Sábado 13.8.2022
/Última actualización 5:30
Amo el invierno, con sus mañanas grises y glaciales al abrigo del fuego de la estufa siempre encendida, disfrutando del mate mientras hago mil cosas. Es una época donde me invade un blanco mutismo y me interno en los pasajes más profundos de mi espíritu. En esa soledad de hielo mi sensibilidad explora nuevos caminos orillando la espuma del recuerdo. Los dibuja en el rocío del follaje, en la línea circular de los helechos, en las estrías de mis manos donde lo natural y lo humano deshilvanan sus misterios. Mi aura se funde a la suave ubicuidad del viento que profana los pétalos de manzanillas y el canto alborotado de los pájaros, y absorbe el aroma perfecto de la salvia y la gracia desprolija del enebro.
Es una estación húmeda donde escucho los secretos que la lluvia le murmura al techo por las noches, adivino los arcanos escondidos tras los contornos borrosos de los nimbos, la geografía cifrada de los árboles… La melancolía me invita a mirar a mi alma a los ojos y decirle dulcemente esas verdades que duelen un poco o quizás demasiado. La consuelo con abrazos de niña y la dejo llorar su pena. Me torno huraña y taciturna para acompañarla con mi cuerpo.
Los poemas quedan escarchados entre mi piel y mis huesos, flotando exánimes en mi plasma sin poder encontrar su sentido. Las únicas voces que me permito son las mías, las inmediatas y las interiores, después prefiero evitar el canibalismo del verbo que rompe el cántaro sagrado del silencio. Algo adentro mío muere, es cierto. Alguna ilusión se apaga y me desorienta. Y sin embargo, en ese cúmulo deshecho de hojas que agonizan y afectos empañados, vuelvo a nacer, desnuda y sangrante para derramarme en certezas y esperanzas.
Entonces salgo de mi ensimismamiento para hablar con Ella. Y su voz tiene los ecos de la infancia lejana, de las confidencias adolescentes, y los primeros amores. Una hebra de luz corrompe los escombros con solo sentir que ella esta pensando en mí, desde su mundo tan diferente, desde su corazón tan afín. La calidez de la nostalgia me zumba en los oídos y deja murmullos de miel silvestre y complicidades benditas. Agradezco tener esa hermana, amiga, compinche, que no me abandona, que me cuenta su cotidianeidad, y comparte conmigo sus lágrimas, sus cansancios, sus desencantos y sus risas. Esa cordialidad sencilla quebranta mi hermetismo. Emociones intensas burbujean en mi garganta un júbilo sereno al confirmar que quien te quiere no desaparece ni con la ausencia ni con la distancia y que el cariño brindado jamás es tiempo perdido.
Durante semanas me sentí seca, como si la fina arena del desierto sepultara mis anhelos y clamores pero ese instante, esa cercanía con ella, resucita mi fe.
Y mientras espero que despierten las palabras, que están acurrucadas en la oscura matriz de la memoria, como refugiadas sin hogar y sin destino, un níveo talco espolvorea los últimos estigmas de mis sombras y llena ese amanecer interior de dulces profecías. Un delirio santo late en mi pecho y mis labios musitan quedamente un ruego inesperado, un indicio de amor. Y vuelvo a la vida.