Keir Starmer será el nuevo primer ministro de Inglaterra, lo cual es una noticia previsible en tanto era más que evidente que el pueblo británico votaría por él y en contra de las deplorables gestiones conservadoras. La noticia es menos previsible si la ubicamos en el actual contexto en el que pareciera que el péndulo histórico oscila más que en la derecha en la ultraderecha, tal como parecen confirmarlo los últimos resultados y campañas electorales. Trump en Estados Unidos, Le Pen en Francia, Orban en Hungría, Abascal en España, Bolsonarro en Brasil, Milei en la Argentina y Meloni en Italia, dan cuenta de una tendencia que la mesurada flema británica inglesa pareciera quebrar situándose en el lugar de la excepción o tal vez, ¿por qué no?, en el lugar de quien anticipa un futuro diferente al que nos presente la ultraderecha con sus proclamas conservadoras, reaccionarias y en más de un caso, racistas. Por lo pronto, la novedad está instalada. Los procesos históricos una vez más se resisten a ser encasillados en una exclusiva opción. No deja de resultar gracioso y hasta pintoresco que más de una revista o diario calificaron a Starmer como un candidato enigmático, raro, sorpresivo. Y a decir verdad, y atendiendo los criterios inmediatistas con los que se suelen juzgar los hechos políticos, Starmer pueda que sea algo "raro" para los tiempos que corren: no grita, no insulta, no agrede; su estilo es clásico, tradicional, incluso conservador. Habla con tono pausado, es amable y, contradiciendo la moda de ultraderecha, se corta el pelo y se peina al mejor estilo clásico. En los años sesenta es posible que un candidato como Starmer fuera sometido a todo tipo de ironías por mediocre. Sesenta años después, lo juzgan como enigmático, raro y por lo tanto imprevisible. Lo normal devenido en escandaloso. Starmer resulta por esas cabriolas de la historia en un personaje inquietantemente normal para estos tiempos de alboroto y mascaritas. "La historia es una pesadilla de la que intento despertar", escribió alguna vez James Joyce.
La política también podría ser representada como un juego de danzas en el que los bailarines lucen garbosos y bizarros mientras se dedican a cambiar de parejas sin perder el encanto y la sonrisa. Desde una perspectiva más bizarra, podríamos representar la escena como una partida de póker jugada entre tahúres en donde todos confían en sus habilidades y en su talento para improvisar trampas. El reciente juego político del PRO podría situarse en el lugar de la danza o en el de la partida de póker. Para el caso, lo que importa es que los bailarines o los jugadores se prodigaron en promesas y no eludieron la posibilidad de traicionarse. Macri y Patricia noquean a Rodríguez Larreta; Macri empieza a silbar baladas tiernas candorosas en el oído de Milei; Milei, Macri y una Patricia derrotada en las urnas se reúnen en la casa de Acassuso para programar la derrota de Massa, el mismo que en su momento contribuyó a financiar la candidatura de Milei; Macri sospecha que Milei quiere robarle el partido y que Patricia parece ser la más entusiasmada en facilitar esa faena: Macri la deja a Patricia sin cargos partidarios y ella corre a abrazarse con el hombre que no vaciló en calificarla en su momento de "Montonera asesina". Puntos suspensivos, porque el culebrón promete nuevas y sorprendentes peripecias.
No tengo memoria de un presidente que se dedique a atacar a los periodistas con nombre y apellido. He sabido de presidentes que atacan a medios de comunicación o critican los supuestos abusos de la libertad de prensa. Lo que no recuerdo es de un presidente, es decir, de la máxima autoridad política del país, valiéndose del poder que ejerce para ensañarse contra periodistas y, en el caso que nos ocupa, si son mujeres mucho mejor. Milei argumenta que él es dueño de ejercer el derecho de responder a las críticas. Lo que los usos y costumbres republicanas enseñan es que un mandatario no se enreda en esos fandangos. Y en todo caso, permite que algunos de sus colaboradores respondan, pero la investidura presidencial no puede estar revolcándose en el barro de una riña de gallos. Si la experiencia no me engaña, el capítulo siguiente de esta refriega serán las querellas presidenciales contra quienes ofendan su investidura. Para referirse a esa situación, alguna vez un Balbín que ni en sus sueños más escabrosos hubiera imaginado que incluiría a Perón en sus listas de amigos, dijo minutos antes de ser desaforado que "el señor presidente ofende como ciudadano pero querella como presidente". Se dirá que los periodistas no son ángeles. Me consta que no lo son, como tampoco son angelitos los médicos, los ingenieros, los podólogos y las monjitas de clausura. He conocido periodistas dignos, decentes y lúcidos y he conocido periodistas corruptos. Como se dice en estos casos, hay de todo en la viña del Señor, pero lo que sí he podido apreciar es que los periodistas visiblemente corruptos son corrompidos por gobiernos o facciones políticas.
No hay democracia, no hay convivencia civilizada, no hay protección para los ciudadanos sin una prensa libre. Lo sucedido, lo que está sucediendo en estos días con el caso de Loan, el niño de cinco años desaparecido en un pueblo de Corrientes, nos enseña una vez más que es la presencia masiva del periodismo en el terreno de los hechos, los periodistas con sus preguntas indiscretas, sus micrófonos, sus grabadores y sus cámaras los que movilizan al poder político para que los crímenes no queden impunes. Hoy, los propios vecinos de 9 de Julio, piden por favor que los periodistas no se vayan, porque cuando el caso deje de estar en las pantallas de la televisión, en las tapas de los diarios o en las radios, los responsables de la impunidad podrán hacer en paz su trabajo sucio. Objetivamente, y más allá de sus protagonistas, el periodismo es un límite al poder y en más de un caso es su enemigo más temible. Milei detesta la prensa libre con la misma pasión furiosa que la detestaba Cristina o Néstor; y como la detestan los déspotas y los aspirantes a déspotas. En este punto, las diferencias ideológicas y políticas se someten a las exigencias de los imperativos del poder. No deja de ser una ironía de la vida que haya que advertir acerca de la necesidad de poner límites al poder a alguien que no vacila en calificarse de anarcocapitalista.
Y al respecto, una última consideración. El anarquismo es considerado una utopía, es decir, unas aspiración a realizar en el futuro sin que en el presente existan medios visibles para hacerlo posible. En el caso de Borges, Tolstoi o Unamuno, el anarquismo fue más una ética personal que un proyecto político. En otro plano, a principios del siglo veinte el anarquismo intentó ser una aspiración política revolucionaria impulsada por hombres y mujeres valientes e inspirados en las mejores intenciones, pero absolutamente estéril a la hora de lograr objetivos políticos. Ese anarquismo libertario divulgado por Bakunin y Kropotkin, era al mismo tiempo comunista, pero se diferenciaba de sus versiones leninistas o stalinistas porque apostaban a la libertad y combatían toda forma de orden estatal. El anarco capitalismo es también una utopía, pero una utopía en la que la libertad es la libertad de mercado, al cual deben someterse las otras libertades. La utopía anarquista de izquierda predicaba un mundo en el que todos fuéramos virtuosos, y compartiremos el pan y el aceite, las lágrimas y la risa, la felicidad y las penas, en un mundo sin propiedad privada. Una utopía o, como dijera Borges, una esperanza justa para la que los hombres aún no están en condiciones de merecer. Decía que la utopìa anarcocapitalista privilegia la propiedad privada. ¿Está mal? Como utopía me parece pésima. Comparto la propiedad privada en tiempo presente, creo que el modo de producción capitalista es el menos malo de los ordenes económicos que la humanidad ha sido capaz de crear; también creo que la vida no se reduce exclusivamente al paradigma de propiedad privada. Ahora bien: podemos debatir acerca de las modalidades históricas del capitalismo, sus posibilidades, sus límites, pero jamás se me ocurriría plantear un orden fundado en la propiedad privada como utopía. Digamos que a la hora de ilusionarnos, soñar y liberar nuestras fantasías, nos merecemos esperanzas más elevadas.