Ubiquemos setenta años de la vida política. Para el redondeo, que quita vericuetos, digamos desde 1950 a 2024. Para usar un tic de lenguaje del Señor Presidente: "Bueno, bah, digamos". Son setenta años que, según don Javier Milei, le hicieron daño al país y su destino. Nací antes de esos setenta años dañinos. Soy un producto con fallas desde la fábrica.
Me crie en "calle Vera" (Gobernador Vera) en la ciudad de Santa Fe. El almacén era de don Pascual De Gennaro, recuerdo la libreta de hule negro y páginas con renglones que se llevaba para comprar fideos sueltos (fino y entrefino) galletitas sueltas, harina, queso de rallar. Se compraba todo lo que se usaba para la casa. El verdulero pasaba y mostraba, desde su carro, frutas y verduras de estación. Fuera de estación pocas y a otro precio.
La visita de los tíos del campo conformaba un día especial. Gallina, que no pollos; gallina vieja que había dejado de poner huevos cada tanto, según su ciclo, y eso era una fiesta. Sopa, como primer plato, siempre, siempre. No sobraba un peso. Ese fue un mundo que desapareció. Uno de los culpables del final de ese mundo, que incluía jugar a la pelota en la calle, fue el peronismo, los gremios, las leyes sociales, la legislación del trabajo, sueldos estables. El fin de muchas injusticias y la posibilidad de crecer y estudiar, de crecer seguro, pero de estudiar desde entonces. Eso provocó el peronismo. Después del 17 de octubre de 1945, en el mes de febrero de 1946, lo decidió el voto popular.
Había (apareció) dinero para invertir en un hijo que tenía condiciones y podía estudiar. Se cuidaba el medidor de kilovatios y se revisaba la factura. Nos pedían el teléfono prestado para llamar a los parientes de pueblos lejanos, porque había pocas líneas telefónicas en la cuadra y pedían el costo de la llamada, para pagar inmediatamente el exceso en una cuenta rigurosamente vigilada.
Estudiar también tenía lo suyo. En esa ciudad o en otra, en habitaciones prestadas, con apuntes usados y el "paté y las galletitas criollitas" como único plato algunas veces. Nada era fácil. Todo se conseguía sabiendo que se crecería. Que había un mañana mejor. Se le contaba a los padres de materias rendidas. Todavía estaba Florencio Sánchez, un pintor de las familias de tantos que aspiraban a subir y vivir más claramente el amanecer de los años por llegar. En 1903 escribió "M' hijo el dotor", obra de teatro que se estrenó en Buenos Aires. Ya estaba eso que después se llamó/se llama "movilidad social ascendente".
Aparecía, se sostenía, un mandato para mañana. Todos podíamos llegar. Tal la sustancia de la esperanza. Si en esa intangible sustancia de la visión del mañana (por allí transcurre la esperanza) no hay cohesión, no hay futuro. Es difícil de explicar/convencer/sostener que el futuro es nada más que sacrificio para recuperar un tiempo pasado que fue como se cuenta: de esperanzas de una vida más plena, más sólida en economía, comida, confort. ¿Se entiende?... Sacrificarnos -ahora- muchísimo para volver a un pasado de sacrificios es, cuanto menos, raro como elemento de fe social.
La abuela vivía con nosotros y opinaba. La escuchábamos, no siempre le hacíamos caso, pero se la escuchaba. Cuando viajaba al centro de la ciudad a cobrar su pensión del abuelo, maestro carpintero en las Escuelas de Artes y Oficios que había en Jobson/Vera, en Cañada de Gómez, en Coronda, todos sitios donde trabajó, la acompañaba. Volvíamos en tranvía de un mercado, en el centro de la ciudad, con choricitos de copetín o unas costeletitas de cerdo; no las dos ofertas, una sola a elegir. Una vez al mes cambiaba el menú pero la abuela no se olvidaba: primero la sopa. Desde la parada del tranvía cuatro cuadras hasta la casa.
Había una olla grande para el puchero y guisotes, a veces fideos, a veces arroz. Teníamos la olla negra de fierro, pequeño hornito de aquellos tiempos. El pan viejo se rayaba. Sufría mucho el día del hígado con cebollitas, nunca me gustó. Ese día no comía, en la casa donde crecí era un plato para todos. La misma comida, sin excusas. Es lo que hay, decía mi viejo. Era yo quien hacía los mandados. A la carnicería con el papelito y las instrucciones. Al almacén con la libreta mensual. Yo vi el sello de la flor del ceibo en la carne. Se esperaba el día de pago y se pagaba "el fiado", y había fiado porque se podía, no aumentaban las arvejas sueltas de un mes para el siguiente.
El guardapolvo igualaba y el almidón se hacía con agua tibia. Crecer era un mandato y una esperanza. A veces nos llevaban al cine. El lápiz era el Faber Nº 2 y había sacapuntas. Las Malvinas son argentinas. Año del Centenario de la Muerte del General San Martín. Lo escribía en el cuaderno. Claro que pasaba el "botellero". También el basurero. Había, sin disimulos, diferencias sociales. La puerta estaba abierta. Hay historias. Todos somos esas historias.
Una de las frases centrales, de las ideas fuerza, del eje de su discurso público es indicar (hablo del Señor Presidente Milei) que vivimos equivocados por setenta años. Que debemos recuperar aquello que refería a un destino de grandeza, una Argentina Potencia, si se me permite o, como decía Helio Jaguaribe, "Argentina está condenada al éxito, en comunión con Brasil". El brasileño se refería a una sociedad del sur de América con Brasil como hermano mayor, que lo es, sin dudas.
Cuando nuestro presidente refiere a una economía diferente… en una sociedad diferente y, por tanto, con rasgos societarios que nos quitan de lo sucedido en los últimos setenta años, obliga a que me pare en el año 1950. Javier Milei suele llevar la cuestión a 1920, donde ya estaban consagrados el voto popular (universal) y la igualdad ante la ley, pero en demasiadas oportunidades ha dicho los últimos setenta años.
He sido y soy un desesperado crítico del Grupo K posterior a la muerte de Néstor K. Los números y las respuestas sociales me quitan el peso de la denuncia. Todos denunciamos, porque todos la vemos (yo también) a una sociedad que se fue a la pobreza, el desvarío, la idea del "Estado teta lechera". Vivimos en mitad de la misma sociedad torcida.
Todos creen, yo también, que es necesario reformular el Estado, que se hace necesario denunciar a los corruptos, premiar al que estudia, no gastar más de lo que se tiene ("Todo hombre debe producir al menos lo que consume") y que el trabajo dignifica.
Por razones de construcción, así fuimos construidos muchos de aquellos que aún estamos, entendimos que el eje de una sociedad es la justicia, que en esa palabra está castigar al delincuente, al corrupto, y premiar al honesto y al que se dedica a lo que puede, a lo que sabe, para vivir y crecer (vivir es crecer, mejorar, buscar esa palabra indefinible que solemos resumir en confort, felicidad, buen pasar, mejores días de jornada en jornada) y que no es posible crecer sin justicia social. Que no es posible… ¿se entiende?
Don Javier, en la primera semana de enero, después del paso de Los Reyes Magos, fui al supermercado. Volví con la sensación de que se vienen años como aquellos de mi infancia, donde con nada, con poquito, éramos felices porque era un caminito de ida hacia eso, una sociedad más justa, más de todos, más mía y de tantos hermanos. Todo lo bueno estaba lejano en el supermercado.
Don Javier, la semana que viene debo ir otra vez "al súper" y sus leyes de dos por uno, tres por uno y el día de la tarjeta "tal y tal". Debo ir… me corrijo: debería. ¿Con qué dinero? ¿Con qué plan? ¿En mitad de enero, con qué esperanza en los días por venir? Si la esperanza es aquella que fue, aquella de mi niñez, de poco vale una visita a los centros comerciales, donde ya no hay fideo fino y azúcar refinada.
La verdad, la verdad… insultaré/insulto a quienes nos dejaron en este punto del camino. Con lo que usted piensa hacer, le juro, tengo miedo. Miedo del carrito. Miedo del supermercado y debo agregar: tengo angustia por aquellos que no pueden pensar en el supermercado, mucho menos en el almacén de don Pascual y la libreta con tapa de hule negro, para el fiado hasta el 5 del mes que viene. Parece chiste pero es real: ¿Cómo será el mes que viene?
Soy periodista, tengo las preguntas, no se ninguna de las respuestas
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