Martes 19.12.2023
/Última actualización 11:39
Son estos días, tiempos convulsionados. El siglo XXI, todavía en gran parte una incógnita, parece compartir sus genes y su esencia con su predecesor, sólo que a velocidades vertiginosas. En los escasos veintitrés años que llevamos recorridos, en Argentina hemos visto crisis políticas inéditas, dificultades económicas. En el mundo, una pandemia global, destrucción del medio ambiente a escalas inconmensurables, guerras, muertes injustas y precipitadas de miles que intentan huir de los infiernos que los vieron nacer.
Claro que estos nuevos tiempos, por lo menos en los espacios geográficos que habitamos, tienen mejoras en relación con días pretéritos. Se han reconocido libertades, se han aceptado construcciones identitarias antes negadas, se han desarticulado tabúes. De este modo se ha reducido la violencia al permitir y aceptar realidades que siempre existieron, pero antes quedaban oprimidas, relegadas a la sombra y la negación. Sin embargo, en la desarticulación de algunas rigideces y acartonamientos que antes suprimían realidades mediante estrictísimas instituciones y arquetipos sociales, se cuela el desdibujamiento de los límites.
Los límites, en general, separan unas cosas de otras: un país de su vecino, la calle de las casas, unas familias de otras, el yo del otro. Los límites definen, otorgan contorno. Dan seguridad porque permiten la comprensión del mundo, aprehender la realidad informe otorgándole sentido. Me arriesgo a decir también que los límites son los que nos mantienen a salvo, separándonos de la locura. Somos todos hijos de nuestro tiempo. Pero también, a la vez, somos hijos de nuestra herencia.
La shoá, que marcó y desgarró al siglo XX, entre muchos de sus producidos borró también los límites de lo impensable, de lo prohibido. De aquello cuya prohibición venía de lo horrorosamente contrario a lo humano y a la vida. La Segunda Guerra Mundial no sólo superó a la Primera Guerra Mundial en cantidad de víctimas, contadas de a millones, sino también en los métodos para llegar a esas cifras. La Segunda Guerra introdujo en el plano de lo real que las víctimas puedan ser niños, bebés, ancianos, personas con discapacidad, civiles, que el Estado pueda volverse contra sus propios nacionales y la esclavitud hasta la muerte, como tal vez antes nunca se había visto.
Nosotros, que nacimos después de estas atrocidades, carecemos de la inocencia de nuestros antepasados. Sabemos que la humanidad puede producir estos crímenes, que las personas somos capaces de eliminar todo límite de nuestra conducta, que podemos llevar a la realidad la más terrible expresión de las pulsiones de la muerte. Creíamos que la educación nos iba a salvar de una nueva caída. Teníamos la convicción de que la palabra no sólo nos rescataría de un nuevo infierno, sino que también nos permitiría la construcción del Yo en el profundo y arraigado respeto por el Otro. Pero no del otro tal como yo quiero que el otro sea, sino de cómo es en realidad, en su alteridad, en la diferencia. Y en este sostenerse mutuamente, pensábamos que podíamos construir sociedades cada vez más justas, con errores, con tropiezos, pero democráticas e inclusivas.
Pero ahora la vorágine de este siglo, con su desbocado galopar de un hecho al siguiente y con su presuroso desarme de estructuras, nos vuelve a colocar de cara al abismo. Entre los límites que se desdibujan están aquellos que separan los significados de una palabra frente a otra. El vaciamiento de sentido en el discurso, lo vuelve inerme, sólo ruido. El problema allí es que con sólo ruido no es suficiente para alcanzar el cometido de la palabra.
En la palabra radica nuestra principal diferencia con otros seres, ella es entonces la que nos hace humanos. Ella nos conecta, nos permite conocer y comprender lo que nos rodea y la palabra es también la que levanta barreras contra la violencia, la muerte, el atropello. Denigrada a ser casi nada, puede menos que el silencio para construir humanidad. Atónita veo en medios y redes una estridente disonancia entre la realidad y lo que de ella se dice. Percibir este desajuste no es consecuencia de contar con un acceso privilegiado al saber, ni de contar con poderes especiales. Simplemente se avista lo real detrás de la máscara-relato cuando se la contrasta con dichos de los protagonistas, con imágenes, y con mínimos principios de lógica o parámetros de coherencia.
En estos días aciagos, Hamás, el grupo terrorista y lo que se dice de él, son claro ejemplo de este desajuste entre la palabra y la realidad a la que debería referir: un ejemplo paradigmático del vaciamiento de sentido. Hamás no es feminista. Hamás no es socialista. Hamás no es pluralista. Hamás no tiene el menor respeto por la humanidad o por la vida. Hamás ha violado, asesinado, mutilado mujeres. Y lo ha hecho enorgulleciéndose y congratulándose de ello. En ninguna acepción o práctica de feminismo encuadran estas conductas, simplemente no es así.
Hamás tiene líderes con abultados patrimonios y poblaciones empobrecidas. No hay en Gaza más infraestructura que la dedicada a la muerte; no hay distribución de la riqueza, no hay equidad ni justicia social. Hamás ha ganado elecciones. En otros ámbitos este hecho político se ratifica en asambleas legislativas o mediante otros medios de publicidad de los actos de gobierno. Hamás ha firmado su preeminencia política arrojando a sus opositores desde terrazas y edificios al vacío. Esta acción, que obviamente no permite la alternancia, lejos está de poder caracterizarse como pluralista. Simplemente no lo es.
Hamás ha destinado dinero y recursos al armamento y a construir túneles, pero Israel le provee agua potable, luz, combustible, trabajo, asistencia médica. Un misil no va a hacer más productivo un campo, ni más empáticos o proactivos a los jóvenes. Difícilmente un misil y un túnel puedan ser las bases de una sociedad más justa y solidaria. Una "Palestina libre, desde el río hasta el mar" no deja un centímetro cuadrado para que un judío pueda vivir en ese territorio. Esta proclama, más allá de la rima, dice aniquilación, dice muerte y obtura cualquier posibilidad de coexistencia. Si este eslogan se convirtiera en realidad los judíos tendríamos vedado el menor ápice de independencia y soberanía donde hoy hay un Estado moderno, entendido según los conceptos de la ciencia política. Entonces, si Israel no puede existir… ¿Cuál sería la alternativa para el pueblo judío?
Estas letras emergen al papel para buscar sentido, para comprender. Tal vez el nuevo siglo nos enseñe que las herramientas en las que confiábamos para construirnos mejores personas, mejores sociedades, han quedado vetustas. Me resisto a creer que sea así. Al menos mientras no surjan medios mejores. Me enrolo en cambio en la fuerte convicción de que la educación es el camino. Una educación atravesada por la palabra como piedra de toque de todo sistema. En la palabra plena de sentido deposito mi esperanza, pero para que ella nos salve del abismo del horror y la barbarie es necesario el compromiso colectivo. Sólo será cuestión de encontrarnos para sostenernos, construirnos y salvarnos.