PhD Aníbal Fornari
PhD Aníbal Fornari
Este año se celebra el centenario del nacimiento de Luigi Giussani, fundador, desde Milán, del movimiento eclesial y social católico Comunión y Liberación. Este creativo pensador de la apertura de la conciencia dentro de la mirada a lo real como signo, exalta la razón afectivamente comprometida, anclada en la experiencia de sí. No desde la conciencia reflexiva, ante todo, sino desde un atento sorprender a nuestro yo-en-acción, es decir, en relación, donde se manifiesta la clave de su dinamismo estructural. Ésta es atestiguada por el contraste del deseo que quiere realidades particulares, concretas y finitas que lo atraen y, al par, visualiza y pretende a través de ellas una satisfacción plena y duradera. Para captar la riqueza de esta experiencia fundamental Giussani ejerce sistemáticamente en su libro de base, "El sentido religioso", una cercanía filosófica recurrente a la razón poética, en algunas de sus expresiones más altas como los "Cantos" de Giacomo Leopardi, el principal, y tantos otros como Rilke, Montale, Lagerkvist, Dostoyevski, Eliot, Dante… y podría llegarse a Borges, Atahualpa Yupanqui, Víctor Heredia y Peteco Carabajal. La alta poética desborda la parcialidad de los prejuicios y no le miente a la experiencia. De ahí, la sensibilidad inteligente o el corazón bíblico de Giussani recibe el impacto luminoso para expresar su pasión por el hombre y por todo lo humano, desplegada en el riesgo de educar.
Educar no es sólo instruir bien, sino despertar al yo humano desde su "sentido religioso" acallado y distraído, que es lo más "laico" que existe como propuesta educativa. Decía Don Giussani a sus estudiantes: no me interesa que ustedes acepten sin más lo que yo les digo, sino que les ofrezco un método para que ustedes mismos examinen y verifiquen si la hipótesis que les propongo es verdadera, es decir, si corresponde a la experiencia del propio yo-en-acción, y no a lo que uno se imagina ser. Es decir, se trata de verificar si la propuesta corresponde al deseo-de-ser, de vida plena, a las exigencias ineludibles, personales y universales, de significado, de bondad, de justicia, de belleza, de ser amado y así amar, de felicidad, en fin. Estas exigencias inextirpables, aunque a menudo reprimidas, constituyen la experiencia elemental del yo-en-acción. Son exigencias de apertura infinita, según la suprema categoría de la razón, que es la categoría de lo posible, de la excedencia imprevisible de lo real, que tensiona la dirección del deseo. Estas exigencias inherentes a la experiencia de sí están en positivo contraste con la evidencia original de nuestra existencia finita: antes no existíamos, somos donados por otros, tenemos fecha de nacimiento y nuestra vulnerabilidad, en parte autoinfligida, implica otra fecha inevitable. No somos, entonces, el criterio último de juicio sobre lo real, ni sobre nuestra misma existencia: dependemos del designio de quien nos hace existir. Nuestra finitud es dramática porque el yo, por dichas exigencias ilimitables puede superar todo encierre totalitario, vivir la razón y la libertad, viviendo lo finito a la luz del infinito inalcanzable y lo infinito dentro de la precisión de lo finito, sin censurar nada de lo que en la vida sucede. Es decir, el hombre está hecho para vivir intensamente lo real, sin evaporarlo en la abstracción y sin cosificarlo en la banalización.
De este ímpetu ilimitable del yo emergen las culturas y progresan en humanidad, según la autoconciencia que obtengan del propio yo y, en consecuencia, del tú, del nosotros y de los otros. La experiencia elemental del yo es la universalidad laica del sentido religioso, radicado en la persona encarnada que busca, de uno u otro modo, encontrar su destino, el sentido y el valor de su vida. Eso se realiza de modo inevitable, no vivimos un instante sin implicar en la acción una razón última por la que ahora vivimos y actuamos. Aunque luego nos desplacemos hacia otra razón de actuar. Ya sea alienándonos en objetos finitos imaginados como infinitos, convertidos en fetiches, en ídolos, que nos arrastran en acciones supersticiosas que piden violencia, porque lo que obtenemos con ellos, a través del tener malvivido como usura, del poder malvivido como dominación despótica, de la estima-de-sí malvivida como lucha compulsiva por el reconocimiento a toda costa, nunca satisface nuestra exigencia de plenitud en camino. Porque, al ignorarse la estatura del deseo de ser, se marchitan las relaciones del yo-en-acción y se desgasta su propio ímpetu. Ya sea, también, acusando nuestra finitud como decepcionante. Pretendiendo que el otro, el tú más deseado, pero tan frágil y necesitado como yo, en vez de ser reconocido como signo viviente de una compañía al destino bueno, en atenta apertura a la exterioridad del Infinito que sella nuestro deseo, es transmutado por la imaginación en el referente último del deseo de felicidad. Con el tiempo se acusa a ese otro, imaginado como dador de la plena satisfacción, de no responder a la pretensión endosada sobre él o ella. Por eso educar en el sentido religioso es introducir a la realidad total para vivir intensamente lo real y liberar a la persona de doblegarse al prestigio, a la carrera, a la riqueza, al partidismo y a la política patéticamente convertidas en religiones fanáticas.
Dados los prejuicios crónicos de la mentalidad dominante, insisto en la promoción de toda laicidad educativa y política posible, cuando la educación de las personas y los pueblos asume el hecho antropológico del sentido religioso. Éste abre y activa la razón, la libertad y la responsabilidad en cada dimensión humana (sexualidad, trabajo, política, religión), según su particular consistencia relacional, sobre un horizonte de sentido abierto y atento a la posibilidad de encuentro con una presencia que realice y relance esa apertura al Misterio del ser, diseminado en lo existente y en sí mismo inalcanzable e incomprensible como sentido total y exhaustivo. Esta sustantiva redefinición del sentido religioso de Giussani permite valorizar críticamente las diversas configuraciones imaginativas religiosas de las culturas, que son todas buenas y siempre mítico-simbólicas, sinceras con su límite para acceder al último significado, o irreligiosas mítico-utópicas e ideológico-secularistas, presuntuosas de autosuficiencia humanitaria. Son pocos los que pueden permanecer atentos y expectantes en la apertura al posible manifestarse del Misterio inalcanzable, sin decaer en alguna forma de conformismo agnóstico, ya sin lucha por el significado. La nobleza realista de las religiones culturales, como intentos de configurar lo divino y moralizar lo humano es concomitante a la tristeza del inútil esfuerzo para contrarrestar la lejanía inaferrable del Misterio en sí. Tanto como los intentos hercúleos de producir y manejar el sentido de la historia y del universo, expresan un deseo de extirpar el mal por el esfuerzo y la fuerza, pero se ven desmentidos por el vuelco contradictorio de sus cálculos, una vez llevados a los hechos.
En su libro "La autoconciencia del cosmos" Giussani expresa, en un diálogo con jóvenes, que el hecho del sentido religioso debería normalmente irrumpir en el despertar de cada día, en el verdadero encuentro con el mundo, en el estupor ante esa realidad como encuentro con el ser. "Imagínate salir del seno de tu madre con la conciencia que tienes a los veinte años: apenas abres los ojos quedas estupefacta de lo que se llama ser, de la realidad. Esto es un encuentro, el primer encuentro. Todos viven sin el estupor de este primer encuentro, como si fuera algo obvio; en consecuencia, gozan menos de la naturaleza, gozan menos del tiempo y del espacio, gozan menos de la realidad". Esto significa que para conocer y desarrollar el sentido religioso hemos tenido que encontrar a alguien. Sin un maestro no nos habríamos entendido a nosotros mismos. Esta es una ley de la existencia. A un Maestro excepcional puedo decirle "tú eres yo", "porque encontrándolo y escuchándolo, me descubrí a mí mismo. Mientras quien trata de encontrarse a sí mismo reflexionando sobre sí, se extravía por una miríada de senderos, de ideas, de imágenes". El cristianismo no es una religión. Es el impacto de un encuentro humano excepcional recorriendo espacios de la vida cotidiana, en el que se comienza a verificar que corresponde a las exigencias de la propia experiencia antropológica elemental y, razonablemente, se lo empieza a seguir. Es un acontecimiento imprevisible e imprevisto del orden del deseo, inaudito y concreto, que se comunica por atracción y se presenta como el Rostro del Misterio insondable. "Yo-soy el camino al destino, porque yo-soy el destino". Si este hombre no hubiese venido al mundo y no hubiese pretendido identificarse a sí-mismo con lo divino, si no existiera históricamente fechable y actual como hombre que comía, bebía, dormía, enseñaba, velaba, y fue muerto y resucitó, proponiéndose como el verdadero referente del sentido religioso, estaríamos librados tan sólo al esfuerzo imaginativo de las religiones, de las utopías y de las idolatrías.
(*) Profesor de la Universidad Católica de Santa Fe.