Cada vez somos más los que nos preguntamos por qué la sociedad, y en particular las clases medias y los pobres, aceptan los rigores de este gobierno cuando en otras circunstancias por mucho menos escandalizaban las calles con sus protestas. Hay respuestas tentativas a ese interrogante porque en política siempre hay respuestas por más insatisfactorias que sean. Se dice que Javier Milei heredó una catástrofe y que está intentando remontarla. Es verdad, como también es verdad que Alberto Fernández dijo lo mismo en 2019; Mauricio Macri también dijo lo mismo en 2015 y, si nos vamos más para atrás, pareciera que nos queda otra alternativa que admitir que el arte de gobernar incluye un primer punto cuyo contenido consiste en afirmar que heredamos una catástrofe. Desde los tiempos de Álvaro Alsogaray y su consigna "hay que pasar el invierno", pasando por el diagnóstico de Bernardo Neustadt, "Estamos mal pero vamos bien", hasta llegar a la promesa del actual gobierno de que en algún momento vamos a ver la luz al final del túnel, la cantinela se reitera: ajustes, pérdida del poder adquisitivo, desempleo, recesión. Es decir todas las plagas de Egipto, con la advertencia de que es necesario pagar la fiesta, como si por estos pagos se hubiera celebrado algo así como una frenética bacanal promovida por Eros, Príapo, Baco, Dionisio y Afrodita; bacanal que ahora debemos pagar todos, y muy en particular los que no fuimos invitados a esa fiesta ni siquiera en la condición de mirones.
Perdón por la digresión, pero volvamos a la pregunta original: ¿Por qué las clases populares aceptan con moderado entusiasmo, y a veces a regañadientes, a este gobierno? Es verdad: Milei advirtió en la campaña electoral que se venían tiempos duros. No salió a bailar cumbia en los balcones ni prometió asados, heladeras llenas y jolgorios para los pobres. Lo que padecemos hoy, lo avisó. Y mucha gente considera válida la consigna de que quien avisa no es traidor. Dijo que iba bajar la inflación y equilibrar las cuentas fiscales y lo está haciendo. Dirán sus tenaces opositores que el anuncio es un fraude, que mucho peor que la inflación es la recesión, pero lo cierto es que la inflación bajó, aunque es lícito preguntarse si seguirá bajando y, sobre todo, si es la única variable del gobierno para atender las diversas necesidades del pueblo. Continuemos. Milei, además, dispone de la ventaja de jugar solo en la cancha porque, a decir verdad, frente a él no hay nadie o lo que hay son sombras, fantasmas, ánimas en pena o personajes más interesados en esconderse que en presentarse ante la consideración pública. Los tres dirigentes mejor considerados por la sociedad pertenecen al gobierno. Se llaman Javier, Victoria y Patricia. Lejos y a las cansadas viene el pelotón de los perdedores. Por ahora, nadie le hace sombra al "Javi", y en esas condiciones gobernar en un país como la Argentina es un oficio mucho más benigno.
Supongo que respecto a la inesperada popularidad de Milei hay amplias coincidencias, sobre todo cuando por diferentes causas la tradicional clase dirigente no puede eludir su responsabilidad, y el único político que puede ufanarse diciendo yo no soy culpable de los errores y horrores del pasado, es Milei. La pregunta del millón en este caso exige responder hasta cuándo va a durar esta luna de miel o esta buena racha, advirtiendo que tanto las lunas de miel como las buenas rachas en una mesa de timba, por definición en algún momento terminan. Y cuando esto ocurre se inicia el tiempo en que un dirigente debe probar su valía, su capacidad para lidiar con vientos en contra e incluso tempestades. Entonces ya no alcanza la retórica de la herencia heredada o el cuento de la buena pipa, porque ha llegado el momento en que un gobernante debe admitir los rigores de la realidad y dar respuestas a una sociedad que ha perdido la paciencia o considera que el crédito moral otorgado ha llegado a su fin. ¿Podrá hacerlo MIlei? ¿Podrá provocar el cambio que los argentinos anhelamos y que, palabras más, palabras menos, consiste en gobernar un país en el que haya lugar para todos? ¿Podrá hacerlo? Lo dudo. No digo que no, digo que lo dudo. Para mi gusto Milei es demasiado reaccionario, demasiado conservador, demasiado alejado de ese toque de sensibilidad que registra todo gobernante que ha trascendido en la historia. A estas carencias subjetivas sumo el dato objetivo de que esta Argentina con tantos argentinos es muy difícil de gobernar sobre todo para un gobierno cuya representación institucional es muy débil. Hoy, todo el crédito del gobierno reposa en el presidente. Es una buena noticia para la coyuntura, pero me temo que para el futuro no es lo más deseable porque un presidente sin soportes institucionales fuertes puede llegar a ser una hoja barrida por el viento o la tempestades.
Está claro que mientras las alternativas políticas a Milei sean las mismas personas responsables de la crisis, su gobierno dispondrá de un aval político generoso. Pero no hace falta que aparezca un Mesías opositor para que un gobierno fracase. Sabemos que las sociedades suelen ser inestables con sus amores. Lo mismo que ayer aplaudían mañana detestan. Pero además de inestables, en algún momento a estas sociedades se les agota la paciencia. Nunca se sabe cual es la gota que derrama el vaso, pero lo seguro es que en algún momento la gota llega y cae. Por lo pronto, el derrotero de Milei empieza a parecerse cada vez más al de los políticos que tanto criticó. Las mismas intrigas, las mismas serruchadas de piso, las mismas mañas, la misma fascinación por el poder. No me engolosino con la crítica. Tengo los años suficientes como para saber que en política se pueden hacer muchas cosas, menos magia. Con la comprensión y la ironía del caso, me animo a decirle a Milei y a sus seguidores: Bienvenidos a la casta; pasen y pónganse cómodos; hagan de cuenta que están en su casa. ¿Son todos lo mismo? No, no son todos lo mismo, por lo menos eso quiero creer, pero hay muchos, a veces demasiados, que se parecen. Insisto: dispongo del realismo necesario para no exigirle a un político que sea un santo, pero no estoy dispuesto a resignarme a convivir con malandras, farsantes o fanáticos.
No lo voté a Milei, pero estoy dispuesto no solo a aceptar la legitimidad del ejercicio de su presidencia, sino a reconocerle los pocos o muchos aciertos que tenga. Del mismo modo, que no me voy a sumar al coro de los arrojadores de piedras y los propiciadores de soluciones vía helicóptero, criticaré todo aquello que amenace las libertades y promueva un orden social injusto e impiadoso contra los más débiles. No me gusta que crezca el porcentaje de pobres e indigentes; no me gusta que a la clase media la empujen a renunciar todos los días a comodidades y beneficios ganados honradamente; no me gusta que los muchachos y las muchachas se vayan del país porque en este tierra el horizonte es cada vez más estrecho. Tampoco me gusta que el gobierno concentre el poder y agravie hasta la ofensa y el deshonor a periodistas y opositores. No me gusta que Milei los trate como "ratas", entre otras cosas porque, como Adolf Hitler lo sabía muy bien, el destino de las ratas es la fumigación y el exterminio. No me gusta que el presidente se ufane a nueve meses de gobierno de ser el más popular o sabio del planeta, tal vez porque siempre creí que las virtudes para ser verdaderas son los otros las que las deben reconocer y no uno mismo. ¿Qué es esto de andar ufanándose acerca de quién es el más inteligente, el más lindo o el que la tiene más grande, como dice Joan Manuel Serrat en una canción titulada, si la memoria no me falla: "Algo personal"? Conozco los riesgos y las tentaciones del poder y sé que no hay político sin una autoestima elevada, pero el narcisismo exacerbado, la fanfarronería procaz es otra cosa, y en algunos casos me temo que suele ser el síntoma inequívoco de un preocupante desequilibrio emocional.