Los reclamos de los jubilados son justos, pero no pueden ser el pretexto para reproducir las salvajadas cometidas por el populismo y la izquierda en diciembre de 2017, cuando en nombre del rechazo a una reforma jubilatoria, que, dicho sea de paso, después resultó màs benigna que las resoluciones aplicadas por el peronismo, se arrojaron contra el Congreso catorce toneladas de piedras.
Este miércoles se intentó hacer lo mismo; o, por lo menos, esbozar un ensayo. Y los operadores y protagonistas en más de un caso fueron los mismos. Transformar un reclamo pacífico en una batalla campal fue un objetivo anunciado, además de una clásica estrategia política practicada por el peronismo cuando no está en el poder.
Todos sabíamos que esta vez la marcha pacífica de los jubilados iba a contar con el apoyo solidario de los barras bravas, es decir, del lumpenaje mercenario pagado para hacer lo que mejor sabe hacer: destruir, incendiar, lastimar.
Estas bandas facinerosas no se movilizaron espontáneamente, por el contrario, salieron organizados a las calles, muchos fueron trasladados en colectivos, es decir, alguien les pagó, alguien les brindó apoyos y recursos, alguien azuzó a los perros cimarrones; alguien o algunos dirigieron esta maniobra mafiosa.
No conozco los nombres de esos autores intelectuales, pero todos sabemos a qué facción política pertenecen, como cualquier persona interesada en investigar sabe que a la identidad de esos jefes hay que rastrearla por los andurriales de La Matanza o Lomas de Zamora, o en las residencias lujosas de Nordelta y “paraísos terrenales parecidos” donde les gusta vivir a los que se enriquecen explotando a los mismos que luego los suelen votar.
Quizás el dato más paradójico del bochorno del miércoles, es que en la marcha en defensa de los jubilados la minoría más notoria eran los propios jubilados desplazados por mercenarios y militantes que no suelen ser lo mismo, pero en estos circunstancias daría la impresión que se esmeran en parecerse.
Quizás el síntoma más elocuente de nuestra alarmante decadencia política fue expresado en la riña rumbosa y esperpéntica sostenida por diputados y diputadas de La Libertad Avanza. Un bochorno en toda la línea. Mientras en la calle se peleaba, en el interior del Congreso las riñas las practicaban legisladores del oficialismo. Curioso.
Los protagonistas de la epopeya contra la casta y a favor de la destrucción del estado, peleándose como patanes. mientras al mismo tiempo observamos cómo “respetables” legisladoras recordaban con sus furias y rencores a chirusas que en el lupanar se mechean por sus chulos. Nunca visto.
Los salones del Congreso fueron testigos de escenas heroicas y deplorables; algunas nobles, otras miserables, pero esta trifulca libertaria en el Congreso, mientras la calle parece incendiarse, es un espectáculo patético, algo trágico, algo cómico, pero en todos los casos ofensivo para una nación que se merece otra cosa.
Desde algunos sectores de la oposición se reivindica el derecho a la protesta. Por supuesto, pero ese derecho no incluye incendiar patrulleros, apedrear ambulancias, quemar volquetes y apedrear policías. Eso no es protesta política, ejercicio libre al derecho a disentir, eso es barbarie, salvajada, violencia morbosa.
La Constitución garantiza el derecho a la protesta, pero no se sale a la calle a incendiar y a crear condiciones para el derrumbe del gobierno. Los universitarios, por ejemplo, salieron a la calle a ejercer el derecho a la protesta. Pero allí no se incendió nada, no se golpeó a nadie, no se apedreó a ningún policía.
Cientos de miles de personas desfilaron por las calles de las ciudades de todo el país con sus consignas, sus cánticos e incluso sus silencios. Nadie los arreó en colectivos, nadie les pagó nada, y así como llegaron se fueron, sin dejar a sus espaldas un saldo de destrozos que suma para la ciudad millones y millones de pesos.
El derecho a la protesta no es el incendio de París, el asalto al Palacio de Invierno, la patrulla que baja de Sierra de Maestra o las excursiones de los camisas negras a Roma. Las protestas en democracia son masivas, pacíficas y por lo general defienden causas justas. Información para los peronistas: el 17 de octubre de 1945 fue una protesta pacífica.
Los obreros, los trabajadores, salieron de sus casas, de sus barrios, entraron a la ciudad de Buenos Aires, caminaron bajo un sol impiadoso hasta Plaza de Mayo y cumplido el objetivo regresaron a sus hogares sin sacrificar a nadie, sin dejar a su paso un paisaje en ruinas.
¿Qué tuvo que ver con el 17 de octubre este reñidero protagonizado por barras bravas bien pagos y militantes de ultraizquierda que creen que están haciendo la revolución social acompañados de los matones de Barrionuevo, Moyano, Espinosa y toda esa calaña rantifusa que infecta la política argentina.
Hubo más de cien detenidos. No sé qué valor jurídico tienen las consideraciones de la jueza Karina Andrade para dejar en libertad con sorprendente celeridad a los presos.
No lo sé, pero como ciudadano digo que me sorprende, y hasta me sorprende desagradablemente, que ante ese escenario devastado que fue el centro de Buenos Aires el miércoles a la noche, la magistrada resuelva abrir el corral a las cuatro de la mañana, como si acá no hubiera pasado nada.
¿Quién quemó autos patrulleros? ¿Quién apedreó ambulancias? ¿Quién hirió a policías? Parece que nadie, aunque hay serias sospechas de que el autor pudo haber sido el Espíritu Santo o el Viejo de la Bolsa. El populismo mafioso y la izquierda anacrónica no entienden o no quieren entenderlo: en democracia las tácticas y las estrategias del poder son pacíficas.
El poder no nace del fusil o del garrote sino de las urnas. La oposición está en su derecho en pretender derrotar a Milei, pero esa derrota no se logra con golpes de estados o asonadas callejeras, se logra con votos. A estas verdades elementales, el peronismo engendrado en un golpe de estado y disponible a comprar cuanta teoría conspirativa ande suelta, no las entiende.
Tampoco las entiende la izquierda, prisionera de sus alienaciones, sus dogmas de fe y anacronismos ideológicos. Es por eso que para unos y para otros, cada reclamo social, propio de cualquier sociedad moderna, es el pretexto para pelear con pasión de salvajes en la calle el retorno del gobierno nacional y popular, o la antesala de la revolución proletaria y campesina. Así les va y así nos va.
Al gobierno nacional de los hermanos Milei con Patricia Bullrich ejerciendo la titularidad del Ministerio de Seguridad le aconsejaría no cantar victoria. Hay un joven fotógrafo que está peleando por su vida, con la cabeza destrozada por un cartucho de gas arrojado por un policía irresponsable y, por qué no, criminal.
Al respecto, le recuerdo a los memoriosos que por algo parecido en Neuquén, de esto hace casi veinte años, todos los jefes policiales de la provincia fueron destituidos y un gobernador con aspiraciones presidenciales se quedó sin carrera política.
Arrojar granadas o cartuchos de gas como si fueran proyectiles es grave, muy grave, pero mucho más grave es que la Ministra de Seguridad justifique este acto criminal y ni siquiera proponga abrir un modesto sumario para saber qué pasó.
Las escenas de un policía golpeando a una señora de 87 años son injustificables y una vez más es injustificable que la Ministra de Seguridad califique a una anciana de 87 años de patotera.
Para ser claro: la seguridad y el orden en la democracia son valores a defender, pero esos valores no se defienden con la pedagogía de Villar y Margaride o la lógica que hubieran aplicado Firmenich y Galimberti si los Montoneros hubieran tomado el poder.
No se trata de ser más blando o más duro; se trata de aplicar la ley recurriendo a los abundantes recursos que brinda el sistema. Y, además, se trata de saber que un policía armado dispone de un poder que le otorga la ley pero ese poder no es absoluto, sobre todo en un país que sobre estos temas tiene una historia negra.
El tema da para seguir hablando porque posee muchas aristas, pero en principio hay que decir que lo sucedido el miércoles es inquietante no solo en tiempo presente sino por las señales que abre hacia el futuro, porque, me temo, que de esta película recién estamos contemplando las primeras escenas.
El hocico de sindicalistas facciosos, políticos venales y aventureros sin escrúpulos, han olido sangre y excitados afilan sus colmillos contra un gobierno que, por su parte, no deja de cometer errores y torpezas.
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