Por Leonor García
Manejaba y el camino era una garganta repleta de llagas, un espacio roto y estrecho donde apenas podíamos escucharnos. El auto tenía un cajón, un hueco donde guardábamos los papeles.
Por Leonor García
- No, no lloro
- ¿Pero nunca?
- Nunca
- ¿Y cuando te reventó el apéndice?
- No
- ¿Pero, si te deja tu esposa?
- ¿Por qué me va a dejar?
- No sé, dos por tres te deja.
Manejaba y el camino era una garganta repleta de llagas, un espacio roto y estrecho donde apenas podíamos escucharnos. El auto tenía un cajón, un hueco donde guardábamos los papeles. Un día de viento los perdimos, teníamos la ventana abierta y la tapa del hueco estaba rota, colgaba como la lengua de los viejos cuando se van a morir. El viento se metió, no fue de golpe creo que lo esperábamos porque estábamos eufóricos y drogados. Todo volaba y era de colores como cuando te ponían debajo de una piñata y la fortuna del papel picado te caía en la cara. El papel corta la piel, no duele, el dolor demora en llegar, se hace viejo y lento en la ruta.
Esteban no se río ese día, arrancó la tapa del hueco. Dos semanas después se apareció con una planta y la puso ahí, atada con un alambre. Me gustaba la palabra "aparecer". Esteban aparece.
La planta crecía cada día y en cada viaje, colgaba radiante del hueco.
Andaba bien el auto, le llenábamos el tanque y repetíamos nuestro ritual cuando podíamos.
- En dos horas estamos en Margarita -dijo, y yo pensé en las dos viejas que hacían dedo en la ruta. El también.
- ¿Qué hacen caminando ?, le dije dando inicio a lo que sabíamos que iba a pasar.
Cambiamos de tema. Hablábamos de nuestros viajes, de esas personas repetidas que van caminando al borde del asfalto, en fila. Siempre parecen viejos, hasta los niños se hacen viejos, deformaban el paisaje, lo estropeaban, eso no nos gustaba. La ruta ensucia, traga, pero no entierra.
- Seguro que llorás.
Cuando Esteban manejaba se le aflojaba la mandíbula, solo la tensionaba cuando frenaba el auto. No le gustaba hacerlo, podía pasar horas y horas manejando flácido sin huesos, sosteniendo la carne solo con la voluntad.
A mí no me gustaba Margarita, ni ningún lugar con nombres de plantas. Sonaban ridículos los pueblos con nombre a flor.
Frenó el auto. Las viejas aún eran puntos diminutos que podía ver en el espejo.
- ¿Por qué hay semáforos en la ruta?
- No sé
- La semana pasada no estaban
- Es por si pasa gente
- ¿A cuánto están?
- Dos kilómetros, media hora si apuran el paso.
Me quedé mirándolas tan quietas como un poste de cemento, como nuestra planta en el hueco.
- Me parece que tiene que ser acá, usemos el semáforo de referencia, meté el auto un poco más.
Esteban siempre decía que si, confiaba en mi criterio.
Bajamos del auto, teníamos una pala y un cuchillo oxidado que no cortaba como antes. Me abrazó.
- ¿Cuánto falta?
- Setecientos metros, diez minutos… tal vez ocho.
Se acercaban, su contorno ya no parecía el de dos viejas, ahora veíamos dos siluetas jóvenes y expuestas que llegaban hacia nosotros.
Mientras Esteban hundía la pala en la tierra dando profundidad a los pozos, mientras crecía la ansiedad ante el encuentro, lo vi hacer una mueca, una forma de emoción apretada en su cara.
Hablábamos de nuestros viajes, de esas personas repetidas que van caminando al borde del asfalto, en fila. Siempre parecen viejos, hasta los niños se hacen viejos, deformaban el paisaje, lo estropeaban, eso no nos gustaba.
A mí no me gustaba Margarita, ni ningún lugar con nombres de plantas. Sonaban ridículos los pueblos con nombre a flor.