Llegaron al mismo tiempo...
Por aquel entonces, Santa Fe no era justamente destino habitual de extranjeros y ellos, de la nada, aparecieron en nuestra zona de influencia, nuestra zona de trabajo, de interés, de alcance.
Llegaron al mismo tiempo...
La familia Kim Young y la caravana del New York Circus llegaron y se instalaron en la zona del Puerto en primavera, a mediados de los años 30.
Los unos sigilosos, tratando de pasar inadvertidos; los otros escandalosos, haciendo lo imposible para que Santa Fe note su presencia policromática.
Ellos venían de Wonsan, por entonces la ciudad más pobre de la exótica Corea. El fin del mundo, un lugar sólo ubicable en el Atlas Geográfico Salvat, azorado por la hambruna de post guerra.
Los cirqueros, de interminables giras por barriadas pobres de Latinoamérica en tiempos de dictaduras en ascenso.
Por aquel entonces, Santa Fe no era justamente destino habitual de extranjeros y ellos, de la nada, aparecieron en nuestra zona de influencia, nuestra zona de trabajo, de interés, de alcance.
Nosotros éramos cuatro curiosos adolescentes, en último año de bachillerato, que habíamos sido compelidos a optar por una práctica preparatoria de la vida laboral que todos desechaban: periodistas escolares.
Supusimos que semejante flujo de gente exótica había llegado a Santa Fe por designio divino, pero el tiempo se iba a encargar de contradecir esa idea.
El New York Circus consignaba a quien quería escuchar -y a los que no también- que venían de una exitosísima gira mundial, y que habían incorporado a su espectáculo los mejores acróbatas, los más divertidos payasos, las bailarinas más hermosas y los animales más feroces de junglas misteriosas.
¡Engaños publicitarios!
El viernes del estreno, llegamos los cuatro bien peinados y vestidos para misa; la carpa, las luces, los enseres, no daban para el asombro.
Nos acomodamos en tambaleantes sillas tijeras de madera blanca, de esas que se usaban en los bares del centro, plantadas sin rigor en el mismo piso de tierra apisonada donde hace unos días jugábamos a la pelota.
Por decepción o crueldad, decidimos que nuestra crónica sea mordaz.
La carpa: repleta de remiendos, algunos de ellos con filtraciones de luz de luna, telones gastados de terciopelo rojo, que mal presumían un entorno monárquico.
Los artistas internacionales: payasos tambaleantes, vestidos con ropas de calle apenas ornamentadas con parches de colores vivos; acróbatas con kilos de más que festejaban sus trucos con exagerada vehemencia; tres o cuatro bailarinas cansadas de la venta de golosinas y globos.
Los salvajes animales: un par de leones flacos y aburridos, tres monos fastidiosos y un burro que el payaso enano, insistía en presentar como un gran matemático; pero que, evidentemente, se encontraba afectado por el ajetreo de semejante viaje.
Y el rechoncho presentador, cobrador de boletería, domador e indiscutible dueño; orgulloso de sus largos y enrulados bigotes blancos, empeñado en destacar como un valor extraordinario, un cierto acento extranjero adornado con un arrastre silábico inentendible.
Para coronar la jornada, a la salida de la bucólica función nos topamos por primera vez con los coreanos. Padre, madre, hija de nuestra edad, un pequeño de unos diez años y bebé en brazos del estricto señor Kim Young Jae.
Miraban desde la vereda del Puerto, en actitud de sopesar el costo del ingreso.
Nosotros sabíamos de la familia por chimentos del barrio pero, lo cierto es que sólo lo habíamos visto a él pasar en bicicleta una que otra vez en dirección al Mercado Central. Se comentaba que trabajaba en una pescadería.
Los días siguientes, envalentonados por nuestro cometido, intentamos avanzar un paso más en la cobertura periodística. Nos propusimos entrevistar a los artistas y a algunos de los integrantes de la familia coreana. Planeábamos cotejar sus historias.
Tuvimos poco éxito. Sólo unas palabras apuradas del dueño del circo, al subir al carruaje propalador y algunos monosílabos de la madre coreana. Pero qué importaba, al fin y al cabo las notas periodísticas son parientes cercanos de la literatura y la literatura es fantasía.
Inventamos dos entrevistas fascinantes y hasta bautizamos a ambos entrevistados. Para nuestros lectores fueron: la señora Yun Li y Míster York.
El martes una noticia sacudió la ciudad, y naturalmente nosotros debíamos cubrirla. Tres vecinos de Barrio Sur denunciaron la desaparición de sus perros. La sospecha recayó en la intendencia que, varios meses antes, había prometido clausurar los safaris urbanos de la perrera, pero…
Pero no, pudimos comprobar que el carromato jaula seguía parado y desarmado en los talleres municipales.
La calle se cubrió de imágenes dibujadas a lápiz de las tres mascotas requeridas, destacando recompensas a cargo de sus afligidos propietarios.
Varios días y nada.
El lunes siguiente comenzó a circular un rumor. En la panadería de los Méndez habrían desaparecido cuatro gatos de angora, propiedad de las hermanas solteronas.
A medio terminar nuestra nueva nota de la desaparición animal, se presentó el hermano menor del profesor Díaz Duarte denunciando la inexplicable ausencia de sus siete conejos blancos, pronto a ser premiados en la exposición rural.
Ya era demasiado.
Los vecinos, encabezados por el tano Gatti, eterno aspirante político, decidieron tomar cartas en el asunto. Doña Marta, su esposa, escribió un comunicado y nos pidió que desde el periódico escolar ayudemos a difundirlo.
Se recomendaba cuidar a las mascotas sin dejarlas sueltas por las calles, dar aviso si los animalitos aparecían y reunirse el jueves próximos en el Club del Orden a las 19 hs.
Llegó el jueves sin reencuentros ni nuevas ausencias. Una treintena de vecinos se juntó en el salón.
Y fue entonces que don Renzo Gatti en riguroso cocoliche clavó una estaca en forma de frase, cuyas consecuencias a nosotros, cuatro adolescentes curiosos, nos marcó para siempre.
-Alguien me dijo que los coreanos acostumbran comer animales domésticos.
La concurrencia hizo silencio. Pensamos que por repudio a los dichos, pero pronto nos dimos cuenta de que se trataba de xenofobia; una toxina silenciosa que comenzaba a anidar en la clase media argentina.
Una voz en la multitud sugirió ir hasta la casa, a pedir explicación.
Todos fueron, y nosotros también.
Sólo salió él. Él, que poco entendía castellano pero era experto lector de miradas con odio.
Antes del amanecer Kim Young Jae, cruzó a la casa de Don Antonio, él único vecino con que se relacionaba; dejó en el umbral la bicicleta que le había prestado y en el manubrio, a manera de agradecimiento, cinco grullas de papel.
La familia coreana, caminó con sus petates hasta la estación de colectivos y tomaron el de las nueve a Buenos Aires para nunca más volver.
Curiosamente el New York Circus también decidió levantar su campamento ese mismo día viernes.
Nosotros quedamos con la historia inconclusa. O así lo supusimos.
El fin de semana los cuatro volvimos a la zona del puerto y caminamos el terreno baldío que, desde la apresurada partida del Circo, había vuelto a convertirse en canchita de fútbol.
Entre el arco del oeste y la caña tacuara brotada que marcaba el córner, una gran montaña de basura.
Nos acercamos a curiosear. Asomaba una bolsa de arpillera repleta de papeles de publicidad; por algún motivo inexplicable se me ocurrió revolverla.
Y ahí surgió, la imagen que como segunda estaca se clavó para siempre en mi conciencia. Tres cabezas de perros en descomposición, otras tantas de gatos y girones de cuero blanco de conejos de exposición.
Llegué a casa conmovido, directo a contarle el hallazgo a mi padre. De él escuché la tercera y concluyente estaca lapidaria.
-¡Alimento de leones!
* En base al cuento Borrosos Recuerdos del Circo Coreano, del libro "La ciudad está viva y rezonga".
Nos acomodamos en tambaleantes sillas tijeras de madera blanca, de esas que se usaban en los bares del centro, plantadas sin rigor en el mismo piso de tierra apisonada donde hace unos días jugábamos a la pelota.
Para coronar la jornada, a la salida de la bucólica función nos topamos por primera vez con los coreanos. Padre, madre, hija de nuestra edad, un pequeño de unos diez años y bebé en brazos del estricto señor Kim Young Jae.