Por Rogelio Alaniz
por Rogelio Alaniz
ralaniz@ellitoral.com
Su muerte era previsible, como seguramente lo será su fama. Pertenece al selecto linaje de los que se ganaron la santidad en vida. Se llamaba Nelson Mandela y fue uno de los políticos y jefes de Estado más prestigiados del mundo. Como Mahatma Gandhi, a quien admiró y reivindicó o como Martin Luther King, Mandela es considerado un paradigma de humanista, uno de los grandes hombres del siglo veinte, el titular de una grandeza que excede la política para expresar los grandes ideales de la humanidad: la paz, la justicia, el honor.
Algunos dicen que es un santo, otros aseguran que fue un buen jefe de Estado; no faltan los que lo critican porque no terminó con la pobreza de Sudáfrica. La discusión, en ese nivel, carece de relevancia: santo, jefe de Estado, reformista, es una de las grandes personalidades del siglo veinte, un ejemplo para tener en cuenta, un testimonio a reivindicar por todos los pueblos.
Sabemos que Mandela fue el líder de la resistencia al apartheid institucionalizado por los blancos que gobernaban Sudáfrica. Los duros y codiciosos dirigentes del llamado Partido Nacional, los célebres boers que resistieron a Churchill y en algún punto le hicieron la vida imposible, los mismos que se jactaban de la dureza de sus corazones, suponían que el poder en Sudáfrica era el producto de un mandato de Dios que, como todos saben, es blanco.
El partido del Congreso Nacional Africano fue el movimiento de liberación nacional que se propuso resistir al racismo, la discriminación y la explotación. Mandela, como la mayoría de los jefes de los movimientos de liberación nacional de África, llegó a creer en un momento que la lucha armada podía ser una salida. Eso creyó y tenía buenas razones para pensar así. La represión de los boers era durísima. La masacre de Sharpaville fue espantosa. No había sido la primera, tampoco sería la última.
En realidad. Mandela fue el más prudente de todos. Apoyó la lucha armada en algún momento, pero siempre fue un partidario de la resistencia pacífica. Fueron las salvajes represiones ordenadas por los jefes del apartheid los que lo fueron empujando hacia la salida militar. Cuando fue detenido por primera vez ya pensaba que el camino violento no conducía a ningún lado. No pensaban lo mismo sus compañeros de partido y mucho menos sus enemigos del Partido Nacional.
Sus discusiones, sus debates internos con compañeros militantes, no le impedían sufrir las consecuencias de la represión. En 1956, fue detenido por primera vez. Después lo encarcelaron en 1964. Esta vez la prisión fue larga, demasiado larga para cualquier persona, incluso para Mandela. Cuando cayó en la cárcel, Mandela tenía 46 años; cuando salió, hacía rato que había cumplido setenta.
El primer ministro que ordenó su libertad se llamaba Frederik le Klerk. No era un dialoguista, mucho menos un reformista. Por el contrario, era un duro, un duro acorralado y aislado en el mundo que entendió que la única alternativa que le quedaba al régimen era liberar a Mandela e iniciar el proceso de apertura social y política. Le Klerk no actuaba dominado por las convicciones sino por las conveniencias. A regañadientes, tapándose la nariz, admitió que en Sudáfrica era necesario gobernar con los negros.
Después de 27 años de cárcel, gran parte de ellos en condiciones muy duras, Mandela recuperó la libertad. Esto ocurrió el 21 de febrero de 1990. Se suponía que la libertad del líder negro sería el punto de partida de una ofensiva política tendiente a tomar el poder por la violencia. Nada de ello ocurrió. Para sorpresa de algunos, para disgusto de otros -y para admiración de la mayoría-, Mandela empezó a hablar no de liberación nacional sino de reconciliación nacional. ¿Claudicación?, ¿traición a los ideales? Todo eso se pensó. Es más, no faltaron los que dijeron que Mandela se había quebrado en la cárcel, o que había sido corrompido por sus verdugos. Por supuesto que estaban equivocados. Algunos se arrepintieron de haberlo acusado de las peores cosas; otros siguen pensando más o menos lo mismo.
Mientras tanto, en 1993, a Mandela y Le Klerk les entregaron el Premio Nobel de la Paz. En realidad el destinatario efectivo era Mandela. La humanidad lo recordará a él; Le Klerk será, en el mejor de los casos, un duro que admitió a regañadientes lo inevitable. Mandela y Le Klerk no son lo mismo, ni por pasado, ni por ideales, ni por condición humana. Los unió un premio, y los unió -es posible-, por razones distintas.
Al momento de dejar la prisión, el destino de los sudafricanos dependía de una palabra de Mandela. Un “Sí” a favor de la violencia representaba la guerra civil. Un “No”, representaba la paz, aunque el precio a pagar -dijeron algunos- fuera el de postergar las reivindicaciones sociales. Mandela se pronunció a favor de la paz. Le tendió la mano a sus verdugos. Fue su primera lección humanista. No la última. Siete años después, cuando concluyó su presidencia, decidió retirarse de la política. ¡Qué lección para los pueblos! El hombre más amado de Sudáfrica, el más respetado -incluso por sus adversarios y enemigos-, en lugar de perpetuarse en el poder, en lugar de hacer lo que reclamaban sus incondicionales, es decir, asegurar su reelección, se retira de la política, apuesta a favor de la alternancia, rechaza el culto a la personalidad y le dice que no al irresistible becerro de oro del poder. Lo expresó con singular claridad en uno de sus grandes discursos: “Durante toda mi vida me he dedicado a esta lucha del pueblo africano. He peleado contra la dominación blanca y peleado contra la dominación negra. He buscado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía e igualdad de oportunidades. Es un ideal que espero poder vivir para realizarlo. Pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy preparado para morir”. Perfecto. Ni una palabra de más, ni una palabra de menos.
Con Mandela, los negros en Sudáfrica dejaron de ser los esclavos, los parias, los discriminados por el color de su piel. ¿Se resolvieron todos los problemas? Por supuesto que no. En Sudáfrica, hay pobreza, hay miseria, hay marginalidad. Los blancos han perdido el poder político pero mantienen el poder económico. Es verdad que en estos años muchos negros se han integrado al sistema, es verdad que ningún negro ahora es descalificado por ser negro; pero, ¿acaso no hubiera sido mejor tomar las armas, derrotar a los blancos, expropiarles su fortuna y repartirla entre los pobres negros?
Por supuesto que la tentación era grande. Mandela no la desconocía, nunca la dejó de tener en cuenta, pero a la hora de decidir optó por la salida pacífica. ¿Se equivocó? Para nada. La alternativa de guerra civil como acción depuradora o como antesala de la liberación final de un pueblo se ha revelado a lo largo del siglo veinte como una fuente de nuevas y renovadas desgracias. La guerra masacra gente (¿vale la pena recordarlo?), destruye fuerzas productivas, profundiza odios, desgarra con heridas irreparables el tejido social. Alguien gana al final -es cierto- pero esa victoria se paga con pobreza, miseria, odios ancestrales y, por si fuera poco, con la instalación de un régimen despótico, de una dictadura.
Todas estas consideraciones fueron tenidas en cuenta por Mandela a la hora de decidirse. Los grandes dilemas de los grandes hombres siempre los resuelven en soledad. Hay un momento en que se dice “sí” o “no”. Son decisiones desgarrantes, plagadas de dudas, pero decisiones al fin. Mandela optó por la paz. No ignoraban las dificultades que merodeaban; las postergaciones que había que soportar, pero prefirió el camino de la paz largo, tortuoso pero limpio, al camino de la guerra, con sus cantos de sirena, que en nombre de coartadas históricas precipitan a los hombres en nuevos infiernos.
(Fragmento publicado el 21 de julio de 2009)