar el año nuevo todos juntos. "Todos juntos", implicaba en la Nicaragua de 1983 la reunión de los exiliados argentinos, uruguayos, chilenos y brasileños. Allí había una rara mezcolanza de militantes del PRT, Tupamaros, MIR chileno y PT brasileño. Unas cuarenta o cincuenta personas, entre mujeres y hombres. A la barra se sumaban tipos como yo que no pertenecía a esas organizaciones, pero había viajado desde la Argentina a Nicaragua para conocer o vivir la revolución desde cerca, la célebre revolución sandinista. Yo hacía un año que vivía en Managua y ya sabía que no habría ni nueva sociedad ni nuevo hombre, que el poder sandinista a los dos años de tomar el poder ya era incorregiblemente corrupto. Mi amigo Raúl era otro de los decepcionados. Uruguayo de Montevideo, me decía que después de conocer la revolución sandinista y la "ética" de algunos guerrilleros, regresaría a Uruguay con la bandera roja en la mano, pero no la bandera roja del comunismo, sino la bandera roja del partido Colorado. Lo decía en joda, pero Raúl era de los tipos que las pocas verdades que se les ocurrían las decía como si fuera un chiste.
A Raúl lo conocí la segunda noche que llegué a Managua. Fue en el boliche "La Yerba Buena", el local en el que todas las noches nos reuníamos a cantar y a tomar ron; el local atendido por la señora Hebe y su hija, de la cual nos hicimos muy amigos, y me temo que más amigos de lo que aconsejaba la prudencia, pero ese episodio lo dejo para más adelante. Con Raúl congeniamos de entrada, porque el ron suele provocar afectos que se forjan como definitivos cuando a la madrugada, a la hora en la que ya no queda nadie en el bar, o los que quedan apenas pueden mantenerse en pie, uno de los dos pregunta: "¿Dónde seguimos tomando?" Cuando esto ocurre, cuando este pacto de seguir tomando y cagándonos de risa de las cosas serias de la revolución, se cumple, tengan la plena seguridad de que la amistad está garantizada. Raúl y yo, éramos uno de los tantos decepcionados con la revolución sandinista, yo en particular la juzgaba como una versión criolla, corrupta y pobre del peronismo argentino. "Tanto putear contra el peronismo en la Argentina, para venir a zamparme voluntariamente en una olla populista más indigente y más tramposa". Mientras tanto, seguíamos asistiendo a las sesiones etílicas de "La Yerba Buena", disfrutando de las peñas revolucionarias con canciones de izquierda, y siempre atentos a ganarnos alguna mina porque, como le gustaba decir a Raúl, "en esta vida, donde nos ha tocado padecer de los rigores del dulce caviar del exilio, no todo ha de ser rigor y sufrimiento".
Volvamos al asado de fin de año. Raúl habló con algunas amigas; yo hablé con el hijo de un argentino que tenía una carnicería en Managua y conocía el corte de carne que a nosotros nos gusta. Nos reuniríamos en la casa de Elena y Jorge, dos argentinos integrados a las milicias sandinistas que vivían en una casona en las afueras de Managua, casona que se la había entregado el gobierno sandinista y pertenencia, como ustedes habrán intuido, a algún somocista que cuando llegó la revolución debió escapar de Managua con lo puesto. Durante dos días con Raúl y Elena hicimos todos los mandados: compramos la carne y las achuras, el carbón y las ensaladas que, no sé por qué destino manifiesto las preparan las mujeres, sean de izquierda o de derecha; conseguimos a través de un cubano, siempre dispuesto a trabajar de zurda, vino mendocino a precio regalado, un obsequio de los dioses porque en Managua los únicos que se permitían tomar vino, atendiendo el precio que tenía, eran algunos comandantes de la revolución.
Yo en esa temporada estaba agregado en la casa de Mónica, una flaca rosarina, psicoanalista, de izquierda por supuesto, y que me bancaba en todas. Éramos amigos, amantes, compinches. Yo entonces salía todas las noches y regresaba a mi hogar adoptivo a la madrugada, a veces fresco, a veces borracho. A Mónica, mis correrías nocturnas la divertían. Una madrugada, no sé qué pasó en un bodegón, pero hubo una trifulca donde repartimos y recibimos mamporros a granel. Yo terminé con un ojo en compota, la camisa sin botones, el pantalón roto, un zapato menos y una oreja abollada. Mónica se moría de risa mientras trataba de arreglarme el ojo, la oreja y la rodilla lastimada. "Sos como los gatos…salís de noche y regresás todo magullado".
El asado de esa noche fue el más rico que he comido y comeré en ese año nuevo y en los próximos años nuevos de mi vida. Linda la noche, linda la carne, lindo el vino y lindas las mujeres. Yo, con otro amigo, fuimos los asadores después de participar de las exasperantes polémicas con los que opinan cómo debe hacerse el fuego o cómo debe salarse la carne. Hubo guitarras y payadas con baile animado por la música tropical. Tres amigas suecas que estaban más lindas que Ursula Andrews y nos hablaban de la revolución como si el tema les importara, se desnudaron en el borde de la pileta, ensayaron algunos pasos de baile, aunque, a decir verdad, nosotros en lo que menos estábamos interesados era en sus pasos de baile, y después se tomaron de las manos y lanzaron la consigna de guerra del sandinismo de esos años: "Todo para los frentes de guerra, todos para los combatientes". Y se tiraron desnudas a la pileta. No sé a quién le fastidió que se tomara en joda una consigna política seria; no sé quién fue, pero lo seguro es que nadie le llevó el apunte.
La reunión duró hasta la madrugada y concluyó con un curioso culebrón digno de Alberto Migré. Silvia, una cordobesa de reconocida militancia de izquierda, empezó a llorar como una Magdalena. Estaba apoyada en un árbol y lloraba mientras siete u ocho mujeres, todas del palo sandinista, intentaban consolarla. Silvia se había separado de Alberto hacía unos meses y Alberto ahora estaba en la fiesta con una mulata cubana. "Ese Alberto siempre fue un hijo de puta", me decía una argentina de armas llevar, solidaria con su amiga abandonada. Me sorprendió la situación. Los que estábamos en esa fiesta no éramos santitos, pero la escena me hacía recordar un lejano cumpleaños de quince al que asistí en mi pueblo, cuando la hermana de la cumpleañera empezó a llorar en el patio porque su noviecito había llegado acompañado. Lloraba y sus amigas, las chicas de las familias más distinguidas del pueblo le enjugaban las lágrimas y la consolaban con el mismo afán solidario que las temibles guerrilleras sandinistas de esa noche de fin de año de 1983.
Así esperamos el año 1984 en Managua, en la casa expropiada a un coronel somocista y comiendo un asado argentino regado con buen vino. Más allá de la escena de Alberto Migré, la fiesta fue alegre. Raúl y yo fuimos de los últimos en irnos, casi cuando salía el sol. No sé qué fue de Raúl, pero yo me fui en el auto de Hebe, la dueña de "La Yerba Buena" y que me llevaba fácil unos veinte años. "Locuras juveniles la falta de consejos", como dice el tango, Llegamos a la casa de Hebe y pasó lo que suele pasar cuando un hombre y una mujer se van a la cama. Pasó lo que debía pasar, pero además pasó algo más. Como a las diez u once de la mañana, alguien entra a la casa. Se oyen voces de hombres y espío a través de la puerta. Tres o cuatro tipos uniformados están conversando en el living. Hablan mientras las armas descansan al costado. Y la escucho a Hebe que dice que me escape lo más rápido posible por la ventana, porque el que acaba de llegar es su hijo, oficial del ejército sandinista y, por lo que me da a entender, al muchacho no le caería bien enterarse de que un argentino está acostado en la cama de su madre, a la que seguramente perdonaría, porque se supone que un hijo siempre perdona a su madre, pero la misma suerte no me estaría asignada a mí. Tampoco hice demasiadas preguntas: salí con lo puesto, me olvidé un encendedor y un paquete de cigarrillos, pero esas eran pérdidas menores comparado con lo que perdería si el hijo me encontraba pernoctando en ese dormitorio sagrado. Salí como pude, porque a los treinta años, y en esas emergencias, uno es lo más parecido que hay a un gato. Salí a un parque, salté una tapia que en circunstancias normales jamás hubiera podido saltar, y me encontré en la calle de un barrio bacán de Managua; una calle desierta y con ese silencio lúgubre que sucede a los días de fiesta. Empecé a caminar en dirección no sé a dónde, mientras me repetía que mi temporada en Managua estaba llegando a su fin. En estas precarias condiciones inicié el primer día del año 1984.
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