No conozco ningún país civilizado donde una burocracia sindical le declare dos huelgas generales en menos de cinco meses a un gobierno elegido democráticamente. De derecha o de izquierda. Estas novedades existen en la Argentina gracias a una estructura sindical que en sus rasgos generales continúa rigiéndose con los principios dictados por Benito Mussolini hace más de un siglo. Los caciques sindicales que el martes decretaron el paro son herederos de los mismos que le hicieron la vida imposible a Arturo Frondizi, Arturo Umberto Illia, Raúl Alfonsín, Fernando De la Rúa y Mauricio Macri. La primera verdad peronista sindical dice lo siguiente: la huelga vale para todo gobierno que no sea peronista. Segunda verdad: la huelga vale para todo gobierno que amenace privilegios que permiten a esa burocracia enriquecerse como jeques árabes. Puedo mencionar otras verdades sindicales criollas, incluso sus fantasías y deseos imaginarios. Por lo general estos caciques no creen en ninguna teoría, en ningún principio, en ningún valor, pero secretamente, en los repliegues sombríos de su inconsciente, anhelan aquel orden político que se confunde con su nacimiento: la alianza de los sindicatos, la iglesia y los militares. La comunidad organizada. ¡Qué felicidad! Un general, un obispo y un burócrata sindical. El general puede ser sustituido por un coronel, el obispo por un capellán, pero el dirigente sindical es siempre el mismo.
Los tiempos han cambiado. En algo por lo menos. Por ejemplo, la huelga del martes huele a fracaso. La adhesión apenas supera el treinta por ciento; más del ochenta por ciento del comercio y de las pymes trabajaron normalmente. El miércoles fue un día normal. Casi normal. Por lo menos el paisaje callejero así lo indicaba: comercios abiertos, gente en las calles, autos transitando por las avenidas. Adiós esos paros domingueros en los que nadie se movía. Esta vez los aprietes y las extorsiones habituales no dieron los resultados esperados. La fórmula entonces era eficaz y sencilla: si no hay transportes, los trabajadores no tienen otra alternativa que quedarse en su casa. Sin embargo, el miércoles la fórmula mágica no produjo los resultados esperados. No sé si la gente se moría de ganas por ir a trabajar, pero me consta que muchos, muchos argentinos, están hartos de los Moyano y los Barrionuevo. Y están hartos de estas huelgas salvajes que a los primeros que perjudican es a los argentinos porque, importa saberlo, estos paros no salen gratis. La fiestita de los burócratas nos cuesta millones de dólares, muchos millones. Plata que no tenemos, quemada en las hogueras de vanidades de los capangas sindicales.
Dicho esto, agrego para contribuir a la confusión general que el país no anda bien. Hace rato que no anda bien, pero no estoy del todo convencido de que este gobierno logre sacarnos del fracaso. Opinión, punto de vista, pálpito. Como más les guste. No estoy de acuerdo con una CGT facciosa que invoca a los trabajadores para defender sus intereses, pero a decir verdad, este gobierno me despierta más dudas que certezas. ¿Estoy en el medio? Es probable. No es un lugar para avergonzarse. Estoy en el medio porque dudo, recelo, desconfío. Mis certezas son la democracia, la república y el Estado de derecho. Los sindicalistas nunca han creído en estos valores y dudo de que Javier Milei esté muy entusiasmado con ellos. Estas dudas no se resuelven con las huelgas golpistas o desestabilizadoras de los sindicatos, sino a través de la práctica política en el interior de las instituciones de la democracia: el parlamento y la deliberación pública. Un populista preguntará: ¿Y la lucha? También la lucha. Los conflictos sociales incluyen tensiones, diferencias que se resuelven a través de diferentes recursos, entre otros la lucha. Ahora bien, las huelgas de la CGT no son luchas. Acá no hay conciencia de clase y mucho menos ética de la solidaridad: solo hay trampas y abusos para sostener los privilegios de una casta sindical multimillonaria.
De todos modos le aconsejaría a Milei que no cante victoria. Mi tía Cata, la misma que me juró con lágrimas en los ojos que el agradecimiento de ella al hombre, es decir Milei, que sacó del poder a la pesadilla del peronismo, será infinito y eterno, fue la que me dijo el otro día que este gobierno no se duerma en los laureles. Tía Cata no está mal rumbeada. De enero a mayo se sumaron tres millones de pobres; la situación social siguen siendo dramática y si bien algunos números de la macro "dan bien", la vida cotidiana de los argentinos es mala y la exclusiva novedad o el exclusivo asombro que podemos registrar es preguntarnos cómo es posible que con este clima el gobierno disponga de un respaldo social elevado. ¿De verdad lo tiene? Sí, lo tiene. Por lo menos por ahora. Y hago esta advertencia porque los denominados respaldos sociales varían. Y mucho más en Argentina. Además, no olvidar que así como a Milei lo votaron catorce millones de argentinos, hay once millones que no lo votaron y de esos once millones no tengo indicios de que hayan cambiado de opinión. Es más; los paros de la CGT estarán manipulados por los que ya conocemos, pero hay que saber que el movimiento obrero, el mundo del trabajo, el universo de las clases populares es mucho más amplio, más complejo y más incómodo que los mullidos sillones de los Daer, Moyano o Barrionuevo. En esa extendida trama social hay necesidades, dolores, lágrimas y penas. Ese trabajador, ese obrero, ese empleado, ese cuentapropista, esa ama de casa no han escuchado hablar del RIGI, de las tasas de interés, de los saldos exportables o del equilibrio fiscal. O si escucharon, no lo entienden del todo y en más de un caso desconfían. Sin embargo, lo que ninguno de ellos ignora es acerca de los imperativos, de las necesidades de su economía familiar; de los riesgos que incluye para los famélicos bolsillos una excursión al supermercado; o la angustia o la impotencia de saber que los sueldos no alcanzan para parar la olla o que no le pueden pagar más los estudios al hijo. No subestimo la macroeconomía, pero por favor, no subestimen lo que la sociología, la política, la religión y la vida cotidiana nos dicen todos los días acerca de la tragedia de la pobreza. Un país con el cincuenta por ciento de pobres y con siete de cada diez niños hundidos en esa condición, es un país que está mal, un país jodido. Y de no haber indicios de soluciones más o menos satisfactorias en un tiempo prudente, es un país disponible a caer una vez más en las emboscadas que suele tender el populismo con sus dirigentes duchos en el arte de vender estampitas de colores, sembrar ilusiones incumplibles, vender buzones, improvisar cuentos del tío y embriagar en sus habituales tabernas a las víctimas con promesas. No olvidar, nunca olvidar, que el populismo criollo es el opio del pueblo.