Por Trudy Pocoví
Por Trudy Pocoví
Bajo el título "Viaje al fin de la sangre" llega a mis manos la última novela de Miguel Ángel Gavilán. Título que, sospecho, fue sugerido por la editorial, pues los que tuvimos el placer y el honor de leer los borradores de la obra, sabemos que originariamente se llamaría "Hijas", título que, a mi entender, se ajusta más al espíritu de la obra. Pero entiendo que hay títulos más comerciales que otro y una editorial busca, esencialmente, vender sus productos.
Disiento también con las expresiones de Liliana Herr -quien escribiera la contratapa- en su empeño de mercadotecnia por comparar a Gavilán con Louis-Ferdinand Céline. La "bestia negra francesa" no era llamado así sólo por su colaboración con el gobierno de Vichy y su público antisemitismo, sino por su narrativa grotesca y grosera, por momentos soez; especialmente en "Viaje al fin de la noche", su obra más conocida, donde la búsqueda de un nuevo realismo lo lleva a describir el absurdo humano de manera violenta y quebradiza, con ritmo salvaje y acelerado.
Nada más alejado de Miguel Ángel Gavilán, quién sólo comparte con Céline el don de la palabra y el talento. En este viaje, el santafesino nos presenta sin adornos las miserias de un puñado de mujeres a través con un lenguaje austero y cuidado, de adjetivaciones medidas pero justas, sin caer en estereotipos -en particular con personajes como Silvio y César, o la "Colo"- y jugando con metáforas y afirmaciones descarnadas o hirientes y a la vez dolorosamente ciertas ("Y esas carcajadas que se le volcaban como una espuma de vidrio chirriante" por Norma en "Mosca"; "se adivinaba esa coquetería de murga" por la Colo en "Verdad"; "Un instante basta para quedar partido por siempre" por Milagros en "Quedar").
Pero a mi juicio el hallazgo más grande de Gavilán, lo que lo vuelve un escritor sobresaliente y con estilo propio, es la fluidez con que nos desnuda el universo femenino. Mediante suaves pinceladas nos acerca los gestos, las miradas, las respiraciones o los aromas de estas mujeres irremediablemente rotas, partidas, astilladas en fragmentos tan minúsculos que tornan infructuosa, sino imposible, la esperanza de repararse. Concebidas sin ser buscadas, malparidas y malcogidas, olvidadas, rechazadas, abandonadas, huérfanas o bastardas, vacías o vaciadas, cargan desde el útero con las frustraciones de sus madres y reproducen las mismas cruces en sus hijas. Ahogadas en el círculo vicioso de la propia carne, cuando creen retener al menos una bocanada de aire fresco, el destino les cierra la ventana.
Duplica Gavilán la misma estructura de "Escorzo", su anterior novela, donde cada capítulo conforma un relato en sí mismo, con su principio y su desenlace, a pesar de los personajes comunes que se rozan o se observan de lejos en una u otra historia, que libera al lector de un recorrido lineal por la obra; "Viaje..." se puede iniciar por el medio o de atrás para adelante; aquí el orden de los factores no altera el producto pues, de una u otra forma, más tarde que temprano, alcanzaremos a armar ese rompecabezas de vidas maltrechas aunque siempre nos faltará una pieza, la de la ternura, el amor o una caricia.
Y en este derrotero de siestas santafesinas, de mosquitos, cunetas y zanjas, de pampa gringa, humedales y río, se perfila también una Santa Fe pacata, una sociedad prejuiciosa, arbitraria, ahogada de tabúes: "Acordate. Los hombres no las quieren rotas" advierte la madre a su hija ante la visita del novio, en "Corrección"; o "Las que leen no tienen futuro" como le escupe la vieja a la bastarda de su difunto esposo, en "Consumación"; "Un padre siempre hace falta" reflexiona el ex policía o "Vos sos un nene bien, no podés meterte con esta mugre" susurra el torturador, ambos en "Locas".
Quizás, la única feliz, ajena a este hastío de olvidos mutuos, es Norma... Normita que, con sus alas de celofán mal cosidas al vestido negro, gira y gira por el patio como una mosca más.
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