Nos escribe Marta (45 años): "Hola Luciano, soy docente y te escribo porque quisiera saber tu opinión sobre los casos tan terribles que ocurrieron en este tiempo, el de Fernando y el de Lucio, para saber cómo trabajarlos con mis alumnos. Para mí se trata de dos tragedias y es muy difícil encontrar una visión equilibrada, sin dejarse llevar por la emoción, sobre todo cuando hay que transmitir a los más jóvenes y niños. Si te pregunto es porque ya leí algunos reportajes que te hicieron y me parece que tu punto de vista puede ser útil".
Querida Marta, muchas gracias por tu correo. En efecto, estos dos casos conmovieron a la opinión pública y cuando esto ocurre es porque algo nuestro resuena en ellos. Coincido con tu perspectiva, de que es preciso reflexionar y no dejarse llevar por la emoción, dado que así se corre el riesgo de proyectar aspectos personales y descuidar el equilibrio necesario.
¿A qué llamo equilibrio? A no hablar sin conocimiento o, mejor dicho, a estar advertidos de que lo que sabemos es muy poco. Muchas veces, lo que uno ignora lo completa con propias suposiciones. Y, ¿por qué suponemos? Porque es un mecanismo de defensa, porque así nos protegemos de lo que nos angustia; de una forma muy precaria, es cierto, porque esta medida defensiva se basa en poner todo lo malo afuera y atribuirle un papel causal.
El riesgo de la proyección es que termina por reproducir aquello mismo que es causa de angustia a través de la elaboración de un chivo expiatorio. Muchas veces cuando ciertos casos tocan la sensibilidad popular, empiezan a aparecer un montón de otros "similares" en los que a veces se trata de un exceso de interpretación. Es como si estuviéramos hambrientos de eso y queremos que los medios nos alimenten, para no pensar qué nos afectó tanto.
Cada uno de estos casos, tanto el de Fernando como el Lucio, podrían hacernos pensar muchísimo. Si por una cuestión de espacio, tuviera que elegir dos líneas de pensamiento, creo que redundaría en las siguientes: uno pone la lupa sobre cómo hoy quizá los jóvenes no están preparados para una vida adulta, a pesar de la mayoría de edad y, al mismo tiempo, se plantea una pregunta respecto del modo en que atravesaron la pre-pubertad.
Con esta última observación me refiero a que es cada vez más corriente encontrar que los varones no atraviesen el llamado "periodo de latencia", momento de la vida (entre los 6 y los 13 años) en que se estabilizan las representaciones de la identidad sexual y se consolidan las barreras anímicas del pudor, la vergüenza y la moralidad como base para una relación de empatía con otros. Por eso llegan a una edad en la que ya son grandes, pero todavía viven de acuerdo con el grupo de pares ("los pibes") en un funcionamiento segregativo –el adentro es bueno, el afuera es malo– lo que perjudica su acceso a una vida pública.
De regreso a lo que te decía al comienzo, querida Marta, creo que nosotros no podemos reproducir este funcionamiento cuando leemos las noticias y asumir una perspectiva binaria. Suponer que uno está del lado de los buenos solo justifica maldades. Asimismo, no podemos olvidar que tenemos que regular nuestra capacidad de identificación. Sin duda es muy justo que los padres de una víctima hablen desde el corazón, pero nosotros no podemos asumir el mismo punto de vista porque le fallamos a la comunidad entera.
Con esto último me refiero a que nuestro lugar es el de ciudadanos, que velan por toda la sociedad y nunca pueden pensar en términos de exterminio, porque así la sociedad misma desaparecería. ¿Desde dónde habla quien se relame con la expectativa de que a otro lo violen en la cárcel? ¿Cuál es la posición en la sociedad de quien quiere la muerte de los demás como castigo, sin posibilidad de reparación? En el caso de las víctimas fatales es claro que la vida no se le podrá devolver, pero a nosotros –creo– nos toca pensar desde el daño realizado a una comunidad y no a una persona en particular, con la consecuente necesidad reparatoria.
Pienso que una de las cosas que más daño le hizo a nuestra sociedad en este tiempo es la identificación masiva con la víctima. La que sea. Ante cualquier circunstancia, se agrega: "Yo soy…" y se completa con el nombre de una persona, pero también de una marca y hasta de un medio de comunicación. Lejos de una actitud de empatía, este movimiento refleja una renuncia a la capacidad reflexiva y el olvido del punto de vista del ciudadano que tiene que cuidar a la comunidad. Las consecuencias de esta identificación son conocidas: linchamientos y agresiones que reproducen lo que supuestamente quieren que no pase nunca más.
Ojalá vivir en sociedad fuera tan sencillo como decidir quiénes son los malos y pedir por su crucifixión. Creo que con esta premisa podemos pasar al segundo caso, cuya línea de pensamiento se mete en lo más profundo de una las estructuras más complejas de la cultura: la maternidad. De nada sirve hoy, con el diario del lunes, decir que una mujer no es madre por el solo hecho de haber parido y que la maternidad tiene que ser deseada o que existe un sistema social que obliga a la mujer a ser madre. Todas estas son justificaciones y formas de tirar la pelota afuera y querer tener la conciencia tranquila es un gesto cómodo.
Lo que hoy cabe poner sobre la mesa es el lado oscuro de la maternidad, la presencia eventual de rasgos perversos en las funciones de cuidado y el carácter autosuficiente de quien dice: "Yo soy la madre", sin tener en cuenta que este mismo enunciado puede ser usado con fines de venganza. Si tuviera que dar una definición mínima de lo que es una madre, diría que es la mujer que renunció a la omnipotencia sobre los hijos. Como siempre lo escribí, los hijos son de la comunidad y no de las personas. Es para vivir en sociedad que criamos a los hijos y no para que nos hagan felices o se queden con nosotros.
Querida Marta, con estas líneas espero haber traído un complemento a tu reflexión para el trabajo con tus alumnos. No tengo nada muy en claro, me limito a pensar con vos y espero tu respuesta para ampliar también mi punto de vista.