En tiempos de una digitalización predominante, hay hábitos que no deben perderse a fin de resguardar ciertos rasgos de humanidad. Entre ellos está la relación que entablamos con un libro, pero todavía más específicamente, cuando la lectura sucede en esos momentos menos pensados o en aquellas circunstancias de espera en un aeropuerto, en la parada de un colectivo o en un café. Son los vacíos, los tiempos huecos, como alguna vez contó Julio Cortázar "que uno no ha buscado por sí mismo, sino que los horarios de la vida, digamos, te condenan de golpe a media hora de espera". Tener un libro en esa situación, para Cortázar, "por un lado anula el tiempo del reloj y, por otro, te crea una sensación de plenitud".
Un libro en la mano, en el bolsillo de la campera o en la mochila, dispuesto a ser abierto en las idas y vueltas del trayecto de un subte o tren, o en la lentitud de cualquier fila, ahuyenta el posible tedio de la espera o el recorrido, constituye el sostén frente a los esporádicos arrebatos de la existencia que saben corroer -con el ácido del sinsentido- en el momento menos pensado y banal. Un libro en ese preciso instante, responde a la misma lógica de la estaca que apuntala al incipiente árbol, tambaleante y delgado, en la intemperie de un campo.
No sucede ello cuando, en tales circunstancias, la atención está puesta en un smartphone (teléfono inteligente). Aquel hábito y este último, indudablemente, no son semejantes. La utilización de un smartphone tiene implicancias que vale la pena indagar. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han desentrañó esa realidad en su ensayo "Nocosas. Quiebres del mundo de hoy" (2021). Inició el análisis indagando el significado que tienen "las cosas" en la vida de las personas en términos existenciales, para luego evidenciar lo que provoca su reemplazo por lo digital.
El "orden digital" está constituido por "la información" que es una "no-cosa" y al informatizarse todo, sostiene Byung-Chul Han, "desnaturaliza las cosas del mundo" al punto que lo "descorporeiza". Observa el filósofo que "las cosas" son duraderas y crean un entorno estable para habitarlo. Importan un sostén que estabiliza la vida.
En el subte un joven se sostiene del pasamanos camino a la oficina, pero la firmeza recién está cuando abre el libro creando "un mundo en sí mismo" donde puede refugiarse (Alberto Manguel, "Una historia de la lectura"). Abrió un ejemplar que es único para él, como el Dostoievski de Manguel, "uno no se limita a leer 'Crimen y castigo' (…) lee determinada edición, un ejemplar en concreto, reconocible por la aspereza o suavidad del papel, por su olor".
Las cosas son para las personas "polos de reposo de la vida", destaca Byung-Chul Han, a diferencia de "la información" (lo digital) en donde no hay posibilidad de detenerse en ella. Las informaciones "carecen de la firmeza del ser", toda vez que tienen "un intervalo de actualidad muy reducido", nos dice el ensayista, su estímulo es la sorpresa y "por su fugacidad, desestabiliza la vida". Analiza el smartphone y observa que es una "sobrecarga sensorial" que termina por reprimir la imaginación, "fragmenta la atención y desestabiliza la psique", provocando un uso repetitivo, poco creativo y compulsivo.
El libro no es fugaz como "la información", deja marcas indelebles por el estrecho contacto que importa la lectura. Algunos, sostiene Manguel, prestan ciertas características a sus lectores. Con contundencia, advierte el poeta Walt Whitman: "Camarada, esto no es un libro,/ El que lo toca, toca a un hombre/ (¿Es de noche? ¿Estamos solos los dos?)/ Me tienes a mí y yo te tengo, me sujetas y te sujeto,/ Salto desde las páginas a tus brazos, la muerte me llama". Pero, además, cuando el libro perteneció a otro, "está implícita la historia de sus lecturas previas" (Alberto Manguel). Este escritor cuenta que en su ejemplar "Algo de mí mismo", de Rudyard Kipling, "tiene un poema manuscrito en la sobrecubierta (…) La imagen que me hago de mi predecesor influye en mi lectura porque siento que dialogo con él".
El smartphone tiene otra dificultad para quien lo utiliza en esos tiempos de espera, ahondando su imposibilidad para llenar el vacío. A diferencia de "las cosas", expresa ByungChul Han, las informaciones "no son narrativas sino aditivas". Pueden contarse pero no narrarse, indica el filósofo, de modo tal que les es imposible crear un significado y contexto para las personas. La adición y acumulación desplazan la posibilidad de una narración porque no permiten la combinación para constituir una historia. El orden digital es más numérico, por lo cual, según Byung-Chul Han, "carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida".
Cada libro tiene su historia. Como la que se remonta a ese local perdido en una galería casi en penumbra, donde la "librería de viejo" siempre daba lugar al asombro, a un encuentro con el libro semejante al de Horacio Oliveira con La Maga en París: "(…) andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos" ("Rayuela", Cortázar). Necesitamos que los hechos, esos que nos conciernen, puedan narrarse. Paul Ricoeur expresó que "el tiempo se hace tiempo humano en cuanto se articula de modo narrativo". Es indispensable la mediación narrativa de los acontecimientos para tener su verdadera comprensión, así luego poder encontrarle un sentido, cuestión esencial de toda vida.
Ese libro usado, ahora en una sala de espera para una consulta médica, la convertirá en un lugar distinto ("es posible transformar un lugar leyendo en él", Manguel). Cobijo que no ofrece un smartphone carente del calor necesario por su comunicación -como advierte ByungChul Han- descorporeizada. Para este pensador el smartphone es un "objeto narcisista" en tanto no existe la "visión del otro", cuando se lo utiliza la persona se retira "a una burbuja que (lo) blinda frente al otro", quedando menos expuesto al trato directo. La ausencia de la mirada produce la pérdida de "empatía", de modo tal que la idea de "comunidad" –para Han- se debilita porque necesita de una dimensión física para ser posible.
Llevar libros para un viaje se convierte en una posible comunicación con el prójimo ocasional. Manguel entiende que "pueden funcionar como emblemas, como signos de alianza" y, en ese sentido, contó de alguien que no viajaba con un libro de Romain Rolland "porque pensaba que la hacía verse demasiado pretenciosa". Ella y sus libros buscaban dialogar con alguien, crear cierta comunidad. Pero un verdadero drama para la sociabilidad es la pérdida de la mirada en la comunicación. Ortega y Gasset enseñó que la mirada declara muchos secretos del íntimo ser, es "casi el alma misma hecha fluido". Mientras que la digitalización la obstaculiza, en el subte se oye una voz recitando versos de Antonio Machado, a la gorra: "Los ojos por que suspiras,/ sábelo bien,/ los ojos en que te miras/ son ojos porque te ven", reiterándolos infinitamente, cuando a su paso se roza con una mujer sumergida en el "Sefarad" de Muñoz Molina que, sin saberlo, la ayudará a cultivar la empatía. Es que cuando leemos literatura, ha explicado la filósofa Martha Nussbaum, al centrarse ella en lo posible, invita al lector "a ponerse en el lugar de personas muy diversas y a adquirir sus experiencias".
Al libro hay que añadirle una cualidad de la que carece la digitalización, la discreción, como tan delicadamente escribió Lope de Vega: "Es cualquier libro discreto/ (que si cansa de hablar deja)/ un amigo que aconseja/ y que reprende en secreto". En cambio, al orden digital, hay que ponerle límites a partir de una visión crítica y de la toma de consciencia del lugar que debe ocupar.
Ningún smartphone merecería las palabras que Cortázar escribió al editor Francisco Porrúa mientras diseñaban la tapa del libro "Rayuela", en una carta de abril de 1963. Deseaba una rayuela acostada, extendida a lo largo de la tapa y contratapa, porque siempre fue "sensible a las tapas de los libros". Describe la escena de un lector con su "Rayuela", en donde parte de la palma de la mano y raíz de los dedos se apoyan en "la Tierra", pero "la parte más espiritual de tu mano, la punta de los dedos, la sed y la ansiedad que viven en la punta de tus dedos, buscan del otro el Cielo, tal vez alcanzan a rozarlo, a entrar por un momento en él. ¿Sentís la cosa? Tu mano también lee el libro".
En fin, un exquisito observador de la conducta humana como fue el escritor inglés John Berger, captó la delicadeza y comunión que se tiene con el libro. Advirtió que la gente no agarra los libros como lo hace con cualquier otro objeto, lo toma de una manera especial. "No los sujetan como los objetos inanimados que son, sino como si se hubieran quedado dormidos. A veces los niños sujetan los juguetes del mismo modo", expresó Berger.
A no olvidar, entonces, que debemos andar siempre con un libro a mano.
(*) Abogado. Actualmente es Relator Letrado en el Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires.