Por Aníbal Fornari (*)
Una artesanía de la paz que nos involucra a todos
Por Aníbal Fornari (*)
Luego de tres años del crimen de Fernando Báez Sosa, hemos visto a lo largo de este tiempo el sufrimiento de sus padres, así como el sufrimiento de los padres de los acusados frente al hecho ocurrido, que se viralizó en imágenes elocuentes durante horas y horas a través de todos los medios de comunicación.
Finalmente, tras un arduo proceso judicial, hemos asistido al dictado de una primera sentencia condenatoria. A través de ella la sociedad, en el marco del debido proceso legal, aplica la ley, un instrumento claramente limitado para colmar la sed de justicia que todos llevamos dentro. Ninguna condena devolverá a Fernando a sus padres, ninguna condena "volverá el tiempo atrás", como manifestaba uno de los condenados por el hecho.
Fuera del recinto y mientras se escuchaba el veredicto, se plasmaba la consecuencia del, quizá, mayor desafío que tenemos por delante. Por un lado, se oían las voces que mostraban la bronca y el grito de que aquellos que han causado un mal lo sientan en su propia piel ("que sufran", "que lloren", se escuchaba en varias pantallas de televisión); por el otro, el pedido de los familiares de los condenados de que éstos puedan recibir un trato humano.
Es evidente y comprensible el clamor de justicia de las víctimas directas en estos hechos aberrantes. No es posible sino estar de rodillas ante el dolor inconmensurable de los padres que, habiendo criado a sus hijos, ven culminar sus días en manos de la violencia. Pero el dolor que nos hermana con ellos no debe evitar que todos nosotros, miembros de esta sociedad, adultos y jóvenes, comencemos a mirar a la cara la profundidad del drama en el que estamos sumidos y del que, habitualmente, sólo advertimos sus terribles y devastadoras consecuencias.
La justicia no es venganza. La justicia es una profunda exigencia de nuestra humanidad, es "la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo". Es en este sentido, y con la artesanía de la prudencia necesaria, que la justicia puede ayudar a la paz de un pueblo.
Las sociedades y el derecho han avanzado. Lo que antes era "ojo por ojo y diente por diente" (Ley del Talión -1500 a.C-), ha sido superado luego de siglos de aprendizaje en la escuela de la humanidad, llegándose a la conquista de la afirmación de que estamos llamados a emplear las herramientas adecuadas en aras de que el reo, el culpable, el condenado por un crimen, pueda ser rescatado para su propio bien, para bien de la sociedad misma de la que él es parte y de todo el tejido de relaciones afectado por el hecho del delito.
Esta expresión de violencia, que no se da sólo frente a este lamentable caso, sino en el de tantos otros hechos aberrantes, nos interpela. Si no queremos caer en la extendida tentación de una sociedad maniquea, que de manera simplista e ideológica divide a los ciudadanos en "buenos" y "malos", deseamos que estos hechos nos provoquen y cambien de manera personal y como comunidad.
Si queremos ser leales con nuestra propia experiencia, todos estamos llamados a ir al fondo de esta inquietante pregunta acerca del origen de esta violencia, la que mata y la que quiere que el asesino pague con su propio cuerpo, olvidándonos a menudo de la posibilidad cierta de mal y de arrepentimiento que anida en nuestro corazón, aun cuando no hayamos asesinado a nadie (bastaría preguntarnos por qué por ejemplo, nos hemos habituado a naturalizar de manera pasiva, el hecho de que las hinchadas rivales no puedan asistir juntas a estadios de fútbol ante la amenaza de una violencia siempre latente). Es por todo ello que se torna imperioso reconocer hasta qué punto la violencia y la exasperación invaden nuestro tejido social.
Advertimos que el origen de la violencia, de nuestra violencia, se encuentra en el desconocimiento del valor sagrado y precioso de la persona, del "yo", del "tú" y de cuál es el sentido que tiene nuestro vivir.
Sin el reconocimiento del valor trascendente e infinito de nuestra persona, nos encontramos destinados a basar nuestra consistencia, fuerza y valor en una "imagen" de nosotros mismos y de la realidad, en la que generalmente el otro no importa, o simplemente queda reducido a nada. Valgo porque me impongo.
Si no queremos continuar hundiéndonos en una escalada de divisiones, es imprescindible que seamos capaces de construir espacios de diálogo y de paz que nazcan de la conciencia de que el otro siempre es un bien para mí.
Como nos lo recordaba hace un tiempo el Papa Francisco "...la violencia engendra violencia, el odio engendra más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible..." (discurso del día viernes 8 de septiembre de 2017, en Parque Las Malocas, Villavicencio, Colombia).
Para ello, es necesario reconocer y valorar espacios que nacen de una educación adecuada del corazón de las personas. Una educación en la justicia, en la verdad, en la belleza, en la bondad. Espacios que signifiquen la presencia de una compañía humana que nos recuerde sin cesar –acompañándonos en el camino de la vida- que somos sed de totalidad, de infinito y de Amor, que somos mucho más que eso que esperamos de la realización de nuestras violentas imágenes.
En nuestro vivir somos permanentes testigos y -a veces- protagonistas, de hechos y de realidades humanas que muestran con elocuencia la victoria sobre el mal y la "nada". Hechos en los que la caridad de hombres y mujeres conquistados por el Amor y sus infinitas posibilidades, superan las barreras del odio, curando, sanando, levantando y acompañando. Como cristianos, experimentamos que aferrados al Señor -origen del bien y de la verdadera paz- presente en la compañía y amistad de quienes Lo siguen, es siempre posible recomenzar y ser artífices activos e incansables de esta artesanía de la paz.
(*) Movimiento Comunión y Liberación