Por Jorge Bello
El esfuerzo de abrir las escuelas bien vale la pena y está bien justificado.Es una cuestión de dignidad humana, y de responsabilidad comunitaria.
Por Jorge Bello
Las escuelas deben abrir sus puertas, y las clases presenciales deben recomenzar. Al menos para primaria y prescolar. Esto es imperativo, porque tanto la educación infantil como la no discriminación son derechos universales del niño.
Pero es evidente que hay que rediseñar la escuela, cada escuela, siguiendo un modelo que garantice tanto los derechos de los niños como una razonable seguridad de los alumnos y de sus familias, y del personal docente y no docente. Y debe entenderse que un cierto riesgo habrá que asumir, porque el riesgo cero no existe, ni aquí ni ahora en ninguna parte.
No es fácil. La clave tal vez esté en mirar qué nuevos modelos de escuela ya están funcionando o están a punto de hacerlo, y adaptarlos a la realidad local de cada caso. Y en entender que harán falta esfuerzos por parte de todos, personal y familias, y que también hará falta inversión por parte de la autoridad.
Hay que arremangarse y poner manos a la obra, y todos sin excepción deben arrimar el hombro. El esfuerzo bien vale la pena y está bien justificado. No es sólo una cuestión sanitaria o educativa, ni es sólo una cuestión técnica. Es, además de esto, una cuestión de dignidad humana, y de responsabilidad comunitaria.
Ahora sabemos que cerrar las escuelas fue menos útil de lo que se pensaba. Y que provocó más daño del que tal vez se pensaba. En efecto, la pérdida de la rutina escolar les provocó un daño importante a los niños, sobre todo a los de primaria y prescolar, y en especial a los que son más vulnerables por carecer de suficientes recursos culturales o económicos.
Estos chicos perdieron, y mucho, en los diversos aspectos que son hoy conocidos, y reconocidos. Perdieron tanto en lo emocional y en lo social como en lo educativo. En no pocos casos se resintió la salud física, e incluso la mental.
Ahora hay que apurarse para revertir el daño. Las clases telemáticas y los trabajos escolares a distancia fueron y aún son una solución cuestionable, sobre todo porque marginan, porque discriminan a los alumnos más vulnerables. Y garantizar la no discriminación no es una opción, sino un derecho infantil que la autoridad debe asumir.
Continuar con las escuelas cerradas tampoco es una opción. Es necesario, es mejor, conviene abrir y recomenzar ahora, en primavera, durante dos o tres meses, o mejor cuatro, y ganar así una valiosa experiencia para el curso siguiente, en otoño.
Aunque necesario en su momento, el cierre de las escuelas se basaba en un argumento que hoy sabemos que estaba equivocado. Uno tras otro, los países cerraron las escuelas pensando que serían un foco importante de contagio. En abril, tanto como 192 países ya habían cerrados sus escuelas. Y en mayo comenzaron a hacerse públicos los informes que advertían que la medida era poco útil para contener el virus, y que dejaba desprotegidos a los alumnos más vulnerables.
Durante la pandemia anterior, la de gripe A, quedó visto que los niños eran importantes agentes de contagio, tanto entre ellos como hacia los adultos. Años después, al principio de la pandemia actual, se pensó que los niños volverían a ser importantes agentes de transmisión, ahora del coronavirus. Pero en seguida se observó que este concepto iba errado, porque los niños contagian y se contagian menos.
Ya hace meses que se observa que los niños se contagian menos que los adultos, y que si lo hacen, y desarrollan la enfermedad, ésta suele ser en general ligera. Se observa también que los niños transmiten menos el virus, tanto entre ellos como hacia los adultos. No se sabe todavía a qué se debe este fenómeno. Pero debe quedar claro que, aunque en menor grado, los niños sí que son contagiosos.
Siendo así que un niño es menos contagioso y que un adulto lo es más, cabe preguntarse a qué edad la contagiosidad de un niño pasa a ser la del adulto. Algunos expertos se inclinan a poner este límite en los 10 años mientras que otros lo ponen más bien en la adolescencia.
Entonces, si el riesgo de un niño de contagiar o contagiarse es menor que el de un adulto, puede considerarse que el entorno escolar es más seguro que los entornos donde predominan los adultos. Esto no exime de extremar la precaución en la escuela, porque siempre será posible el contagio de niño a niño. Y de niño a docente o no docente, y de niño a sus familiares. Y a la inversa.
Hay diversos protocolos o modelos sobre la reapertura escolar y sobre qué hacer cuando aparezca un niño o un personal con fiebre y el hisopado le resulte positivo (o si es un positivo asintomático). Son ideas nuevas, buenas propuestas, intentos, porque nadie sabe con certeza qué hacer y cómo hacerlo puesto que esto no pasó nunca. Entonces, toda experiencia es útil e interesante, sobre todo si es la propia experiencia.
No es fácil, pero no es imposible. Por supuesto que hay un riesgo, dónde no lo hay. Reabrir las escuelas y recomenzar las clases es un desafío que vale la pena. Porque los niños son de lejos el mejor activo que tenemos. Y por ellos, por ellos todo esto vale la pena.
El esfuerzo de abrir las escuelas bien vale la pena y está bien justificado. No es sólo una cuestión sanitaria o educativa, ni una cuestión técnica. Es, además de esto, una cuestión de dignidad humana, y de responsabilidad comunitaria.
Ahora sabemos que cerrar las escuelas fue menos útil de lo que se pensaba. Y que provocó más daño del que tal vez se pensaba. La pérdida de la rutina escolar les provocó un daño importante a los niños, sobre todo a los más vulnerables .