por Rogelio Alaniz
“Nosotros nos hacemos cargo de todo”, les dice Eduardo a los paisanos. Y no habla por hablar. Se hacen cargo y se las aguantan. Los tres hermanos y Héctor Papaleo marchan hacia el monte con armas y provisiones. No se entregan. Van a resistir pero su objetivo es llegar a Uruguay. No es sencillo. Hay que atravesar montes, ríos, cañadas y arroyos, algunos poblados de yacarés. Confían en su estrella, pero sobre todo confían en su coraje y en su puntería certera.
Sus enemigos son poderosos. Y muchos. Los quieren vivos o muertos. No se puede permitir que se hayan alzado en armas. El gobierno se va a movilizar por cielo, tierra y agua. Sabe que los Kennedy son bravos, que no erran tiro, que al monte lo conocen tanto que se pueden orientar con los ojos cerrados, que montan el caballo como baqueanos y que disponen de amigos decididos a protegerlos. Atahualpa Yupanqui muchos años después recordará que los Kennedy eran capaces de lanzarse al vacío montados en el caballo y caer al río sin perder la línea. No faltaba a la verdad.
Ahora se internan en la espesura y esperan. Más de cien hombres los persiguen. No son nenes de pecho; se trata de milicos guapos, con experiencia en perseguir cuatreros y maleantes, buenos con el revólver y el cuchillo. Los Kennedy no tienen ninguna posibilidad, piensan. Pronto comienza la balacera. Se dice que en la espesura del monte casi no entra la luz del sol, por lo que los hombres se movilizan casi a oscuras. Ciento veinte hombres contra tres o cuatro. No tienen escapatoria. Sin embargo se van a escapar. Y no sólo se van a escapar, sino que quienes van a retroceder serán los milicos.
La denominada batalla del Monte Quebrachal ofrecerá un resultado asombroso. El escritor oriental Yamandú Rodríguez lo expresará con su habitual elocuencia: “Ni un ademán excesivo. Ni una palabra de más. Ni un disparo inútil. Ponen para morir la misma dignidad con que vivieron. No combaten al dictador sino a la dictadura”. Según la información disponible, los policías dispararon más de doscientos tiros, pero ninguno dio en el blanco. Del otro lado, los Kennedy se limitaron a disparar siete veces y seis milicos murieron, cinco con el ya clásico tiro en la frente; y el sexto con dos disparos mortales en el cuerpo. Siete tiros y seis muertos. Es demasiado. Los milicos son guapos pero no suicidas. Y mucho menos tontos. Retroceden. Son muchas bajas en tan poco tiempo. Las balas llegan certeras. Muchos ya conocen la fama de los Kennedy: “El que se enfrenta a ellos, muere”. Y la frase no exagera.
Los Kennedy aprovechan para perderse entre la espesura buscando la provincia de Corrientes donde tienen contactos para continuar huyendo. El gobierno nacional moviliza aviones que bombardean el monte, lanchas con policías armados hasta los dientes que recorren los arroyos y soldados del 10º Regimiento de Infantería orientados por baqueanos. Los Kennedy logran burlar los controles. Caminan de noche y algunas veces se refugian en ranchos de amigos que les abren las puertas. “Tenemos amigos, ellos, sirvientes”, dijeron. Pasan por arroyo Tacuaras, Yacaré, Paso de Cejas, el Huaiquiraró. A veces en canoas, a veces a nado. Arriesgando siempre. No es un paseo. Alimañas, víboras, mosquitos. Cargan con armas, balas y provisiones. Eduardo pisa mal y se lesiona el pie. No dice una palabra. Lleva más de cuarenta kilos, pero calla. El dolor es intenso y persistente, pero no se queja. Cada pisada es un martirio, pero no se queja. Sus hermanos se van a enterar mucho más tarde de que estaba seriamente lesionado.
En la estancia La Amalia descansan algunas horas. Allí vive su hermana Amanda casada con don Florencio Crespo. Un paisano luego los refugia en su rancho. La condición es que si los policías llegan se entreguen sin resistir, porque en la casa hay mujeres y niños. Los Kennedy dan su palabra de honor que cumplirán con lo pactado. Y la palabra de ellos vale más que una firma.
Ya en Corrientes se van a refugiar en la estancia Los Algarrobos, cuyo dueño es Sebastián Etchevehere casado con Amparo Kennedy. El comisario de la zona se entera de que están allí y sale a buscarlos. Amparo los espera en un claro del monte. Conversan. El comisario en cierto momento le dice que son catorce hombres decididos a prenderlos. La respuesta de Amparo no se hace esperar. “No alcanza comisario; con catorce hombres no tiene ni para empezar; vaya, busque más hombres y más ametralladoras y vuelva”. No vuelve.
Los Kennedy llegan a Monte Caseros. Allí otro amigo los traslada hasta la frontera con Uruguay en un Chevrolet modelo 28. El 16 de febrero de 1932 están en tierra oriental. Más de un mes duró la travesía, pero escaparon. Dejan de ser historia para transformarse en leyenda. Poetas, payadores y cantores evocarán sus hazañas. El gobierno militar no puede disimular su impotencia y fastidio. Escaparon.
La historia que sigue no es tan heroica. Los Kennedy se jugaron por lo que creyeron era justo, pero no todos los radicales están de acuerdo con ellos. Poco importa que además de jugarse la vida hayan perdido sus campos y sus bienes. O que un año después Mario Kennedy haya estado junto con Arturo Jauretche en Paso de los Libres. La lucha interna en el radicalismo es impiadosa. Paradojas de la política. Cuando regresen a la Argentina unos años después, quien les advierte que un puñado de radicales los esperan para liquidarlos es el presidente Roberto Ortiz, antipersonalista y de alguna manera personero del régimen que ellos combatieron. “Yo quizás soy más radical que ustedes -les dice Ortiz-, pero no puedo permitir que se perpetre una infamia como la que se trama contra ustedes”. Eluden la emboscada, pero su relación con el partido se hace cada vez más difícil, entre otras cosas porque ellos mismos no son de arrear fácil.
Mario se instala en Corrientes, Roberto regresará a La Paz y Eduardo se quedará en Buenos Aires. El tiempo los irá tragando. Tuvieron su momento de gloria y se retiraron enteros del escenario. Enteros y pobres. Para los honores oficiales pasará mucho tiempo. Recién en estos últimos quince años llegaron los reconocimientos. Hoy la ruta de ingreso a La Paz lleva su nombre, resolución aprobada por el Concejo Deliberante de la ciudad el 23 de septiembre de 2009. A la biografía de Yamandú Rodríguez se sumaron las investigaciones de Daniel González Rebolledo y Roberto Cesario, pero hay más escritos. Cantatas, poemas y obras de teatro evocan sus hazañas. También hay un homenaje a los policías muertos, homenaje que los familiares de los Kennedy admitieron. “En honor a los caídos en la defensa del deber”, dice la placa.
Uno de sus nietos recordará muchos años después el tiempo en que vivieron en Montevideo y Brasil. También hablará de una entrevista con Hipólito Yrigoyen. La reunión se hace en la casa donde se alojan los Kennedy. El muchacho, casi un niño, recuerda a Yrigoyen, vestido de negro, dueño de una serena dignidad. También recuerda sus ropas algo gastadas, sus zapatos viejos. El que está allí hablando con su padre y uno de sus tíos es el fundador histórico de la UCR, el hombre por el cual sus familiares se jugaron la vida. Hablan. Yrigoyen escucha y de vez en cuando pronuncia palabras que se perdieron en el aire. Cuando la reunión concluye, el padre intenta hacer gestiones para que a don Hipólito lo trasladen en un taxi hasta el hotel donde se aloja. Yrigoyen se opone. La última imagen que el chico guarda de esa reunión es el momento en que Yrigoyen espera un tranvía en la esquina de su casa y se sube a él. “Por un hombre así estamos dispuestos a jugarnos cuantas veces sea necesario”, le dice su padre.
El tiempo los irá tragando. Tuvieron su momento de gloria y se retiraron enteros del escenario. Enteros y pobres. Para los honores oficiales pasará mucho tiempo.
“Ni un ademán excesivo. Ni una palabra de más. Ni un disparo inútil. Ponen para morir la misma dignidad con que vivieron. No combaten al dictador sino a la dictadura”.