Policías santafesinos a la espera de la negociación salarial con el gobierno el martes pasado.foto:Flavio Raina
Por Rogelio Alaniz
Policías santafesinos a la espera de la negociación salarial con el gobierno el martes pasado.foto:Flavio Raina
por Rogelio Alaniz
Las huelgas de policías no son un invento argentino. Ni siquiera latinoamericano. Según los historiadores, la primera huelga en el siglo veinte se dio en la muy culta Inglaterra en 1917. Un año después, los policías de Boston se amotinaron reclamando aumentos salariales. Después hubo huelgas célebres en Nueva York, Baltimore y Montreal. En todos los casos, el límite para los amotinados fue el ejército. En la Argentina también lo fue en el pasado, pero en la actualidad este límite no existe. Los memoriosos recuerdan la huelga de policías de La Plata, de febrero de 1973. El recuerdo incluye la decisión del entonces presidente Lanusse de emplear el ejército para desalojarlos por la fuerza. En la segunda mitad del siglo veinte, hubo grandes huelgas policiales en Brasil, Bolivia y Perú. En este ultimo país todavía se habla del “limazo” de febrero de 1975, algo así como un “cordobazo” peruano, que se inició con la cachetada que un oficial del ejército le propinó a un policía a cargo de la seguridad del presidente Velasco Alvarado, quien contradiciendo órdenes expresas- permitió que los periodistas acosaran al presidente. La sonora cachetada dio lugar a un motín. El 1º de febrero, los policías tomaron la sede de Radio Patrulla, hasta el momento en que fueron reprimidos por los tanques blindados del ejército. Quienes supusieron que allí concluía la crisis, se equivocaron. Entre la madrugada del 4 y 5 de febrero, las principales ciudades de Perú -pero muy en particular Lima- fueron el escenario de tumultuosas puebladas, donde la solidaridad con la Policía se confundió con saqueos y reclamos políticos del Apra. A título anecdótico, interesa señalar que en esas refriegas callejeras tuvo su bautismo un joven dirigente estudiantil del Apra llamado Alan García. La Argentina también dispone de su tradición de huelgas policiales. Sin irnos muy lejos, en Tucumán adquirió un inusual protagonismo el liderazgo de un policía con sombrero blanco de alas anchas, camisa negra y pistola al cinto, conocido como Mario Ferreyra, alias El Malevo. En Tucumán, donde la relación de la Policía y el delito era evidente, la práctica de la violencia constituía el pan cotidiano de unos y otros. Ferreyra fue -de alguna manera- la expresión de esa realidad. En estos días, los desórdenes policiales se iniciaron en Córdoba, una provincia que tampoco es ajena a turbulencias de este tipo. En 1959, durante la gobernación del frondizista Arturo Zanichelli, la Policía se amotinó dos veces seguidas. Estaban en juego las cesantías de policías vinculados con la Revolución Libertadora y la reincorporación de los comprometidos con el peronismo. La crisis adquirió tono castaño oscuro, al punto de que debió intervenir el ejército a cargo del general Rosendo Fraga. Si bien en la primera huelga, Zanichelli intentó negociar con los amotinados, en la segunda se puso enérgico, y el balance fue muy duro para los policías: seiscientos cesantes en un cuerpo que disponía de alrededor de dos mil hombres. La otra célebre rebelión policial ocurrió en 1974 y estuvo a cargo de Antonio Domingo Navarro, un coronel que se dio el gusto de derrocar al gobernador Ricardo Obregón Cano y a su vice, el sindicalista Atilio López. El llamado “navarrazo” sentó el exclusivo precedente de un golpe de Estado propinado por la Policía, aunque para ser leal con la verdad, hay que decir que el hombre pudo salirse con la suya porque contó con el apoyo del entonces presidente Juan Domingo Perón y su mano derecha, José López Rega. Como se podrá apreciar, las huelgas policiales no son nuevas en la Argentina, aunque hay acuerdo respecto de que la actual es la más prolongada y extendida de nuestra historia. Si los dirigentes políticos estudiaran historia y en particular aprendieran de sus lecciones, seguramente no cometerían torpezas y errores tan gruesos. Una de las constantes de estos procesos es que en todo conflicto policial de envergadura, la relación entre huelga y saqueo resulta evidente. Es más, los jefes de la huelga especulan con esta probabilidad, y en algunos casos la manipulan y alientan. O sea que entre huelga policial y saqueo suele haber una relación de causa y efecto que ningún dirigente responsable debería desconocer. En el caso que nos ocupa, el gobernador de Córdoba y las autoridades políticas nacionales deberían haber advertido la tormenta que se avecinaba. Son sus responsabilidades como gobernantes. Pues bien, unos y otros no supieron estar a la altura de las circunstancias y se extraviaron en el laberinto de sus pequeñas y miserables diferencias de poder hasta que la situación se les fue de las manos. El conflicto iniciado en Córdoba y resuelto mediante el otorgamiento de aumentos salariales después de que la chusma incendió la ciudad, dio lugar a que las unidades policiales de la mayoría de las provincias se movilizaran en la misma dirección. La reacción elemental y previsible era la siguiente: si a los cordobeses les fue bien, ¿por qué no a nosotros? El círculo se cierra con la extensión de los reclamos por aumentos salariales de todo el mundo del trabajo. También en este caso los argumentos son irrebatibles: ¿Por qué aumentarle a los policías y no a los maestros, municipales y trabajadores en general? Lo lamentable de todo esto es que los estallidos sociales, con sus secuelas de destrucción, violencia y muertes, podrían haberse evitado si la clase dirigente, en lugar de estar ensimismada en sus refriegas internas, se hubiera preocupado por anticiparse a los acontecimientos y no correr detrás de ellos. De la Sota no es un recién llegado a la política como para invocar sorpresa por el rumbo que tomaron los hechos. Si en lugar de hacerse el malo con los policías o de dedicar su tiempo a viajar a reuniones menores en el extranjero, se hubiera preocupado por hallar soluciones, seguramente los argentinos hoy no estaríamos viviendo este desasosiego. Algo parecido puede decirse del gobierno nacional, que estuvo más interesado por ajustar cuentas con su rival interno, que en proteger a la gente o evaluar las previsibles consecuencias de un estallido social. Las huelgas policiales siempre ponen en discusión el reclamo de la sindicalización de la fuerza. Se habla de sindicatos sin el ejercicio del derecho de huelga, ¿es posible algo así? En Europa parece que sí. Pero en Europa, cuya cultura gremial es muy diferente de la argentina. La objeción principal que se hace a la sindicalización es que se trata de un cuerpo armado, cuyos integrantes no son simples empleados públicos. De todos modos, la propuesta ha ido ganando adeptos en la Argentina, pero también en el mundo. Los argumentos de más peso a favor de la sindicalización son los que sostienen que se trata de trabajadores con reclamos salariales legítimos. Entre las consideraciones a favor de esta propuesta, merece destacarse la que afirma que el sindicato permitiría al Estado una negociación previsible y racional. El tema adquirió una singular complejidad en el ámbito de la izquierda, entre quienes los consideran trabajadores y quienes advierten sobre el carácter represivo de la institución. La contradicción entre policías que provienen del mundo del trabajo y que perciben sueldos bajos y las funciones de una institución cuya razón de ser es el orden y cuya trayectoria histórica ha sido la de una estructura represiva en escenarios de huelgas o luchas sociales, se mantiene vigente sin que hasta el momento se observe alguna resolución satisfactoria. El sindicato ¿mejorará la calidad del servicio policial o incentivará los vicios? Convengamos que este debate no puede hacerse en el aire, sino atendiendo a las modalidades históricas de un país dado. En el caso de la Argentina, los sueldos policiales son bajos y en algunos casos exageradamente bajos. Si los salarios de hambre son un rasgo distintivo de la institución, el otro rasgo es el de la corrupción, un dato que no es una anécdota, sino una realidad estructural. ¿Qué hacer entonces? Sinceramente no tengo respuestas a estos interrogantes.
Los estallidos sociales, con sus secuelas de destrucción, violencia y muertes, podrían haberse evitado si la clase dirigente, en lugar de estar ensimismada en sus refriegas internas, se hubiera preocupado por anticiparse a los acontecimientos.