Viernes 1.12.2023
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Finalmente se murió. Fiel a su estilo, se tomó su tiempo y esperó cumplir cien años. Un periodista dijo en su momento que era inmortal. Con el realismo que lo distinguía, tengo derecho a especular que la afirmación debe de haber arrancado una sonrisa irónica en un hombre que cuidaba hasta en los detalles las expresiones de su rostro. Se llamaba Henry Kissinger, pero como para advertir acerca de la importancia que le daba a los detalles, informo que su nombre no era Henry. Fue el más grande diplomático de Estados Unidos, aunque había nacido en Alemania y era judío, condición que nunca ocultó pero tampoco exhibió. En una reunión con Golda Meier le dijo: soy en primer lugar diplomático norteamericano; en segundo lugar, ciudadano norteamericano; y en tercer lugar, judío. Golda le respondió con el humor que la distinguía: "Me encanta, porque en Israel leemos de derecha a izquierda, motivo por el cual le digo: bienvenido a Israel, paisano". Dicen los testigos que en esa ocasión su sonrisa fue un poco más amplia. Un poco, no mucho. Claro que era judío. Catorce familiares suyos fueron asesinados por los nazis. Su familia impidió ese desenlace huyendo de Alemania antes de que fuera demasiado tarde. De todas maneras, hay que tomar en serio lo que le dijo en una célebre entrevista a Oriana Fallaci: "Lo que yo soy y lo que yo pienso en mi intimidad, nunca lo diré y nadie lo sabrá".
A mediados de los años sesenta, Fidel Castro dijo que Kissinger era temible por su ideología reaccionaria y su poderosa inteligencia. De su ideología ya voy a hablar, pero me importa detenerme en ese reconocimiento a favor de la inteligencia que le hace esa maquinaria de ejercer el poder sin límites que fue Fidel. Que Kissinger era inteligente no hay ninguna duda: lo testimonia su obra diplomática y sus libros escritos. Pero fue él mismo el que admitió que para ser un hombre de Estado la inteligencia es necesaria pero no alcanzaba. Entonces menciona los otros requisitos que se necesitan para lidiar con el poder: voluntad, convicciones y decisión. Y está claro que a esos atributos él los cultivó y los llevó a la práctica con la inspiración de un artista y la ausencia de culpas o remordimientos de un psicópata. El periodista francés Jean Daniel cuenta una reunión que sostuvieron Raymond Aron y Kissinger en París. Tema: la guerra en Vietnam. Conversan acerca de las posibilidades de la paz. Y se mencionan los bombardeos yanquis en Camboya con su secuela de miles de muertos. Aron comenta: "Yo después de dar una orden de ese tipo, no podría dormir a la noche". Y la respuesta de Henry: "Por eso, mi estimado Aron, a usted jamás le encargaríamos esa tarea". No obstante, en 1973 le otorgaron el Premio Nobel de la Paz, una de esas ironías que a Dios, el destino o los juegos del poder, les gusta practicar de vez en cuando. El jefe vietnamita, Le Duc Tho, lo acompañó en la distinción, pero luego renunció a él. Kissinger no lo hizo. Consideraba que lo merecía más allá de que en los últimos años dirigentes de izquierda reclamaban a la academia sueca que se lo retiraran por su condición de criminal de guerra. A decir verdad, el hombre se salió con la suya. Vivió un siglo, fue consultado por los grandes estadistas de su tiempo casi hasta el final y murió en la cama.
No exageran los que dicen que elaboró las políticas exteriores norteamericanas de los últimos sesenta años y contribuyó, para bien o para mal, a diseñar el actual orden internacional. Decía no interesarse por Maquiavelo, pero fue el clásico asesor del príncipe. El hombre que le susurraba al presidente de turno lo que se debía hacer y en más de un caso se ofrecía hacerlo. "El filo de su inteligencia recordaba la de un jugador de ajedrez", escribió Fallaci. Nunca se apresuraba, pero nunca vacilaba a la hora de decidir. Su influencia sobre Richard Nixon era absoluta. Al punto que llegó a decirse en tono de broma que la muerte de Kissinger sería un verdadero inconveniente porque a Nixon no le quedaría otra alternativa que asumir la presidencia. Le tocó lidiar en los tiempos de la Guerra Fría y desde su condición de norteamericano fue un anticomunista convencido. Todos los recursos para lograr esos objetivos fueron válidos: la intriga, el soborno, la violencia, pero también los acuerdos. Así lo hizo con Leonid Brézhnev, con Mao Tse-tung y Chou En-lai, o con Ho Chi Minh. Según su criterio, todo estaba permitido, pero había que saber hacerlo. Registró la disidencia entre China y la Unión Soviética, y no vaciló en viajar a Pekín e iniciar la diplomacia del ping-pong. El mundo quedó asombrado. Y los rusos estupefactos. Como se dice en estos casos: no la vieron venir. No sé si consideraba a América Latina como su patio trasero, pero más de una vez actuó como si lo fuera. Por lo menos así lo hizo en Chile con Salvador Allende y en la Argentina con Jorge Videla. A los militares argentinos les aconsejó en materia de represión que hicieran lo que debían hacer, pero que lo hicieran rápido y bien. Lo hicieron, pero no lo hicieron rápido y bien. Respecto de Chile, no disimuló su opinión. "No vamos a permitir que Chile se haga comunista por culpa de los irresponsables votantes chilenos". Sin palabras. No está probado que haya sido el ideólogo del Plan Cóndor, pero seguramente estaba al tanto de la faena. Acerca de sus decisiones podemos tener la opinión A, B o C, pero más allá de esas legítimas críticas, importa saber que sus decisiones, es decir, las decisiones de la primera potencia mundial, no fueron extravagantes o insólitas. ¿O acaso los dirigentes de la Unidad Popular no sabían que Estados Unidos iba a hacer lo posible y lo imposible para que su objetivo de un Chile comunista no se cumpla?
No fue un pragmático, como le imputan con cierta ligereza algunos biógrafos. Sus tácticas podían ser variables, pero su estrategia fue siempre la misma: la defensa de Estados Unidos y del denominado mundo libre. Siempre dijo admirar a Klemens von Metternicht, el arquitecto de la Santa Alianza luego de la derrota de Napoleón Bonaparte, pero su modelo de orden internacional, el modelo en el que había que inspirarse, era el de la Paz de Westfalia de 1648. En varios de sus excelentes libros se refiere a Westfalia, a ese primer diseño de un acuerdo entre estados nacionales más allá de sus diferencias políticas y religiosas. Fue, ya lo dije, un anticomunista convencido, pero ello no le impedía conversar con ellos, sacarse fotos sonrientes y arribar a acuerdos posibles, provisorios pero confiables. Desde ese lugar asesoró a presidentes demócratas y republicanos. Y los mismos objetivos los reiteró en conferencias y libros escritos con la escrupulosidad de un académico que nunca dejó de ser. Envejecía, pero su inteligencia no. Sus últimas preocupaciones eran los acuerdos entre Estados Unidos y China, las acechanzas de una guerra a la que calificó como "un suicidio planetario", los riesgos y oportunidades de la Inteligencia Artificial y los peligros de Vladímir Putin, aunque, al respecto, siempre dijo que a último momento "Rusia juega a favor del mundo libre": así lo hizo contra Napoleón y así lo hizo contra Adolf Hitler. Algo se sabe de su vida privada, pero no mucho. Estuvo casado y se divorció. Dos hijos. Con todos mantuvo relaciones fieles a su estilo: correctas, educadas, pero inescrutables. Alguna vez fue considerado un galán por el que suspiraban las más bellas mujeres del mundo. Algunos motivos dio para obtener ese galardón, pero no abundó en detalles. De todos modos, durante medio siglo fue uno de los personajes más populares y respetados de Estados Unidos. Los poderosos lo aconsejaban y la gente sencilla, si podía acercarse a él, le pedía un autógrafo. Alguna vez le preguntaron si tenía alguna explicación acerca de esa inesperada fama para un hombre que siempre prefirió desenvolverse en las penumbras y decidido a que su mano derecha nunca sepa lo que hace su mano izquierda. Su respuesta fue breve, pero digna de Clint Eastwood: "Los norteamericanos admiran al hombre solitario que actúa y lo hace bien. Para ellos soy algo así como un cowboy, ese vaquero que llega desde el desierto solo, a caballo, entra al salón, no saluda a nadie y se toma un trago. Habla poco, pero sabe lo que tiene que hacer. Y cuando lo hace, se va con su caballo sin dar explicaciones y su figura se pierde en el horizonte".