Cada día que pasa, nuestro país se deconstituye un poco, desde hace décadas. Por eso, lo que queda en pie es cada vez menos. La creciente anomia es un trágico indicador de este proceso; tanto como el sostenido incremento de la pobreza y la multiplicación de leyes contradictorias que habilitan en sus intersticios distintas formas de violación de las normas que deberían servir de canal conductor para una convivencia provechosa.
Mientras menos se cumplen las reglas, más se dispersan las conductas ciudadanas. El Estado se debilita y la ilicitud aumenta. Y si bien esta destrucción progresiva reconoce raíces de vieja data, el fenómeno se ha acelerado en el último tiempo con el gobierno de Alberto Fernández.
Esta atribución formal de poder que, en rigor, comporta un oxímoron, es quizás la máxima expresión del resquebrajamiento del Estado. El actual presidente fue ungido candidato por el dedo de la vicepresidente que, ahora, como en tiempos de la Roma antigua, lo ha depuesto en los hechos con el movimiento invertido del pulgar, innovadora anomalía que dice más de nosotros que muchas forzadas teorizaciones.
En la vida diaria de los ciudadanos de a pie, la confusión crece cada jornada con la proliferación de regulaciones que surgen, cambian y mueren en ciclos de agotadora frecuencia. Ya no sabemos adónde estamos parados ni el lugar incierto al que nos conduce el gobierno, si bien para el observador atento, todos los indicios convergen en una misma dirección: la que esbozan los estrepitosos fracasos de Cuba y Venezuela. Esta pulsión tanática puede resultar incomprensible para los mortales comunes, pero no para iluminados que ven horizontes inadvertidos por la mayoría. Cuando la política se confunde con el caso clínico, sus acciones suelen volverse patológicas.
En las últimas semanas, los medios de comunicación han puesto el foco en la creciente actividad de mapuches reales y ficticios, alumbrada por el fuego de los incendios de propiedades de "huincas" y del Estado nacional en el sur del país. Las noticias fueron subiendo de tono ante la manifiesta pasividad del gobierno nacional frente a sucesivos actos delictuales, varios de ellos contra bienes del patrimonio nacional. Al respecto, han generado conmoción las elusiones leguleyas de Alberto Y Aníbal Fernández ante el requerimiento de apoyo de Arabela Carreras, gobernadora de la provincia de Río Negro, muy afectada por la actividad insurgente de grupos en los que se mezclan mapuches auténticos, anarquistas a la bartola y punteros políticos provenientes de la provincia de Buenos Aires, con la cobertura brindada por funcionarios que integran el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación, a cargo de Elizabeth Gómez Alcorta.
Además, revolotean en el sur viejos montoneros, como el octogenario Roberto Cirilo Perdía, empecinado en revalidar viejas ideas revolucionarias, ahora montadas en los reclamos mapuches sobre la tierra ancestral, más vinculada a mitos originarios que a la realidad histórica. En la estela remanente de la teoría foquista inspirada por el Che Guevara y el intelectual francés Regis Debray, Perdía y otros exjefes montoneros, con el apoyo de hijos y nietos que integran el funcionariado nacional, alientan la violencia reinvindicativa de sectores mapuches en su presunta lucha contra el capitalismo opresor y eco-destructivo.
Pero el problema es sensiblemente más grave, porque los grandes propietarios de tierra -que los hay, como la familia Benetton- son una excusa para un proyecto mayor: la recuperación, en Chile y la Argentina, del "Wallmapu", territorio autodefinido como ancestral del por ahora hipotético país mapuche integrado por dos macroespacios territoriales: el "Gulumapu", al oeste de la cordillera de los Andes (hasta las costas del Pacífico); y el "Puelmapu", al este de la cordillera (y hasta el Atlántico). El objetivo final es la construcción de un Estado mapuche independiente, asentado en un territorio que, entre determinadas latitudes australes, se extienda de costa a costa.
El propósito ha sido explicitado sin eufemismos por el "lonco" (jefe o cacique) Facundo Jones Huala, de ascendencia galesa por línea paterna, creador de la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche) y autodeclarado revolucionario anticapitalista. Por otra parte, la inacción concesiva del gobierno nacional hacia los promotores de esta voluntad separatista, rompe el principio de defensa de la integridad del territorio que se ha esgrimido ante Naciones Unidas en el caso Malvinas. De modo que esta aquiescencia pasiva frente a la expansión de la actividad apropiadora de sectores mapuches y sus asociados en el sur continental implica una severa lesión para el histórico reclamo argentino por las Islas Malvinas. Doble lesión territorial, al cabo, de un gobierno incomprensible, salvo que se lo mire con una lente capaz de percibir el odio como fuerza motora que nubla el entendimiento.
El argumento de la ancestralidad como sustento posesorio nos devolvería a los orígenes del hombre en la Tierra. Todos somos ancestrales, como lo demuestran nuestros genes, y durante mucho tiempo nómades, como lo siguen siendo diversos grupos de la etnia mapuche. Aceptar la antigüedad en un espacio determinado como un título que otorga derechos especiales produciría una hecatombe jurídica mundial, porque desaparecerían los Estados y regresaríamos a la tribu o, peor aún, al grupo, al clan, a la gens.
Cómo establecer en tal supuesto las precedencias de determinados grupos sobre otros en determinadas tierras, cómo rastrear sus títulos posesorios, de continuo basados en guerras, desplazamientos forzados y exterminios. Baste decir que los araucanos (luego, mapuches) sometieron por la guerra a los tehuelches o patagones que le dieron nombre a la extensa región sureña, hasta absorberlos y, prácticamente, hacerlos desaparecer (según estudios genéticos tenían unos 12.000 años de antigüedad en esos lares).
Cómo desestimar, por fin, la construcción de un país a partir de la iniciativa, el trabajo, el esfuerzo, la creatividad, la inversión, la investigación innovadora, los aportes de la ciencia, la búsqueda tenaz de un futuro mejor. ¡Acaso pesa más la ancestralidad que la capacidad y el empeño transformadores de realidades rudimentarias? ¿Incide más el pasado remoto que el desafiante futuro? Lo que en verdad debería preocuparnos es que muchos argentinos se vayan del país por falta de oportunidades, y que algunos mapuches piensen en construir un país propio porque la Argentina no les ofrece alternativas de genuina inserción. La falta de presente y de futuro dispara toda clase de fantasías, incluidas las de arrebatadores oportunistas de la provincia de Buenos Aires trasladados al sur bajo un impulso "revolucionario" que pretende disfrazar el crudo afán de rapiña.
Mientras menos se cumplen las reglas, más se dispersan las conductas ciudadanas. El Estado se debilita y la ilicitud aumenta. Y si bien esta destrucción progresiva reconoce raíces de vieja data, el fenómeno se ha acelerado en el último tiempo.
Aceptar la antigüedad en un espacio determinado como un título que otorga derechos especiales produciría una hecatombe jurídica mundial, porque desaparecerían los Estados y regresaríamos a la tribu o, peor aún, al grupo, al clan, a la gens.