Termino mi infusión caliente. La porcelana concentra el calor de mis manos y el rastro líquido que reposa en el fondo del recipiente tiene augurios de jabón mezclándose con el aroma a hierbas. Hoy ando con lágrimas revoloteándome en los ojos como mariposas hipnotizadas por la lumbre, con ganas de abrazar a alguien que está demasiado lejos, con la premura de templar mi humor que por momentos se acopla a la rudeza de la Patagonia, y se torna solitario y agreste.
Abro la rústica puerta de madera, el gato se demora entre mis piernas y luego decide cobijarse en el hogar. Un latigazo helado me empaña la vista. Reconozco que hay que tener coraje para salir. Calculo la temperatura. Seguramente tiene niveles bajo cero. Mis pasos hacen gemir el Sendero. Detrás del horno de barro, el tomillo, la salvia y el romero resisten junto a la vegetación silvestre. Recojo unas hojas de pañil para preparar otro té al atardecer, y las coloco en el amplio bolsillo del saco bordó.
La claridad vierte su tímida elocuencia sobre las horas. Lentamente los helechos revelan su elástica serenidad y el humo de la chimenea esparce el espíritu del fuego en la pureza del aire. El frío turba la enormidad sublime de los cipreses, y me toca los pies al caminar. Sentimientos extraños me recorren por dentro, como ríos subterráneos. Entre el follaje, con recato, se filtran algunos rayos y mitigan tenuemente la lividez glacial del paisaje. Los cerezos están tan desamparados de verdores que mi piel se estremece.
La gélida estación está en su plenitud donde los ciclos de la tierra y del alma se retraen. En un balde con agua, los gajos de rosa reposan sus ansias de raíces, unidos por un anillo de hielo. Las grosellas lucen mustias. Precisan ser trasplantadas desde el perímetro de la casa, con demasiado resguardo, a un sector más templado. El placer de la mermelada sobre la miga suave del pan se me viene a los labios.
Rodeo el jardín de las especias. La algidez de la mañana se imprime en los saludables y esbeltos maitenes y en las ramas desnudas de los frutales, que parecen temblar. Unos mínimos pétalos blancos irrumpen en la orfandad del ciruelo y me sorprendo. La energía del árbol expresa su íntimo deseo, sus urgencias de corolas y pistilos. Las antiguas puntas, simulacros de espinas, se llenaron de brotes y se convirtieron en ensambles de savia.
Es como si a contramano de la vida germinara la esperanza. Siento el estallido del amor debilitado que renace: minúscula flor desafiando las melancolías de invierno, como una señal en las inclemencias del dolor. Diversas nubes grises se desdibujan en el cielo hasta diluirse entre las botánicas siluetas. El viento sopla promesas de cielos despejados, insinúa transformaciones y cosechas en el porvenir. Debajo de la seca hojarasca, las semillas y los insectos esperan profecías de sol. Y creo que mi corazón, también.