Hay distintas versiones y definiciones de populismo. Pero si queremos saber qué es lo que significa en la Argentina, esta hora nos da la posibilidad de verlo de la manera más cruda, a través de la reacción del gobierno nacional que siguió al resultado de la gran encuesta de las Paso; el modo urgido que, en su desesperación, ha liberado su acción de las ataduras del disimulo y muestra las cosas como son.
Lo primero que salta a la vista, a la luz de los números electorales, es que el Frente de Todos ha dejado de representar mayoritariamente al pueblo que de continuo invoca como sustento de legitimidad. Lo segundo, es que, en su apuro por recapturarlo, desnuda su esperpéntica visión respecto de amplios sectores a los que supone envilecidos e intenta seducirlos con cuentas de vidrio, a la manera de Cristóbal Colón con los indios caribes a fines del siglo XV.
El envenenado sebo con el que se busca el "pique" de segmentos populares, está compuesto de medidas de urgencia que se traducen en dinero inflacionario recién impreso, lotes de bicicletas y electrodomésticos, y una enorme variedad de microdecisiones tomadas en las reuniones de un gabinete de ministros súbitamente hiperactivo, impulsado por las órdenes de Cristina. De allí comentarios como el de Máximo Kirchner, quien planteó que el presupuesto elaborado por Martín Guzmán para 2022 debe contemplar "cómo está la sociedad" y no solamente "cuentas matemáticas". O el del "Cuervo" Larroque, más tosco aún, quien reclamó al gobierno que sea menos "amarrete".
Lejos ha quedado el gobierno de "científicos" que proclamara Alberto Fernández en su primer discurso ante la asamblea legislativa, junto a una Cristina Kirchner que lo miraba de cerca con gesto agrio. Ahora Máximo, como portavoz de su madre, rubrica el abandono de aquella expresión vacía de contenido a través de la presión ejercida sobre el ministro de Economía para que deje de lado la matemática -que es, en términos objetivos, lo más próximo a la verdad- y reparta sin miramientos dinero sin respaldo. Chau ciencia, es hora de quimeras.
Pero la realidad no perdona artilugios y falsías, aunque éstos puedan retardar la manifestación del consiguiente e inevitable fenómeno en la escena pública. Al cabo, la acumulación de errores, desviaciones y mentiras hará eclosión. Y la sociedad argentina volverá a sufrir una conmoción mayor.
Si la triste situación de la Argentina, fruto de los errores y parches de décadas, se solucionara con sólo atender lo que la gente manifiesta necesitar, viviríamos en otro mundo. Y tampoco se arreglaría, porque las necesidades se reproducen como conejos y las soluciones generan nuevas demandas. En tanto mejoran económicamente, las sociedades experimentan nuevas insatisfacciones e incrementan sus demandas. Por eso es necesaria la política, que debe integrar los reclamos sectoriales en un plano de análisis mayor, donde se jerarquicen los problemas, se piense en el largo plazo, se equilibren intereses contrapuestos, se administren los conflictos, se promuevan iniciativas superadoras de atavismo tóxicos, se revisen inercias que complican la toma de decisiones, se privilegien las soluciones integrales, se construyan políticas de Estado que irradien seguridad y previsibilidad sobre la ciudadanía. En suma, que se vaya más allá de la urgencia y la inmediatez como condicionantes de decisiones que suelen crear más problemas que soluciones.
El dogma kirchnerista contra la simple enunciación de una política que ajuste las cuentas en rojo del Estado, cuya cronicidad nos priva del crédito internacional y activa sin solución de continuidad las máquinas impresoras de dinero espurio, es un absurdo colosal. Significa que se privilegia el desajuste, el desarreglo, la desorganización que nos condenan al eterno fracaso, pariente conceptual del mito del eterno retorno, propio, según Mircea Eliade, de las sociedades arcaicas. Damos vueltas y vueltas y siempre terminamos en el mismo lugar. El problema es que cada vez somos más, y el número potencia los efectos destructivos del reiterado fracaso.
En el afán inconducente de pialar el tiempo para inmovilizarlo, el kirchnerismo ancla tarifas y precios, y multiplica cepos, pero ningún tiento puede soportar por mucho tiempo los tirones de la realidad que vivimos a diario. A nadie se le ocurriría practicar un sistemático desajuste de las cuentas de su hogar, porque sabe que se quedaría sin techo. Sólo el delirio puede alentar políticas que desalientan la producción más genuina de la Argentina con paridades cambiarias artificiales y altas retenciones tributarias que reducen a unos 70 pesos el valor del dólar agrícola recibido por los productores, mientras otros dos tipos de dólares legales, el MEP y el CCL, alcanzan al momento de escribir esta columna, los 177 pesos por dólar (aunque, antes de terminar la nota salen nuevas medidas de la CNV que dificultan su compra con nuevos torniquetes). El abismo entre quienes, protagonistas de la economía real, perciben un valor azotado por la política gubernamental, y quienes, en el mercado financiero obtienen por el mismo billete verde 107 pesos más por cada unidad, es una afrenta al sentido común y una traba importante para el logro de una mayor producción, absolutamente factible con los estímulos necesarios.
El manejo arbitrario de costos y precios desde un escritorio público cargado de ideología, que ve en un empresario a un ser insaciable de ganancias, que con su actitud conspira contra la estabilidad del mercado y, por ende, contra la paz social, es un cliché demasiado trillado, cuya machacante utilización ha sido eficaz para destruir la economía. Que hay empresarios de conductas objetables es una verdad de Perogrullo. Lo mismo puede decirse de sindicalistas, dirigentes sociales, políticos, jueces, profesionales… y sigue la lista. Pero la incontrastable evidencia de que existen personas insaciables y proclives a las conductas ilícitas, dista de tener el volumen y la consistencia de una ley general. A conductas torcidas debería corresponder una Justicia recta, capaz de enderezar comportamientos reprochables. Pero para que las cosas funcionen de esa manera, como lo prevén las instituciones, la ley debería respetarse. Y este es el gran problema, porque el primero en transgredirla, forzarla, manipularla, es el gobierno que juró honrarla.
La causa profunda de estos epifenómenos es un Estado que gira en rojo, que promueve el dislate del desajuste como si se tratara de un dogma de la Iglesia, que para tapar agujeros fiscales genera enormes boquetes en la economía privada, que transita su ciclo constitucional con manotazos de ahogado e inexplicables barquinazos; que en su comportamiento esquizoide agravia a diversos sectores y, a la vez, los convoca a la unión nacional; que transmite inseguridad y produce desconfianza al por mayor. Es el mismo gobierno que sostiene que el gasto público es inflexible a la baja, cuando todos los que hemos seguido la evolución del Estado sabemos de la injustificada multiplicación de su estructura, el mantenimiento de oficinas ociosas, algunas con funciones extintas, los gastos dispendiosos cargados a la cuenta del Estado; y la copiosa distribución de dinero público a organizaciones sin personería jurídica ni una fundada razón de ser, más que la de agrupar a militantes todoterreno, útiles para acciones confrontativas.
Tan carente de fundamentos es la afirmación de la inflexibilidad del gasto, que los datos de su evolución indican que cuanto más creció el sector público, más pobre e inoperante se volvió la Argentina.