Jueves 30.7.2020
/Última actualización 23:56
Parado en la ignorancia que da la vida común, tan alejada de la ciencia y sus teorías, conocimientos, propuestas y explicaciones, dos cuestiones siguen influyendo en cada uno de nosotros. El espacio y el tiempo. No saberlo no le quita ni le pone a los sucesos que son externos. Nos atraviesan. Ni siquiera es “me” pasa. Como dijese Borges sobre la lluvia, es una cosa que sin duda sucede en el pasado. Ese pasado que aparece cuando reflexionamos sobre cada cosa nos mantiene pendientes del segundo que se fue. Una rueca que va hilando, dice el mismísimo “Dear Georgie”, sobre el presente.
Una de las delicadas situaciones ha sido manejarse con el “teorema de la flecha” y el espacio recorrido y que la mitad de la mitad de la mitad… hasta llegar a la quietud y que no hay final del camino. Mientras era una divertida lectura allá va lo suyo.
Parados en la nada del balcón el asunto se complica delante de lo que se posee en este instante, un tiempo irreplicable (permítanme insistir: irreplicable. La Peste en mi pago se lleva días que no tienen reposición, no hay réplica, repuesto, apenas queja y olvido).
Estoy parado en la nada del balcón, de un balcón, un volado sobre la línea de construcción. Poseo pocas cosas en este momento que se ha dicho, no tiene porvenir ni pasado. Una jaula con un pájaro y un sobre con viejas fotos. Y la parábola de la flecha y sus mitades picándome el cerebro como lo que es, un mal pensamiento en la mínima tibieza del medio día de un invierno apestado.
También evoco la otra parábola de la flecha, la que indica que el guerrero quería saber quién la había arrojado, desde que distancia, cómo se llamaba, en fin, que se murió averiguando cuestiones que no hacían a su herida, sino a la suma de casualidades que lo llevaron a ser herido por esa flecha envenenada que le causó la muerte. En fin, otra enseñanza.
Las lecturas sobre budismo han sido muy livianas, conservo de aquellos años las revistas de Louis Pauwels y sus historias (Revista Planeta). Muy poco.
En estos días de la peste las cosas no son irrevocables, todo puede dejarse para mañana pero dos elementos reales me acompañan.
Son reales las fotos de una vieja caja en la que los años ’70 y sus protagonistas aparecen. Veo allí una Tita Merello entera y una Pinky que sonreía siempre. Sí, las miro y son ellas… qué le quita realidad al instante… Nada.
Es real el pájaro en la jaula, su vasija con agua y el mijo que come mientras algo dice en su idioma de pájaro. A ese mínimo piar de su “contenteza” del tibio sol que le puedo sacar, en qué historia los quito o los pongo pensándolos… mientras la vacuna no llega el encierro sigue y el contagio ya es comunitario, que se traduce como cualquiera a quien sea o todos contra todos.
Debería entender ya, ya mismo, que no se deben cometer ilícitos contra la lógica, la cordura vencerá, la ciencia puede porque es falible y se recupera pero puestos en donde estamos digámoslo ya: un virus es una pequeña locura de la ciencia, el azar y nuestra disposición a la pelea. Está dicho pero ¿si la locura llega y se queda?
Si pelear contra la peste es lavarse las manos, encerrarse y no mantener tratos con extraños la sociedad no está, no estará, por el virus, descomponiéndose o, al menos, formulándose preguntas silentes sobre su existencia. Ahhh… nada se.
Antes de cerrar la ventana, volver a la versión de Nessun dorma más comercial y conocida, la de los tres tenores, con el reproductor a todo volumen, me juego una carta a la locura, una.
Rompo y tiro por la ventana los trozos de las viejas fotos del archivo a que se despedacen allá abajo, donde lleguen y abro la jaula del canario para lo mismo, que se vaya hasta donde llegue. Total, en el alba venceremos. Se vive por eso, según dicen todos los credos. Trozos de unos rostros que ahora sí que se fueron del tiempo. Un vuelo que quita “predicibilidad” a la jaula. No sirvieron ni los rostros ni los barrotes. Las fotos y los pájaros definen de otro modo tiempo y espacio, esto es, las coordenadas donde, convictos de estoicismo, encerramos la esperanza, la victoria, la última fortaleza de la razón que el virus desafía por lo mínimo inevitable: su existencia. Vencer es un verbo que solo admite el presente. El resto es ensueño. No tiene sitio. Sin tiempo, como se sabe.