Amor…Yo siempre entendí que se trataba de amor, una forma singular de amor; parecido pero diferente al de las novelas del corazón.
Amor…Yo siempre entendí que se trataba de amor, una forma singular de amor; parecido pero diferente al de las novelas del corazón.
Y sí, yo me enamoré… A esta altura de mi vida lo tengo bien en claro.
Para ser honesto, desde chico lo tengo en claro, pero hoy lo cuento sin ponerme colorado, lo cuento a los cuatro vientos, a quien le sirva escucharlo.
Al fin y al cabo, hay quienes se enamoran de lugares, o de creencias o de costumbres. Yo me enamoré de un deporte, del más maravilloso, fascinante y popular de los deporte; me enamoré del futbol.
No sólo eso, como los poetas y los cantantes, tengo perfectamente en claro cuando y donde comenzó este amor. Fue en diciembre de 1966, en el hall central del Hotel Ritz.
Les cuento. Tenía dieciséis años recién cumplidos; era viernes a la tarde. Los viernes a la tarde los alumnos internados en el Colegio La Salle que no éramos de Santa Fe salíamos a dar vueltas por el centro y, si nuestros bolsillos lo permitían, íbamos a matiné de alguno de los cines céntricos.
Ese día sentí que algo iba a pasar. Una emoción inexplicable. Como un mariposeo en la panza, como una intuición. Hoy habiendo repasado mil veces esa crucial tarde, distingo señales claras, de esas que suele usar Dios para reafirmar su preponderancia.
Por ejemplo, los canillitas de El Litoral gritaban en cada bocacalle que River Plate estaba en Santa Fe para jugar un amistoso con el ascendido Unión.
Por ejemplo, con mis cuatro compañeros de colegio, por primera y única vez nos prendimos de un picado improvisado en un campito a la vuelta de la plaza del Teatro.
Por ejemplo, el gordo José, mi más amigo, insistió en llegarnos hasta Sabaté Duran, para preguntar el precio de una camiseta de San Lorenzo que quería regalarle a uno de sus hermanos.
Al pasar por la vereda del Hotel Ritz notamos un revuelo poco habitual, y yo que siempre fui curioso, insistí para entrar y ver qué pasaba. Nadie se animó a acompañarme. Sólo yo, las persistentes mariposas en mi panza y mi destino.
En la barra del majestuoso hall central, sentado y abstraído del mundo estaba él. El gran Amadeo Carrizo.
Increíble, el gentío circulante no lo había reconocido y eso que muchos andaban yendo y viniendo, buscando autógrafos o fotos con la camiseta de River y el poster en la mano. Tiempo después pensé que le debía mucho a El Grafico y a Sucesos Argentinos, que me habían familiarizado con ese hombre igual a todos, pero diferente.
No va que el gran Amadeo se da vuelta y me ve mirándolo, seguramente con la boca abierta y los brazos caídos al costado del mi cuerpo, aún niño.
-Hola pibe ¿Qué haces? ¿Querés una Coca?
- ¿A mí…? Respondí levantando mi mano derecha y mirando a mis costados para confirmar que era yo el elegido.
- Sí. Venite, venite.
- ¿Es usted el arquero de River, no? Le alcancé a decir vacilante.
- ¡Aja! (largó con esa sonrisa canchera que le era tan propia) ¿Querés que te firme un autógrafo?
- Sí, claro…
- ¿Trajiste una camiseta, una pelota, o una hoja de papel?
-No. No, no…
En ese momento el mundo se me vino abajo. ¿Cómo podía ser tan pavote? Tenía al gran Amadeo a mi lado, el mismo del campeonato, el de Sucesos Argentinos, el de la radio y de El Gráfico… ¡Y no tenía nada para firmar!
Quien me iba a creer, en Elisa, que estuve una tarde tomando una Coca con el arquero más importante del fútbol nacional…mundial.
Y ahí me animé…
-¿Don Carrizo, me espera que busque una pelota para que me la firme y me la dedique?
-Dale, pero mirá que tengo sólo tiempo hasta las siete, después me tengo que ir a la cancha con mis compañeros.
-No hay problema, llego, dije al boleo, sin percatar que eran las siete menos cuarto.
Salí por las escaleras del Hotel Ritz volando, casi sin tocar peldaños. Empujé torpemente a la muchedumbre apiñada en la puerta, entre ellos a mis cuatro compañeros, que algo me dijeron al pasar, y corrí.
Corrí como loco por la vereda de San Martín hasta Salta y de ahí hasta Sabaté Duran de nuevo, la única casa de deporte que conocía.
El dinero del cine sólo me alcanzó para comprar una pelotita, de esas más chicas que las profesionales (una "número tres", como se decía en ese tiempo), toda amarilla… las roja y blanca se habían terminado entre los tatengues ascendidos y River convulsionando la ciudad.
Y, pelota en mano, volví a correr hasta el Ritz. Al pasar por la Iglesia del Carmen sonaron las campanadas de las siete de la tarde, entonces comencé a pensar que el esfuerzo había sido en vano.
Llegué al hall del Ritz y sólo estaban los empleados, ya casi no quedaba gente. El banco alto donde estaba Amadeo había vuelto a su lugar, desocupado, y en el mostrador su taza de café vacía.
Me invadió un deseo incontrolable de pegarle una patada a mi pelotita amarilla. Salí del hall masticando bronca por las escaleras. Ya en la calle, casi me atropella un auto.
-¡Pibe! (alguien me gritaba) ¡Pibe! Acá arriba…
Desde la ventana alta del frente del hotel se asomaban las manazas del gran Amadeo Carrizo, las mismas que frustraron mil intentonas de los equipos adversarios. Las manazas y su sonrisa luminosa.
-¡Pibe!... ¿Conseguiste la pelota?
Se la mostré con sonriente gesto de afirmación. Los transeúntes comenzaron a detenerse. Incluso un auto paró frente al edificio y su conductor, con camiseta de River, comenzó a gritar algo, mientras dirigía su mirada hacia el primer piso.
Sentí bocinazos. Yo estaba en otra. En las alturas.
-Tirala para acá arriba y te la firmo. Gritó Amadeo desde lo alto.
-¿La podrá agarrar? le largué… después me di cuenta.
- ¡Soy Carrizo pibe! dijo, largándose una carcajada que contagió a todo el improvisado auditorio.
-¿Y cómo te llamás? gritó, con la pelotita amarilla ya en la mano izquierda y una lapicera en la derecha.
- ¡Hugo Luis Sánchez! dije, con un nudo en la garganta y las mariposas más revolucionadas que nunca en mi panza.
Y así fue… Hoy, a más de medio siglo, cada vez que me toca acomodarme en la cabina para comentar un partido de fútbol, vuelvo a sentir una emoción inexplicable, como un mariposeo en la panza, como una intuición. Entonces pienso, disimulando alguna que otra lágrima y aclarando la voz, para evitar la cargada de mis compañeros de transmisión… pienso que sigo enamorado del fútbol.