Allá por los años treinta, un viejo y mañoso político conservador decía que para gobernar bien es necesario pagar los sueldos todos los meses y controlar la calle. Cumplido esos requisitos, todo lo demás se reducía a saber decidir y a otorgarle a cada hombre el precio que se merecía. Después, claro está, hace falta un poco de suerte: una lluvia oportuna o que en algún lugar del mundo nuestra producción eleve sus cotizaciones. Cínico o no, el principio hubiera merecido la discreta aprobación de Nicolás Maquiavelo y del viejo Vizcacha. No sé si esta fórmula criolla sería exitosa en Suiza o en Bélgica, pero en la Argentina dispone de muchas posibilidades de dar resultado. Por lo pronto, pareciera que Javier Milei la está aplicando al pie de la letra y, a juzgar por las mediciones, mal no le va, sobre todo si en la vereda de enfrente no hay nadie o casi nadie. No exagero. Si los candidatos para conducir el peronismo son Cristina Fernández y Ricardo Quintela, Milei puede distenderse tranquilo. Es más, si las opciones a nivel nacional pasan por el resultado del duelo entre Milei y Cristina, los argentinos bien podemos permitirnos replegarnos en nuestra intimidad y que el último apague la luz.
Milei posee una personalidad singular, motivo por el cual los analistas lo consideran un outsider. Tal vez lo sea, pero los pilares fundamentales de su poder político, aquellos que le permiten hasta la fecha asegurar la gobernabilidad no son originales y en más de un caso parecen una copia de experiencias políticas anteriores. Podemos escribir largas parrafadas para registrar las diferencias entre Milei y Carlos Menem, o entre Milei y los Kirchner, pero en el tema exclusivo o decisivo del poder las similitudes son visibles e inquietantes. Menem era un sinvergüenza simpático, un cuentero eficaz al que le complacía ejercer sus dotes; los Kirchner son corruptos y narcisistas, pero capaces de ejercer liderazgos fundados en relatos que ocasionales multitudes compraron con entusiasmo y sin beneficio de inventario; Milei será loco, pero sabe pulsar emocionalmente el humor de sus seguidores en una coyuntura precisa en la que es posible que todos los argentinos estemos un poco locos. Menem, los Kirchner y Milei. Muy diferentes, pero los tres aspiran al poder absoluto. A los tres les molesta el Congreso, mucho más una justicia independiente y el periodismo y los periodistas los ponen fuera de sí. Es decir, a la hora de construir el poder son muy parecidos. Y a veces demasiado parecidos.
En tiempos de Menem soportamos una Corte Suprema de Justicia presidida por un impresentable como Julio Nazareno, el hombre que en La Rioja hacia los mandados en el estudio jurídico de los Menem; un Congreso cuyos integrantes en más de un caso levantaban la mano para votar las leyes más disparatadas a cambio de una buena recompensa, y una libertad de prensa que estuvo siempre amenazada. Con los Kirchner mejoraron los modales, sobre todo los modales para robar en gran escala, pero luego de unas fintas para la tribuna exigieron una Corte Suprema que se comportara igual que la Corte Suprema que modelaron en Santa Cruz. No lo lograron, o lo lograron a medias, pero si no avanzaron más no fue por escrúpulos republicanos sino porque no los dejaron. En tiempos de Cristina soportamos sus clases periódicas desde la Cadena Nacional, su radicalismo ideológico de opereta y la agresión obsesiva y ladina contra los periodistas y los medios de comunicación.
Milei, con su propio estilo, no está haciendo nada diferente. Es más, desde el punto de vista de la agresión verbal le saca varios cuerpos de ventaja a Cristina. Ginés González García nunca fue mi modelo de sanitarista o de dirigente político, más bien todo lo contrario, pero jamás se me ocurriría a una hora de su muerte insultar su memoria e incluso expresar mi alegría por su ausencia, como hizo Milei. Nadie es más bueno o más malo porque se haya muerto, y no hay ninguna ley que prohiba festejar la muerte de alguien, pero cada uno de nosotros sabe, en nombre de otro tipo de ley que no está en los códigos escritos sino en nuestra intimidad, en nuestras tradiciones y costumbres, que al cadáver de nuestro adversario más duro se lo respete mientras esté caliente. Tiempo habrá después para que la historia pronuncie su veredicto. Pues bien, ese tiempo para Milei no existe. Celebra la muerte y simbólicamente no vacila en patear la cabeza del finado o la finada en el sarcófago. ¿Metáfora? Las metáforas del poder son manipuladoras, temibles, y, en más de un caso, siniestras. Un presidente democrático ni ebrio ni dormido juega con la palabra "muerte". Esa faena se la dejamos a José Millán-Astray, al coronel Ramón Falcón, a Alberto Brito Lima o a los cachiporreros y cadeneros de la Alianza Libertadora Nacionalista.
Remember. A los pocos días de sus celebraciones por la muerte de Ginés González García, llegó su inspirada metáfora acerca de la muerte del peronismo, el cajón y el cadáver de Cristina. Y todas estas licencias verbales alrededor de los ritos tanáticos ejercidos desde la presidencia de la nación. ¿Adónde quiere llegar Milei con sus expansiones verbales?¿Cuál es su límite? Le recuerdo al presidente que el único antecedente que registra mi memoria acerca de celebraciones públicas de muertes provienen de Montoneros. "Vivan los Montoneros que mataron a Mor Roig", cantaban casi al borde del orgasmo. También "Duro, duro, duro con los Montoneros que mataron a Aramburu". Por esas creaciones poéticas el oficialismo peronista de 1973 calificó a los muchachos como "juventud maravillosa". En la UNL, yo fui testigo en 1975 del juramento a favor de la muerte de un rector peronista rodeado de matones armados hasta los dientes. Me dirán que Milei no mató a nadie. Es verdad, no mató a nadie, pero a su vez nadie puede medir el alcance de las palabras de un presidente de la nación celebrando la muerte. Se sabe que desde el poder no es necesario ordenar la muerte de nadie; a veces alcanza y sobra con celebrarlo; luego no faltará el fanático, el alcahuete o la chusma encargada de hacer la faena.
Más allá de estos entremeses, el gobierno se jacta de asegurar la tranquilidad pública. Como decía antes, la calle está controlada, no hay levantamientos populares; resignados o no, una mayoría de argentinos parece estar dispuesta a bancar los rigores de Milei, pero la experiencia enseña que los humores de la multitud cambian tan rápido como los amores de estudiantes que recordaba Carlos Gardel. Por más arrebatos de guapos que hagan, todos los argentinos, pero los hermanitos Milei en particular, saben que el gobierno es débil, que las leyes las aprueban a través de DNU o vetándolas con un tercio de representantes. Ese camino no es necesariamente imposible, pero convengamos que es tortuoso y todo se complica si el conductor en lugar de extremar los cuidados se comporta como un desaforado ebrio de poder.
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