El 27 de noviembre de 1939 el filósofo José Ortega y Gasset brindó una conferencia en la ciudad de La Plata, que tituló "Meditación del pueblo joven". Ese día el pensador español, en el Salón Dorado del Palacio Municipal platense colmado de público, confesó que tenía "una gran fe" en su "prédica -paladina o solapada pero constante- ante los argentinos", e inmediatamente expresó -a su atento auditorio- que esa prédica les grita: "¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos".
Pasaron ya muchos años de la disertación de Ortega, pero sus punzantes palabras siguen interpelándonos. Aunque más allá del significado que podría atribuírseles, resulta legítimo tomarnos la licencia de adaptarlas para conmover ahora una grave situación, en nuestro país quienes ocupan los cargos públicos más importantes no se dedican cabalmente a sus funciones. Es hora, entonces, que la ciudadanía le grite a cada uno de ellos: "¡Haz tu trabajo!"
La escasa aplicación a las funciones asignadas resulta un comportamiento habitual en los Poderes del Estado nacional y provinciales. Lo usual es que cumplan formal o aparentemente sus tareas, en tanto nunca dejan de suscribir lo que es producto de la estructura burocrática estable que tiene cada órgano estatal. Firman decretos, dictámenes o sentencias, sin haberse involucrado con seriedad en el asunto.
Suele observarse que quien ocupa una banca de Diputado o Senador no genera proyectos de ley ni se compromete en ajenos, como tampoco concurre a las sesiones en pleno ni participa activamente en las comisiones, o todo ello lo hace en escasas ocasiones. Pero, en cambio, ese legislador dedica su esfuerzo y tiempo a una vida política activa para otras finalidades, como a una futura candidatura.
En el Poder Ejecutivo, quienes están a su cargo deberían asumir un amplio abanico de asuntos, tal como surge de la simple lectura de cualquier norma que organiza los ministerios, con temas relativos a la economía, educación, salud, trabajo, seguridad, entre otros. A su vez en cada una de esas carteras, están las problemáticas específicas que deben afrontar los ministros, junto a otros cargos importantes como son los asesores, secretarios y subsecretarios. Pero aquí, al igual que en el Legislativo, priman los gustos personales para enfocarse sólo en los asuntos que les interesan, sin importarles los restantes que dejan en manos de la burocracia, la cual genera el trabajo que terminarán firmando.
La dedicación es selectiva y escasa, hasta llegarse en algunos casos directamente a evitarla. Igualmente, resulta justo dejar a salvo que hay y hubo honorables excepciones. En este sentido, también requiere una distinción lo que sucede en los principales cargos de los Poderes Judiciales. Aquí son minoría quienes no se ocupan cabalmente de sus funciones, en tanto el resto se aboca a conciencia y con esfuerzo. Queda invertido en términos de dedicación, entonces, lo que es mayoría y excepción en comparación con los otros Poderes del Estado, debido -esencialmente- a una característica propia de lo judicial. Se trata de la existencia de la prohibición a las autoridades judiciales de tener participación activa en política.
Ese es un rasgo distintivo y necesario del Poder Judicial que incide en esta problemática, pues genera –en lo que interesa- un resguardo para la dedicación plena del trabajo. El "canto de las Sirenas", las dulces canciones de la política, no los seducen por estar -como Ulises al navegar por la isla de las Sirenas camino a Ítaca- atados al mástil por aquella prohibición para no perderse. No obstante, algunos han concebido la posibilidad de una "justicia militante", lo cual tiene un desenlace lamentable, porque quienes "militan" caen inexorablemente en el mar hechizados por la política. Estos "militantes judiciales" al quedar empapados de política –además de distraerse- arruinan el traje de la independencia e imparcialidad con que deberían ejercer las funciones.
Pero una vez hecha esta digresión sobre la "justicia militante" y dejándola de lado dada su condición patológica en las instituciones republicanas, observamos que hay un sector minoritario de este Poder que -igualmente- no se dedica a conciencia a sus funciones, que si bien no tiene la distracción de la política la busca en otro lado. Son aquellos que sin dejar de suscribir sentencias y resoluciones, se abocan a otras actividades que no son normativamente incompatibles con la función judicial, pero la sobrepasan en tiempo y ocupación.
Se trata de las actividades académicas vinculadas a la docencia e investigación, a través del dictado de conferencias, cursos y clases en institutos y universidades, o con publicaciones en revistas y libros. Pero el problema se suscita cuando se vuelcan a ellas de manera desorbitante, con una presencia extendida y constante, por lo cual, la ausencia en sus trabajos judiciales resulta una consecuencia inexorable. Basta con tener en cuenta la cantidad y complejidad de los asuntos en el Poder Judicial, para darse cuenta que no hay manera de que haya tiempo para participaciones académicas en exceso. En cambio, si la enseñanza educativa se efectúa con resguardo del tiempo y preocupación por el trabajo, tiene un valor y beneficio importantísimo para la administración de justicia.
La problemática descripta, entonces, atraviesa -con diferencias- a los tres Poderes del Estado y sucede desde hace mucho tiempo. Para encontrarle una salida hay que ahondar aún más en qué consiste el incumplimiento y sus posibles causas. Existen diversas normas que asignan las funciones, como también otras que responsabilizan por no realizarlas. A su vez, con una lectura de las labores previstas, queda en evidencia que no se pretende ni sería posible una dedicación en la que el elegido tenga toda su gestación. Dada la magnitud cuantitativa como cualitativa de las funciones resulta imposible su realización personal.
La organización estatal dispone para ello de una estructura compuesta por numerosos funcionarios y empleados que participan en el proceso o elaboración del trabajo, que deben estar bajo la dirección de los principales cargos públicos. En este contexto, la cuestión es determinar cuál es el grado esperable de involucramiento de estos últimos.
Una participación personal, con presencia concreta y en cantidad adecuada de horas diarias brindadas, resulta un piso indispensable. No puede dudarse que a mayor jerarquía, corresponde mayor contracción con la tarea que debe realizarse. Además, por las características de las funciones, se requiere de un liderazgo o gerenciamiento de los asuntos. A estos conceptos no hay que aceptarlos en su forma insustancial, que es cuando se quedan en meras palabras que sólo maquillan una aparente gestión pública para mostrarla en el sitio virtual del organismo.
Cuando no existe una ocupación seria y comprometida se cae en una apariencia, que si bien podría facilitarles sortear la obligación legal del cumplimiento de sus deberes, no evitará el juicio moral por su desidia e indolencia. Porque, en definitiva, este abordaje no pretende ser un análisis jurídico sobre el cumplimiento de las funciones, sino de moral pública con la esperanza de que haya algún día ejemplaridad.
Hay que tomar consciencia que este comportamiento inadecuado provoca consecuencias nocivas. Da lugar, por un lado, a un mensaje implícito de desinterés que baja hacia los restantes puestos que ven diariamente el abandono del trabajo. Por otra parte, el vacío laboral lo terminan ocupando funcionarios de categorías menores que no tuvieron que reunir las exigencias constitucionales y legales de los cargos más relevantes. Y, el más grave efecto, es que la ciudadanía queda librada a la suerte de lo que pueda brindar como respuesta la estructura burocrática.
En esta instancia arribamos a un punto neurálgico del problema, que son los motivos de esta conducta, aunque ya estuvieron latentes en lo expuesto. Unos lo hacen porque utilizan el cargo a fin de ir escalando en el poder hasta alcanzar el lugar que ambicionan. Otros debido a que sólo se abocan a los temas que son de su preferencia, desatendiendo los restantes. Pero en todos los casos, siempre existe además -soterradamente- la intención de querer estar vigente y mantenerse en el poder, junto a un disfrute de su ejercicio por los beneficios personales que brinda.
En definitiva, se ocupan los cargos públicos relevantes sin otra finalidad que por el poder que implican. Buscan acceder al poder por el poder mismo. Hay una simbiosis lamentable entre política y poder, en provecho mutuo. Estas conductas, entonces, se inscriben en un mezquino ejercicio de la política. Es una política en minúscula, sin trascendencia, aquella que no tiene la vocación de mejorar el bienestar de la sociedad. Ante este deterioro profundo en la moral pública por la falta de dedicación, resulta imperioso comenzar -entonces- por exigirles que cumplan a conciencia y seriamente con su trabajo.