Quien suscribe estas líneas debió, por actividad profesional, volver sobre las carreras de dos viejos conocidos, que -más allá de diferencias de géneros y estéticas- tienen una cosa en común: se destacan en las artes plásticas y la música. Es decir: Dios, la Providencia, el Supremo Arquitecto del Universo, el Primer Motor aristotélico o una peculiar alineación de genes y crianza les brindaron dos talentos artísticos. Alguno dirá: "¿Por qué a ellos dos, y a otros ninguno?"
Los excepcionales
En estos días en los que las ciencias sociales, las que nos ayudan a entendernos -misión tan loable como las de las que nos ayudan a conocer el mundo físico, a pesar de algunos discursos imperantes-, se abocan a entender la emergencia de Javier Milei como fenómeno político, surge un ejercicio interesante. Repasando algunas de las potenciales víctimas de sus recortes, aparecen ciertas constantes: científicos (especialmente sociales, o de ciencias duras básicas), músicos, actores, cineastas (que con el fin del Incaa producirían sólo lo que las plataformas se animen a financiar). Es decir: quienes han sido bendecidos con talentos excepcionales, que deberán poner al servicio de lo que el mercado disponga, entendida la ciencia como generadora de bienes y servicios y el arte como entretenimiento.
Es de sospechar, sin que haya habido grandes declaraciones en torno a esto, que el mismo discurso se aplicaría al Enard y los deportes amateurs que sostiene. Que son casi todos, en un país en que fuera de los futbolistas casi ningún deportista puede vivir de su disciplina. El hockey y el rugby podrían volver al dominio de clases que no pasan sobresaltos, imaginan. De la gimnasia artística y rítmica se puede prescindir, porque tienen tufillo a mundo soviético y actual Brics (¿Qué eran Olga Korbut o Liudmila Turíshcheva sino propaganda del trapo rojo? O tampoco: Lilia Lemoine seguro que no las conoce). "Si quieren plata, llenen un estadio", le van a decir a Candela Francisco, campeona continental de ajedrez a los 16 años en mayo pasado, cuando pida algún pasaje.
Por último, el enemigo final: "la casta". Agrupamiento azaroso que reuniría a los dirigentes políticos, sindicales y sociales "que viven de la teta del Estado o los trabajadores". ¿Por qué traemos a colación esto aquí? Porque independientemente de ideologías y del grado de corrupción u honestidad, los políticos "de raza" son eso: una raza especial, que puede convivir con temas de vida o muerte allí donde otros se ahogan con banalidades. Mientras Arturo Illia, Fernando de la Rúa y Alberto Fernández sufrieron el cargo, Carlos Menem y Néstor Kirchner memorizaban personas de todo el país y la circunstancia en las que las conocieron, o pararon a ver un partido en medio de una negociación con el Fondo.
¿Hay mejor definición de "hombres de Estado" que Miguel Ángel Pichetto o Aníbal Fernández? Mención aparte de Cristina Fernández de Kirchner, quien tras la muerte de su marido se tomó menos días de licencia que otros por una mudanza; esto sin contar la enfermedad de su hija, el asedio judicial, la fabulación mediática y el enterarse (minutos después) de que casi le vuelan la cabeza. Mucho "se saca el cuero" a estos y otros dirigentes, en muchos casos con argumentos válidos, pero está claro que no es un trabajo para cualquiera.
Los haters
¿Entonces a dónde llegamos? Hace algunos años planteamos que "el hater es el sujeto político de nuestro tiempo". Y la primera relación es fácil: hace años los insultadores seriales sobre política o lo que fuese, desde llamarle "negra con plata" a Antonella Rocuzzo a pedir la muerte de alguien o amenazar a tirios y troyanos (del "van a salir escupiendo sangre" de El Presto al "van a correr en culo" de Revolución Federal) recorren las redes. Hoy muchos se mueven en cardumen en torno a la candidatura de Milei, y atacan en manada a Lali Espósito, Wos, Ca7riel o cualquier figura pública que ataque las ideas del economista desgreñado, o que haya osado quejarse poco durante el gobierno de Alberto Fernández.
Las figuras públicas siempre son la comidilla de los haters, que tratan de demostrar que esos famosos no son mejores que ellos; incluso que son peores, porque no son "verdaderos laburantes" y tienen una vida cómoda (Kurt Cobain y Amy Winehouse podrían decirles lo contrario). Y al primer traspié hay que caerles encima: especialmente si son de extracción humilde, como L-Gante (que de sus changas pandémicas separaba parte de la plata para costearse los videoclips).
Antes de las redes sociales, y sin justificar el crimen que cometió, hubo un regodeo en la caída en desgracia de Carlos Monzón: por fin "ese negro" iba a dejar de acostarse con las mujeres más deseadas y envidiadas, como Ursula Andress o Susana Giménez, y terminaba en la celda que lo esperaba en Las Flores, por pura cuna lumpenproletaria.
Decimos todo esto porque en Milei y el discurso libertario se condensan esas bajas pasiones: el resentimiento que genera la insatisfacción. En un discurso meritocrático curiosamente se busca acariciar el ego herido de quienes no tuvieron las condiciones o el coraje para destacarse (que somos la mayoría), en un mundo que ya lleva varios años prometiendo y exigiendo.
Los hijos malditos
"Fight Club" ("El club de la pelea") es una película de 1999, dirigida por David Fincher y basada en la novela homónima publicada por Chuck Palahniuk tres años antes. Allí, el narrador (Edward Norton) es un empleado que odia su vida y su trabajo, hasta que conoce a un personaje que es su antítesis, Tyler Durden (que es protagonizado por Brad Pitt), quien propone la creación de un club de peleas tipo "vale todo" para desfogarse de las frustraciones cotidianas. Sin ahondar en la verdadera relación entre ambos (de todos modos, ya no sería un spoiler, veinticuatro años después), viene bien traer a colación el discurso de Tyler en la apertura del club:
"Quiero a los mejores en el club de la lucha. Veo mucho potencial, pero está desperdiciado. Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco lo entendemos y estamos, muy, muy cabreados".
El proyecto final de los frustrados luchadores es convertirse en un grupo terrorista y salir a dinamitar edificios. Lo que Palahniuk no previó es que hay muchas formas de salir a dinamitar la sociedad, algunas sin afectar intereses de desarrolladores inmobiliarios.
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