Cuando en los últimos años de la primaria les pedí a mis padres que llamen al Liceo Militar “Grl. Belgrano” para indagar detalles sobre su oferta académica y evaluar las posibilidades de la familia para poder ingresar al mismo, lo hice persiguiendo un sueño: conocer el mundo militar y vestir esos uniformes tan impresionantes que veía muy esporádicamente en alguna noticia o en un desfile. No quería ir a una escuela técnica, ni religiosa, ni comercial. Quería ser Cadete de un Liceo Militar, que me traten y me exijan como tal. Mis padres estuvieron de acuerdo.
Para eso, tuve que transitar mi último año de primaria casi con una cursada doble. La normal durante la mañana y con un profe particular durante la tarde, para alcanzar los saberes exigidos en los exámenes de ingreso que mis continuas mudanzas en los campos santafesinos me imposibilitaron adquirir como debería. El sacrificio valió la pena cuando llegó la hora de rendir.
Recuerdo los primeros días, que si bien no ocurrieron hace varias décadas como los de otros “hermanos Liceístas mayores”, ya tienen algunos años en el medio y parece que fueron ayer. La emoción de haber ingresado; la sorpresa ante cada explicación de los Cadetes más antiguos que nos enseñaban cómo ordenar nuestras cosas o qué comportamientos tener ante diversas situaciones del día a día; lo duro de la noche, cuando la figura de mamá se volvía más presente que nunca y era inevitable querer estar abrazado con ella otra vez; la adrenalina de la mañana, para estar listo a tiempo con el uniforme bien vestido y todos los elementos necesarios para ir a desayunar y después al aula.
Los años pasaron, los gobiernos siguieron atacando la esencia de los Liceos Militares y los liceístas siguieron resistiendo.
Claro que recuerdo la primera maniobra, esa bendita salida al terreno donde sentíamos que nos íbamos al otro lado del planeta para poner en práctica toda la teoría militar que nuestros instructores nos enseñaban. Cuando con 12 años de edad tenía que lograr meter todas las cosas de una semana en una mochila que parecía cada vez más chica en la medida que metía algo; pero parecía más pesada en cada paso que daba. Todo en medio del desafío de no olvidar nada de lo necesario para las actividades previstas y no llevar de más, para hacer un poco más llevaderas las marchas.
Todos en mi promoción éramos felices, la mayoría estaba cumpliendo un sueño. Los que llegamos al Liceo Militar, en la capital provincial, desde pequeñas localidades de Santa Fe ya habíamos forjado un espíritu de camaradería que se fortalecía cada vez más cuando nos cruzábamos en la terminal de colectivos los domingos – para regresar al Liceo – o los viernes, para volver con nuestras familias.
Pero la tranquilidad duró poco. Recuerdo con mucha lucidez cuando una tarde, todavía en primer año, una compañera de aula rompió en llanto mientras gritaba que iban a cerrar los Liceos Militares. Los alfiles del gobierno de turno arengaban la idea y algunas medidas formales iban de la mano con ese norte. El mundo se nos vino abajo.
Bryan J. Mayer, Subteniente de Reserva del Ejército Argentino, egresado de la Promoción LXIV del Liceo Militar “Grl. Belgrano”.
Esa fue la primera ocasión que pude ver en primera persona la reacción de la gran familia Liceísta con una organización increíble. Absolutamente todos sus integrantes se alinearon detrás de un objetivo: defender los Liceos Militares. Familiares, docentes, militares, egresados, estudiantes, amigos, todos aportando de sus lugares para no ceder ante la agresión. Abrazos simbólicos; medidas de amparo; reuniones; manifestaciones y acciones de prensa. Incluso fue en aquel momento cuando este cronista escribió su primera nota de opinión, tratando de exponer por qué no era correcto sobreponer la ideología por encima de las instituciones de la Nación.
Los años pasaron, los gobiernos siguieron atacando la esencia de los Liceos Militares y los liceístas siguieron resistiendo. No pudieron desde la política cerrar esas casas de estudios; ni eliminar que sus egresados sean Oficiales de Reserva; pero fueron logrando hitos que atentaron directamente contra el espíritu de ser cadete de un Liceo Militar y la vida apasionante brutalmente resumida en párrafos anteriores.
No poder aprender a utilizar ni siquiera un rifle de aire comprimido; que ser Oficial de Reserva sea opcional al cumplir la mayoría de edad; quitarle potestades organizativas y de funcionamiento a las Fuerzas Armadas para delegarlas en una universidad que respondía exclusivamente a los intereses ideológicos de turno. En fin, innumerables determinaciones que buscaban tornar a los Liceos Militares en meras instituciones educativas civiles. Todo eso mientras, en los medios, los voceros políticos aseguraban que a nosotros se nos enseñaba a matar; a derrocar gobiernos o a ser autoritarios. Por si resulta necesario rechazar esa falacia, parece que olvidaban que el propio Raúl Alfonsín era Liceísta, como tantos otros distinguidos del mundo político, científico, periodístico, deportivo, militar, diplomático y en cada área del conocimiento que existe y que nada tienen, ni tenemos, que ver con la inmerecida descalificación.
Ahora, luego de tantos años de embates llegó Luis Petri. Un ministro de Defensa altisonante que propone normalizar la vida institucional de las Fuerzas Armadas y sus componentes. Y que, en ese marco, sugirió desde el primer la necesidad y el trabajo de devolverle a los Liceos Militares la esencia que siempre los caracterizó. Un funcionario nacional que entiende la verdadera razón de ser de los Liceos Militares: formar buenos ciudadanos, que cumplan las aptitudes necesarias para ser Oficiales de Reserva del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea y que tengan para siempre las puertas abiertas de esas instituciones para contribuir al desarrollo soberano desde sus profesiones.
Petri no solamente cumple ahora la primera etapa de su plan de recuperación de los Liceos Militares, firmando la resolución que deroga todas las medidas que iban en contra de ellos, si no que va plasmando lo que se viene: un plan pedagógico que se ajuste a los desafíos actuales y proponiendo que los egresados de los Liceos Militares puedan tener orientaciones como pilotos de drones o en ciberdefensa, según la capacidad que cada casa de estudios tenga.
La medida no es solamente celebrada por quienes nos formamos en un Liceo Militar, si no también por todos aquellos que conocen lo que los Liceos generan y por tantos otros que sueñan con, un día, poder decir también: “¿Yo? Liceísta” con el orgullo que eso nos implosiona en el pecho a quienes tenemos la dicha de poder contarlo.
(*) Subteniente de Reserva del Ejército Argentino, egresado de la Promoción LXIV del Liceo Militar “Grl. Belgrano”.
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