Había previsto escribir sobre la escabrosa y breve trayectoria de Diana Mondino en la Cancillería, o acerca de las cataratas de insultos del presidente Javier Milei en el acto celebrado en la Fundación Mediterránea y que en la ocasión contó con Raúl Alfonsín como víctima propicia. Pero el viernes a la mañana desperté con la noticia de la muerte de Juan José Sebreli y, perdón a los lectores, en términos afectivos e intelectuales Sebreli me importa mucho más que las personas citadas con anterioridad. Suelen pasar esas cosas. Sebreli no fue presidente, no fue canciller, no fue ni ministro ni diputado, jamás ocupó algún cargo público, pero nos dejó aquello que perdurará a lo largo de los tiempos, que son sus magníficos libros, libros a los que leí más de una vez y que seguramente seguiré releyendo, porque cuando las ideas van acompañadas de la lucidez y el estilo el placer para la inteligencia está asegurado. Y el autor que es capaz de brindarnos esa satisfacción merece nuestro reconocimiento, nuestro afecto, porque más allá de la muerte a mí me consta que seguiré conversando con Sebreli, pues, bueno es decirlo, con estos autores uno establece una suerte de singular amistad, un lazo afectivo que nos acompañará siempre, la única y exclusiva eternidad que admitimos los agnósticos .
A Sebreli lo conocí a través de sus libros. No sé si el primero que leí fue el texto sobre Ezequiel Martínez Estrada y la rebelión inútil, o su ensayo sociológico cuando aún la carrera de Sociología no había producido ningún egresado, "Buenos Aires, vida cotidiana y alienación". A partir de ese momento, de ese encuentro, no lo dejé más y fui uno de los tantos lectores que aguardaba con impaciencia su nuevo libro. Entonces conocía de él su participación en la revista Contorno, su relación con la revista Sur, sus polémicas con los intelectuales de fines de los años cincuenta y sesenta. Siempre defendió su independencia intelectual. Nunca eludió el debate político, por el contrario lo propició, pero lo hacía desde ese lugar de intelectual tal como lo proponía Sartre. Alguna vez se definió, para escándalo de las más diversas tribus de izquierda, como "socialista solitario", pero esa soledad no era indiferencia, egoísmo, encierro en la torre de marfil, por el contrario para él fue su posicionamiento para participar en las borrascas de su tiempo. Esa soledad, por ejemplo, no le impidió acompañar con solicitadas y manifiestos las críticas a los sistemas autoritarios entre los que incluía al populismo y su versión criolla, el peronismo. En ese sentido, su libro "Los deseos imaginarios del peronismo" resulta indispensable para ejercer la crítica a esta cultura política que siempre se pretendió hegemónica y gestadora de mitos y leyendas en la mejor tradición fascista.
Sebreli siempre discrepó con "la corrección política" y en estos temas era un verdadero aguafiestas, título de uno de los pocos programas de televisión en los que participó. Independiente, solitario, inorgánico, pero en tiempos en que ser gay significaba hacerse cargo de agresiones, descalificaciones morales y burlas impiadosas, él junto con Blas Matamoro y Manuel Puig, entre otros, fundó el Frente de Liberación Homosexual (FLH), del que se apartó cuando una mayoría de sus integrantes decidieron adherir al peronismo. Las discrepancias políticas, ideológicas, emocionales comenzaron al día siguiente de constituido el FLH. Muchos de estos protagonistas hoy no están en este mundo, pero esos debates duros, dispersos, sostenidos en revistas improvisadas, en bares de la madrugada o en plenarios tumultuosos, dan cuenta de la riqueza intelectual de un tiempo y de una generación de la cual Sebreli fue uno de los últimos testigos
Lo conocí en el bar de la librería "Atenea" de Avenida Santa Fe, a media cuadra de Callao. Un amigo común facilitó el encuentro que se prolongó por más de dos horas. Sebreli se parecía mucho al personaje que uno imaginaba a través de sus libros. No era pedante y conversaba de igual a igual. Como buen sartreano el humor no era su fuerte; tampoco reía con facilidad. Porteño hasta en el modo de toser, deploraba la decadencia progresiva de la ciudad. "Avenida Santa Fe se parece cada vez más a un barrio de Plaza Once", decía casi al borde de un suspiro. Hablamos poco del peronismo porque por lo general no se habla de lo que se comparte como pensamiento. Lo único que recuerdo que me dijo relacionado con la llegada del peronismo en 1945 es "Tuvimos mala suerte". Y lo decía dolido. "En esos años había diversas soluciones políticas, pero los argentinos elegimos la peor". Después me recordó una frase que con relación al peronismo pronunció Rodolfo Ghioldi en un acto de la Unión Democrática: "Cóctel atroz de restos de mesas diferentes".
Dije que leí y releí todos los libros de Sebreli. Por supuesto hay algunos que me gustan más que otros. "El vacilar de las cosas", me parece el más logrado en términos de reflexión teórica. Lo mismo puedo decir de "El asedio a la modernidad" o "Dios en el laberinto". Admito que mis opiniones son opinables y que el propio Sebreli acerca de su obra tenía otras preferencias. Carlos Fayt alguna vez escribió acerca de sus libros: "¿Quién no se enojó al leer algún texto de Sebreli que, seguramente, dice algo que uno no hubiera querido leer? No obstante ello, el enojo se disipa rápidamente, porque en ese texto que nos disgusta sabemos que hay un examen certero de los hechos; un análisis reflexivo de los conceptos, los juicios y los valores que se refieren a la cuestión; una investigación relacionada con los intereses que se vinculan con el tema desarrollado y que influyen sobre él. Y, lo más importante, una verdad dicha con estilo y amenidad envidiables, por una persona valiente que, con sus actos, sus palabras y su ejemplo, descubre cuánto de lo indigno se oculta detrás de lo "políticamente correcto".
En todos los casos, lo que importa reconocer es el vigor de su pensamiento y la calidad de su escritura. Imposible encasillarlo ideológicamente, aunque en su obra la presencia del marxismo es más que visible; un marxismo matizado, abierto, opuesto a las versiones totalitarias, populistas, mesiánicas. Como sus maestros de la Escuela de Frankfurt, con los que después también discreparía, se reconocía como marxista y hegeliano, y, con cierto tono irónico, manifestaba sus preferencias por Georg Hegel y afirmaba que Carlos Marx era algo así como un hegeliano de izquierda. Si con algo se identificaba plenamente era con el discurso ilustrado de la modernidad. No negaba sus contradicciones internas, pero consideraba que allí estaban las ideas y los valores a defender contra los asedios de las diversas modalidades de irracionalidad de derecha y de izquierda. Si apoyó a gobiernos "burgueses" y a ciertas modalidades del capitalismo, lo hizo en nombre de una perspectiva más amplia que incluía el humanismo, el desarrollo de las fuerzas productivas y el contradictorio devenir de la historia hacia una sociedad más libre y más justa.
Alguna vez lo visité en su departamento de la calle Juncal. Me atendió con su habitual cortesía, siempre amable, pero levemente distante. Recuerdo de aquellos momentos el tono de su voz, el color de sus ojos y su polera negra, un homenaje a un estilo de aquellos intelectuales de los sesenta. Hablamos en un living iluminado con la luz de una magnífica mañana porteña de otoño. No viene al caso reiterar sus opiniones políticas que supongo que todos más o menos conocen. Me limitaré a referirme a algunos momentos de la charla, a alguna frase, a ciertas referencias de su vida cotidiana. Por supuesto, reivindicó su condición de porteño no por pedantería portuaria sino por preferencia al mundo urbano tal como lo pensaron e imaginaron, por ejemplo, Charles Baudelaire, Walter Benjamin o Jean-Paul Sartre. Le pregunté si alguna vez había vivido en el campo y contestó que alguna vez aceptó ocasionales invitaciones de las que luego se arrepintió porque "no hay nada más triste y depresivo que un anochecer en el campo". Para bien o para mal, agregó, "necesito del ruido, del rumor de la ciudad; no importa que vaya o no vaya a un bar, pero me hace mucho bien saber que en la esquina o en la otra cuadra hay un bar abierto". Me dijo que no era creyente. Le repliqué que de todos modos hay un misterio que el ateísmo no resuelve. Admitió la existencia del misterio, pero acto seguido agregó con la primera y última sonrisa de la mañana : "Lo que pasa es que los creyentes resuelven este misterio con otro misterio…yo prefiero quedarme con uno solo".