Desde el año 1895, con la inauguración del Cementerio Municipal de Santa Fe (había sido ya habilitado en 1890), las inhumaciones en otros camposantos fueron prohibidas definitivamente. Sin embargo, se autorizó de manera transitoria que los deudos sigan honrando a sus muertos en los tres cementerios históricos que venían siendo utilizados.
El cementerio de los Angelitos, donde hoy existe la ex escuela nacional “Simón de Iriondo”; el de Guadalupe, desde el lado oeste de la basílica hasta el seminario, y el que funcionó por un breve tiempo en el predio donde se encuentra hoy el Parque Juan de Garay, mantenían las tumbas visibles y asiduamente visitadas.
Con la ya políticamente acordada idea del cementerio único, se comenzó a conversar sobre el traslado de los sepulcros al nuevo predio, pero la decisión se fue dilatando en el tiempo, seguro, a sabiendas que iba a traer cola.
La oportunidad esperada llegó en 1905, cuando el obispado de Santa Fe decidió vender, al Consejo General de Educación, el predio donde funcionaba la Capilla San Antonio de Padua, el más antiguo de los cementerios de la ciudad (el de los Angelitos). Si bien no hay coincidencia en cuanto al destino que, en un principio, se pretendía dar al predio, con la donación a la nación en 1915, ya no quedarían dudas. Se convertiría en la sede del Colegio Nacional de Santa Fe, que ya venía funcionando desde 1906 en distintos locales provisorios de la zona.
El intendente progresista Manuel Irigoyen, lanzó un ultimátum: para fines de 1906 todos los sepulcros debían ser trasladados al cementerio único habilitado, “el Municipal”, so pena de que, llegado el año 1907, los antiguos enterratorios serían indefectiblemente desconsagrados.
Basílica Nuestra Señora de Guadalupe a principios del siglo XIX. Foto: Archivo
A tal efecto, el pueblo de la ciudad de Santa Fe no fue consultado. No se estilaba hacerlo.
Más, las familias influyentes de la ciudad no se mostraban convencidas. La anuencia de la curia y la opinión de especialistas sobre la salud pública en juego fueron decisivas y, mal que mal, todos terminaron aceptando el traslado de los nichos al nuevo emplazamiento, lejos del casco urbano, en el camino a las quintas, hoy Avenida Blas Parera.
Hubo sí una condición innegociable; el nuevo cementerio debía considerar un lugar destacado, al mejor estilo europeo, para los “ilustres difuntos”.
En seguimiento de las normas arquitectónicas de otros lugares se dispuso una avenida principal que concluiría en una capilla central, replica en escala de la cúpula basílica del Vaticano y, además, cinco avenidas laterales.
De acuerdo a prosapia, jerarquía y a las posibilidades económicas con que contara cada familia se irían ocupando los espacios.
Los difuntos de familias menos acomodadas se ubicarían en los sitios adyacentes en sepulcros a tierra.
El centro, los barrios y los arrabales como se estilaba en las trazas urbanas de principios de siglo. Tal cual.
Parque Juan de Garay año 1910. Foto: Archivo General de la Provincia de Santa Fe
Acordado el vidrioso tema de la ubicación, la disposición de la traza interna, el costo y el espacio de cada panteón, las autoridades debieron afrontar un desafío no menor.
¿Quiénes realizarían el trabajo del traslado de los restos desde los tres cementerios (y algunos camposantos de las iglesias principales) hasta el Cementerio Municipal?
Se dispuso abrir un registro para convocar a empresas y particulares del ramo con el objeto de llevar adelante las actividades de desentierro, traslado y sepulcro definitivo de los difuntos.
Delicada labor. Sensible y delicada labor.
Desenterrar restos humanos nunca fue una tarea fácil. No muchos estaban aptos, y menos dispuestos para semejante trabajo.
Para colmo, los familiares de los fallecidos a trasladar se mostraban poco dispuestos para querer asumir semejante compromiso.
Pocos, muy pocos se presentaron. Y luego de un proceso de selección básico, solo quedó una compañía encargada del traslado de aproximadamente novecientos muertos al emplazamiento definitivo, en el Cementerio Municipal de la pujante ciudad de Santa Fe.
Se trataba de Don Antonio Eloy Castilla e hijos, un grupo de obreros españoles que se encargaban del movimiento de tierra en las zonas ribereñas, los cuales contaban con las herramientas adecuadas para el trabajo.
En agosto del año 1906 se comenzó con las tareas. Al principio todo fue de la mejor manera.
Don Antonio y sus tres hijos varones trabajaban de sol a sol durante dos o tres días en cada lugar.
Se desenterraban veinte o más cuerpos, siempre con la presencia de sus deudos y los sacerdotes designados por cada familia. Los difuntos eran cuidadosamente transportados en tres carrozas alquiladas al nuevo cementerio, y ubicados en panteones y tumbas, que los empleados municipales tenían preparados a tal efecto.
Pero luego se hizo presente el rezongo del más allá. Sobrevino un período de lluvias muy intensas y la labor lóbrega se complicó, al extremo que, antes de noche buena, la familia Castilla en pleno se vio forzada a incumplir el contrato y tuvo que dejar la ciudad para nunca más volver.
Pero eso, eso es otra historia, me dijo Don Salvador antes de despedirme.
Primeros tiempos del Cementerio Municipal. Foto: Archivo General de la Provincia de Santa Fe
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