La habitación era sencilla y acogedora. Había unos pocos muebles. Apenas un par de sillas, una mesa fuerte de ciprés, con varios libros apilados encima, y una salamandra donde los leños chisporroteaban su ardor. Sobre la inmaculada pared estaba apoyado un rústico y gastado sillón carmesí. No había cuadros, salvo un texto enmarcado que rezaba: "Alma mía, en Dios solamente reposa, porque él es mi esperanza". En un rincón, sobre una columna de madera, se ubicaba la imagen de la Virgen con el niño Jesús.
El clérigo, un hombre maduro y amable, que visitaba la capilla del poblado mensualmente para dar misa y brindar asistencia espiritual a los feligreses, la observaba con cautela, midiendo cada frase que ella pronunciaba, atento a cada gesto, temiendo que la escena se desarmara en un instante y esa mujer rompiera su dolor sobre el piso humilde de la dependencia parroquial. Ella tomó un sorbo de agua y prosiguió su relato:
- Su mamá había muerto cuando era chico y su padre trabajaba la tierra de sol a sol y de noche tomaba hasta perder la razón. Se crio solo. Casi no fue a la escuela. Aprendió a leer y escribir alguito. A él no le interesaban esas cosas. Pensaba que lo importante residía en tener un par de brazos fuertes y ganas de progresar. Era bruto, pero en el fondo, también bueno. Nos conocimos en el cumpleaños de una amiga. Los unía un parentesco y él venía los fines de semana y se alojaba en su casa. Estaba sentado con otros muchachos, serio y callado, y a veces me miraba. Yo, mareada por la cerveza, me daba cuenta igual. Y cuando me siguió al baño y me dio un beso, me gustó. Tenía un aire atrevido (una mueca, similar a una sonrisa, le arqueó levemente los labios). No daba muchas vueltas cuando quería algo… Decía las cosas de sopetón y no pedía, mandaba nomás. Un día me anunció: te vas conmigo al campo. Mi panza delataba un embarazo de cuatro meses y a mis viejos le pareció bien que hiciera mi vida. Yo siempre había estado en el pueblo y la idea de irme lejos me asustaba. Viajamos tres horas por esos caminos maltrechos, y la camioneta, medio destartalada, daba unos saltos que me revolvía las tripas.
La mujer hizo una pausa breve, como si quisiera dejar escapar las imágenes, pero teniendo el valor de recordarlas, de sujetar con los dedos los momentos que anticipaban la desdicha que la consumía. Afuera, el invierno se apoderaba de los cerros y de los rumbos, vistiendo todo de nieve y de escarcha. Lloviznaba tenuemente, y la mañana tenía una tristeza de bosques pétreos y lágrimas de sal.
- Cuando llegamos, los perros ladraban como locos y las ovejas estaban en el corral. Lo primero que hizo fue abrir el establo para soltar los caballos. Cuidaba mucho a sus animales, supongo que con tanta soledad se sentía acompañado por ellos. Vi que el lugar necesitaba reparaciones y él me advirtió que había mucho para hacer. Miré a mí alrededor. Pensé que debía haber viento bravo en esa zona, porque los álamos estaban encorvados hacia un lado. La cabaña construida con madera, parecía tosca pero firme, y eso me dejó tranquila. Atrás había una especie de invernáculo con el nylon todo roto y también un gallinero. Después estaba el llano repleto de esos arbustos pinchudos y las montañas con algunos árboles achaparrados. Con el tiempo me fui acomodando. Yo me la pasaba arreglando la casa y él afuera, cortando leña y vigilando el pastoreo. Pero cuando llovía se tenía que quedar y andaba alunado. Estar enjaulado lo ponía de malhumor. En invierno llueve mucho…
Las manos le sudaban y ella las estrujaba contra el pantalón azul. La voz fluía débil en sus labios trémulos.
- Mi vientre crecía y cerca del parto le avisé que me tenía que llevar al pueblo. Lo hizo sin chistar porque aunque había ayudado a varias vacas a parir, la cosa se podía complicar. En el hospital lo tuve al Brunito. El nombre se lo puso él, por su abuelo que había muerto arreando una tropilla durante una fuerte nevada. Yo estaba contenta, pero enseguida presentí que algo no marchaba bien con el bebé. Lo mantuvieron internado para hacer unos estudios. Me fui para la casa de mis viejos y él, al campo; pero al mes regresó y me dijo que teníamos que seguir adelante. Entonces, le expliqué al doctor eso, me dio un montón de recomendaciones y a pesar de su salud delicada, me llevé la criatura.
El sacerdote escuchaba, sin interrumpir, mientras analizaba el semblante de la mujer. Conservaba signos de juventud pero la vida la había curtido y se apreciaba en la piel y las facciones duras. No era linda pero los ojos grandes, la boca generosa y el pelo castaño rizado le aportaban cierta gracia natural.
- Nada fue igual. El Brunito solía tener fiebre, y para bajarla, yo lo bañaba. También lloraba mucho, pero no como los otros chicos… tenía un llanto ahogado y eso, a él, le ponía los pelos de punta. Decía que no había nacido normal y que en la naturaleza, las crías defectuosas, los flojos, no sobrevivían. Se puso hosco, hablaba poco y solo se acercaba a la casa de noche, para comer y echarse a dormir. Así estuvimos varios meses.
Levantó la vista y dijo con honestidad:
- Yo siempre tuve olfato de bruja, ¿vio? Cuando sospechaba algo, la pegaba. Intuición, no sé… Esa mañana sentí en el pecho un augurio de espanto. Me levanté y puse la pava en el brasero. Él había madrugado, como de costumbre, y después de soltar el ganado entró a tomar unos mates. El bebé tenía temperatura y respiraba mal. De a ratos lloriqueaba y yo lo hamacaba para calmarlo, pero no conseguía mucho. Tal vez hay que llevarlo al hospital, comenté nerviosa. Se levantó de repente, me sacó al Brunito de los brazos, y golpeó su espaldita contra la pierna flexionada. Sentí crujir su cuerpito de algodón y un gemido seco. Después nada más. ¡No podía creer esa reacción tan brutal!... ¡Sos una bestia! le grité y agarré a mi hijo. Lo miré fijo y encontré un desierto inmenso, ¿sabe? No había arrepentimiento, ni culpa, solo un brillo atroz en las pupilas. Me fui con el bulto acurrucado contra mí, tratando de calentar su carita que se iba enfriando. Caminé mucho, horas… hasta que un auto paró. Cuando la policía llegó, ya no lo encontró. No supe más de él.
Un temblor delató, en su apariencia serena, la ansiedad y la congoja.
- A veces siento que el rencor me muerde las vísceras padre, no lo puedo perdonar.
Pocas veces el cura se quedaba sin palabras, sin embargo adivinaba que ninguna expresión, por santa que fuera, lograría mitigar la angustia contenida en ese corazón. La invitó a rezar. Ella permaneció sentada, vencida, con la mirada vacía. Al comenzar el Padrenuestro, entornó los párpados para guardar su pena.