No sé si lo que se firmó en Tucumán fue un pacto, un acuerdo o un acta. Lo seguro es que un presidente sin un gobernador y con escasa representación parlamentaria convocó a dieciocho gobernadores, dos ex presidentes, más diputados, senadores y curiosos de todo pelaje. Un presidente débil no se da ese lujo. Para hacer lo que se hizo, hay que disponer de recursos, de iniciativa y además de consenso social. No sé qué pasará en el futuro; no sé si lo que se dijo se cumplirá o será letra muerta, pero por lo pronto admitamos que Javier Milei, además de sus desequilibrios emocionales y su concepción facciosa y reaccionaria de la política, dispone de algunas virtudes. Consejo de oro: no lo subestimemos. El hombre además de los defectos que tiene, es inteligente, sabe relacionarse con el pueblo, conoce las rutinas del poder, no es tonto, todo lo contrario, pero sobre todo sabe lo que quiere y cree en lo que dice. "Irá lejos porque cree en lo que dice", dicen que dijo el Conde de Mirabeau oyéndolo hablar a Maximilien Robespierre. No voy a ser tan exagerado de comparar a Milei con Robespierre y, mucho menos, desearle ese final, pero convengamos que la convicción algún aporte hace a favor del político. Y a Milei lo que le sobran son convicciones. Jair Bolsonaro, Santiago Abascal o Donald Trump no me dejarán mentir.
Milei habla de una refundación de la Argentina. No es el primero que lo dice y, seguramente, no será el último. Por lo pronto, todas las dictaduras militares se plantearon ese objetivo: dar vuelta la página de la historia. Y todas fracasaron. O si la dieron vuelta, fue para atrás, no para adelante. Lo siento por Milei, pero la Argentina no necesita ser refundada, lo que necesita es que sus dirigentes la gobiernen bien prescindiendo de retóricas ampulosas. Y gobernarla bien, significa gobernarla para que sus 48 millones de habitantes vivan con dignidad. En estos temas se impone ser como Carlos Bilardo: resultados. El llamado "Pacto de Tucumán" propone diez puntos de acuerdos que en la mayoría de los casos son generalidades o temas que ya contempla la Constitución Nacional. O sea: no hacía falta ir a Tucumán para admitir que estamos de acuerdo con la propiedad privada, con las reformas laborales, previsionales e impositivas, con reducir el gasto público, con una educación de calidad para todos. En todo esto estamos de acuerdo a primer golpe de vista, pero el acto de firmar un acta a partir de una convocatoria presidencial marca una diferencia. Veremos qué pasa después, pero convengamos que el presidente se anotó un poroto político a su favor. En los actos, acuerdos, convocatorias muchas veces se firman generalidades porque lo que importa son las relaciones de fuerza que lo hacen posible. "Paz, pan y trabajo", puede ser la consigna de un grupo de monjitas comprometidas, de dirigentes de movimientos sociales, de alguna ONG, pero en 1917 esa consigna fue la que agitaron los revolucionarios rusos para hacer la revolución de los soviets, de lo que se deduce que lo que importan son las estrategias de poder más que las palabras que se las lleva el viento o se archivan en un expediente.
Se dirá que a Tucumán no fueron cinco gobernadores. Importa, pero no tanto. En 1816 en el Congreso que declaró la independencia faltaron todas las provincias del Litoral. Y en 1852 a San Nicolás fueron todas, pero al poco tiempo la legislatura porteña no aprobó las gestiones del venerable Vicente López y Planes, por lo que en la asamblea constituyente celebrada en Santa Fe solo estuvieron presentes "los catorce ranchos", según la imagen elegante del distinguido señor Mariano Nicolás de Anchorena. Insisto: en los pactos se resuelven relaciones de poder. Y muchas veces los firmantes se parecen más a tahúres que a honorables caballeros. Según enseña la historia, los pactos se firman para cumplirlos, para cumplirlos a medias o para no cumplirlos. Dicen que después de la firma del pacto con Arturo Frondizi, un peronista de hacha y tiza le pregunta al general si cree que Frondizi va a cumplir con lo estipulado. Juan Domingo Perón le responde que no, que no va a cumplir. El compañero peronista lo mira algo desconsolado, pero después Perón agrega con un guiño de ojo que era una marca en el orillo de su estilo: "Pero nosotros tampoco lo vamos a cumplir". No sé quién va a cumplir y quién no en este pacto tucumano. Sí recuerdo, en homenaje a la historia, que el Tratado de Pilar se firmó entre Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos para cagar a José Gervasio Artigas. Esa fue la imputación que el propio Artigas les hizo a sus ex compañeros de correrías federales: Estanislao López y Francisco Ramírez. Unos meses después, en el Tratado de Benegas, López y Martín Rodríguez lo cagan a Ramírez, y no conforme con ello, el caudillo santafesino procederá en su momento a degollar al Supremo Entrerriano; es más, durante una larga temporada la cabeza de su ex amigo lo va a acompañar como una calavera de Hamlet en sus obsesivos monólogos en el escritorio de su despacho. Bustos, el caudillo de Córdoba, acompaña estas gestiones con la ilusión de que en algún momento se convoque un Congreso en la ciudad de Córdoba. Con esas esperanzas se firmó el Tratado del Cuadrilátero integrado por Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes. Todo prolijo y en orden, pero en uno de sus últimos artículos los firmantes informan que retiran sus diputados del "diminuto" Congreso que se está celebrando en Córdoba. Dicho con otras palabras, ahora la víctima del esquinazo es Bustos. Al pacto del 4 de enero de 1831, Juan Manuel de Rosas y algunos amigos lo convocan para poner límites a la Liga Unitaria de José María Paz. Cuando las traviesas boleadoras lanzadas por un gaucho analfabeto bolean el caballo del "Manco" Paz, no solo desaparece la Liga Unitaria, sino que también desaparece por parte de Buenos Aires el interés por organizar jurídicamente la nación. Sobre este tema, desde hacía años los políticos porteños tenían algo bien en claro: el país se organiza desde Buenos Aires o no se organiza. Los gobernadores en la historia del siglo XIX también se las traían. Cuando Justo José de Urquiza se pronunció contra Rosas, el único gobernador que lo apoyó fue el de Corrientes. Los demás marcharon presurosos a Buenos Aires para arrodillarse ante Juan Manuel y su hija Manuelita. Cuando Urquiza ganó en Caseros, aún no se había disipado el humo de los cañones cuando los gobernadores súbitamente cambiaron de opinión y se declararon urquicistas de la primera hora.
El 9 de julio, Milei y sus colaboradores marcharon de Tucumán a Buenos Aires para participar en las ceremonias patrias, entre las que se incluía como novedad el desfile de las fuerzas armadas. Alguna vez se sabrá por qué la vicepresidente no fue a Tucumán. Según se dijo, se lo impidió una gripe agresiva, pero se ve que tan agresiva no debe de haber sido porque al otro día estaba alegre y jovial contemplando el desfile de tropas y, no conforme con ello, se subió a un tanque de guerra, decisión compartida con el presidente. Si la memoria no me falla a los que les gustaba pasear montados en tanques de guerra era a Hugo Chávez y al dictador de Corea del Norte. Ahora Javier y Victoria se sumaron a esa suerte de kermesse castrense. De todos modos, me parece bien que las fuerzas armadas desfilen y que la nación vaya suturando heridas añejas. No olvidar que un general de sesenta años en 1976 era un niño que aún no había terminado la primaria. Muchos argentinos disfrutaron contemplando el desfile de los granaderos, y me parece bien que expresen esa alegría. Los militares son una institución legítima de la nación y como tal deben ser tratados. El desfile en ese sentido tuvo un valor simbólico y político imposible de desconocer. Tampoco se puede ignorar que si MIlei y Villarruel no hubieran ganado las elecciones ese desfile no se hubiera hecho o no hubiera tenido el despliegue que tuvo. Todo bien y felicitaciones. Dicho esto, conviene agregar, por las dudas, que si bien los militares son una institución legítima de la sociedad, una institución subordinada al poder político del estado nacional, eso no las transforma en la reserva moral y espiritual de la nación como se cansaron de decirlo entre 1930 y 1983. No son ni más morales ni menos morales que nadie. Sus objetivos están claros en la Constitución, como también están claras las sanciones a quienes desobedecen la ley. Digámoslo de una buena vez: hoy no hay condiciones para cuartelazos y asonadas militares. Nadie las quiere y supongo que tampoco los militares las quieren. Pero por las dudas, nunca está de más aclarar.