Lunes 2.12.2024
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Dice Antonio Machado y musicaliza Alberto Cortés para que universalice Joan Manoel Serrat: "Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla (…)" y me remito a eso, a la infancia, que tantas huellas deja, algunas definitivas, otras de difícil trabajo de maquillaje. No somos más que una infancia que se fue. Me crie en la ciudad de Santa Fe desde 1944 y hasta finales de la década del 50. En mi caso era "el negro Milo" y aceptaba la calificación pese a que respondo más a Güiraldes: "(…) su tez era aindiada". Una ciudad donde el eje eran los colegios católicos (Lasalle y Jesuitas), el Liceo Militar y el Palacio de Justicia.
Desde el 1500 Santa Fe es la administración del Estado Provincial y el manejo de su historia, sus secretos, sus convenientes silencios y el empleo público como el ahorro mensual de la burocracia patricia. Mi tío abuelo, "Pancho" Tuells, habitante de esa región original de Santa Fe, Barrio Sur, que estaba/está cerca del Convento de San Francisco, me dejaba probar con una máquina de escribir sin cinta, que necesitaba dos papeles, con un carbónico en el medio, para leer y advertir errores. Así aprendí a escribir a máquina.
El que escupía en el suelo recibía la crítica: "no seas judío". El que no convidaba la "tortita negra" igual: "no seas judío". El insulto duro era uno: "maricón". No aguantarse las trompadas era eso: "no seas marica". Pasando el parque Juan de Garay un barrio. De este lado una escuela pública (yo fui un año a esa escuela, Escuela Constituyentes). Allá "Barrio El Triángulo", y más allá una formidable y misteriosa barriada imaginaria: "La Vía".
En "La Vía" las callecitas con construcciones de paja y adobe, ranchos de pieza única con la puerta sin puerta, una tela cerrando lo que nada cierra y las mujeres esperando al cliente: la más elemental prostitución con catre y palangana ("veterana de enjuagues" dice un poema lunfardo y refiere a eso, a enjuagarse entre cliente y cliente). En la escuela del barrio de los lustrabotas, mendigos y botelleros, de chicas tan especiales, con madres tan particulares y pasados tan ignorados, aprendí todos los insultos que conservo y un modo de mirar al de al lado.
Yo era "el negrito" en mi barrio de clase media pero cuando llegaba a esa zona era uno cualquiera, nada diferente. No había distingos en cierta zona alejada del centro de una ciudad con actas, protocolos, digestos y tradiciones muy… "tradicionales". Una maestra sefaradí soltera (es una forma convencional para no decir lo que no se puede) con su modo tan particular y recatado de practicar el amor me dejó entender que lo natural sucede, esconderlo es molesto y uno termina tropezando.
Íbamos a la cancha, cada sábado, en el camión de los Seibel y los Rajmilchuck. "Los rusos" eran del barrio y parte de la barra. Dueños de una curtiembre y tan "sabaleros" como uno, tal vez más, pero no sé: difícil más amor que el mío. En el 1957 el rusito Pushkin y su familia se fueron a Israel y le hicimos una despedida de mate cocido y chocolate con masitas una tarde, en mi casa, con mi madre, tan anarquista como pagana. La madre del rusito dijo una frase que me guardo: "vamos a lo que soñamos pero tendremos llantos".
Las veces que yo fui a esa casa el mate cocido era de colador de filtro, un "colador de trapo", los Pushkin no hacían mate cocido casi nunca, solo para un primo que vivía en Moisés Ville y se había acriollado, y para mí. Duraba meses el paquete de yerba. Con Santiago Manuel Rajmilchuck compartimos colegio secundario. En un concurso literario usó un seudónimo: Carlos Federico Samara (concurso en el secundario… de textos, otro país aquel que vivíamos). Le pregunté por el seudónimo. Me dijo: Carlos por Carlos Marx, Federico por Federico Engels y Samara porque esas eran las tres primeras sílabas de sus nombres y su apellido.
Un día, entre verano y casi verano, con las florecillas amarillas de las tipas "amarilleando" y las flores de los jacarandás "azuleando" calle Vera y avenida Freyre, los dos más grandes en la barra de la esquina ("El Nene" y el "Beto Aranda") me dijeron "vamos" y allá fui yo, sin saber muy bien adónde, porque eran risas y "vení tranquilo". Y uno, a los 13 y un poquito más, cree en los que tienen 16, porque ya son grandes y van y vienen solos en su bicicleta o en el colectivo. Cruzamos la Escuela Constituyentes, cruzamos el Parque Juan de Garay, atravesamos un alambrado, cruzamos "Barrio El Triángulo", el de los botelleros y los lustrabotas, de los linyeras y los changarines, y llegamos a "La Vía".
"Esperá acá". "Ahora pasás vos". Ni rápido, ni despacio, ni nada. El aliento es diferente cuando uno se imagina pero no se sabe y cuando después se sabe no era como se imaginaba, y entonces no se recupera el aliento, queda como un sofocón en lo alto del pecho. Un escorzo que la realidad te impone. Un "a través de un espejo" que no tiene Alicias ni sombrereros. "Dale nene". "Vamos". "Eso". "Ahí está". Es rara la sensación de subirse y bajarse de un abdomen sudado y desconocido.
"Tomá, limpiate". Una toalla, tal vez verde, no sé, para que me limpiase la entrepierna. Levantar el pantalón. No me había sacado los zapatos. Al salir, otra vez el alambrado, y volver al café de la esquina. "Tu viejo pagó, no te agrandés, no te va a preguntar. Todo salió bien. Te va a mirar. Reite y guiñá un ojo y ya está". Nunca supe, hasta hoy quiero creer que no, pero mi madre tal vez sabía o imaginaba o -acaso- sabía, imaginaba y callaba detalles de la iniciación. No lo sé. Cabalgo con esos fantasmas cada tanto.
Un diálogo de mi madre con mi maestra, con el pelo ensortijado y fumando, dio una pista de aquellos años y aquella sociedad. "A Milito esta crianza le hace bien, queda una cuestión que lo va a joder: aquí no hay africanos, le va a costar entender", dijo mi maestra. "¿Por qué?", preguntó mi madre. "Porque asusta lo extraño. A tu hijo ni blancos ricos, ni polacos, ni judíos, ni mariquitas, ni las chicas de la calle, nada lo va a asustar… pero deberíamos tener africanos para que este país pudiera ser más completo, menos difícil, menos extraño", le respondió mi maestra. Luego hubo un largo suspiro y concluyó: "No será racista, ni jodido, ni rico, eso ya se ve". "Hum, ojalá", dijo mi madre, y callaron.
Sigo hoy -hoy mismo- dando exámenes de cada una de aquellas prevenciones iniciales. Ahora apenas sé cómo son mis días, porque la realidad es de 360 grados y no somos panópticos. En este siglo XXI, tan a contramano de mis historias mínimas y mundanas, una ignorancia me asusta pensando en la próxima curva, en el más cercano recodo del camino de Argentina. Cuando advierto algunas reacciones de nuestro presidente las veo diferentes a las que le advertía a Perón, Frondizi, Illia, Perón "againmente", Alfonsín, Menem, De la Rúa, Kirchner, hasta el rechazo a la militancia feminista de CFK ("Yo no soy feminista" ha dicho), más la picaresca de Mauricio Macri y la promiscuidad de Alberto Fernández.
De todo un poquito entiendo, intuyo, imagino. Hay una huella mía en todos ellos. También al revés. Todos hicimos de diferente modo un camino, una senda personal para salir de una edad y entrar en otra. Con Javier Milei y su hermana (difícil separarlos) no sé si estuvieron en ese barrio elemental (siempre hay un lugar, dónde sea) que se equipara con aquellos donde todos los presidentes fueron adolescentes y hasta donde CFK tuvo su día. Con el barrio que entiendo, y la difícil tardecita del fin del verano donde dejé de ser una cosa y fui otra, logro acomodar los días y las reacciones. De algo estoy seguro: mi maestra tenía razón y con Javier Milei aparece más lúcida la advertencia/sentencia de aquella gitana sefaradita que me enseñó a leer.