Rogelio Alaniz
El gobierno nacional asegura que ya se salió de la crisis; sus opositores estiman que es apenas una tregua. ¿Optimistas o pesimistas? Para el caso, cualquier respuesta a esta pregunta da lo mismo. No son los estados de ánimo los que resuelven los dilemas de la política, sino las decisiones y la lucidez. Lo que las crisis en todo caso nos vienen a recordar es que la ciencia y el arte del gobierno exigen ser contemporáneos. Se pueden tener sueños, utopías y todas las esperanzas del caso, pero ninguna de esas ilusiones pueden sustituir las exigencias de lo real, el imperativo “de las cosas” que se resuelven en tiempo presente. El gobierno nacional puede acariciar expectativas sobre su reelección en 2019, pero ahora sabe -por si necesitaba aprenderlo- que ese objetivo se gana todos los días gobernando. Dicho con otras palabras, no es la reelección para 2019 lo que debe desvelar a los gobernantes, sino la gobernabilidad en 2018.
¿Podrán hacerlo? Pueden hacerlo, pero no será fácil. Y mucho menos cómodo. La crisis se ha superado pero no se ha resuelto. Hacia el futuro inmediato lo que se avizoran son problemas. No son trágicos pero son complicados. Y son complicados, entre otras cosas, porque su resolución depende de diferentes variables, muchas de ellas contradictorias entre sí.
Están por un lado las exigencias impiadosas de la economía y las finanzas. Hay allí algún margen de maniobra, pero no hay magia. La economía en las actuales sociedades siempre debe lidiar con recursos escasos y esa tensión se administra a través de la política privilegiando acuerdos y entendimientos. Pero las exigencias de la economía y los beneficios de los acuerdos son siempre evaluados por la opinión pública, que en las sociedades democráticas constituyen un principio fuerte de legitimidad del poder político.
¿Es necesario explicarlo? Los gobiernos se ganan o se pierden a través de elecciones. Desde el más modesto puntero de barrio hasta el presidente de la Nación, saben que esta verdad nunca puede ser soslayada. Es cierto que el poder en la historia se lo puede ganar o perder por otros caminos, pero admitamos por lo pronto que en la Argentina actual el principio de legitimidad lo da el voto, por lo que todo gobierno que pretenda ser tal sabe que la racionalidad de la economía más de una vez está en contradicción con las exigencias de la política. Y es en esas encrucijadas donde la política adquiere la categoría de arte porque obliga a tomar decisiones fundadas en la inspiración, esa relación virtuosa entre lo consciente y la lucidez.
El presidente Mauricio Macri ha demostrado que tiene el temple necesario para pilotear tormentas. No sé si es carismático, pero me consta que ha aprendido a lidiar con el poder. La reciente crisis también le ha dejado sus enseñanzas. Por primera vez en su carrera alcanzó a espiar el abismo que se abría debajo de sus pies. Que lo haya percibido es un buen síntoma. Hay mandatarios que son devorados por las crisis sin saber lo que sucede a su alrededor. Que el abismo se le haya insinuado no debería sorprenderle. Macri sabe que el gradualismo que defiende significa transitar por un desfiladero estrecho en el que cada paso que se da es siempre un riesgo. Ese riesgo se hizo más intenso en estos días. Hoy está superado, pero el camino sigue siendo estrecho. Transitarlo exige prudencia, decisión y una cuota de suerte. En estos casos las consultas nunca están de más, pero me temo que los tiempos de los globos amarillos, los desmañados pases de cumbia y los consejos estilo manual autoayuda, han agotado sus posibilidades.
Sus riesgos e incertidumbres no son muy diferentes a los que han debido afrontar otros mandatarios. Escribí en su momento que gobernar es comprar problemas. Y agrego ahora que el oficio exige, además, hacerse cargo de que en los momentos difíciles se está solo. Creo que Bonavena fue quien dijo que cuando se sale al centro del ring no te dejan ni el banquito de compañía. Esa soledad del poder que ha sito tratada por la literatura a lo largo de la historia incluye no solo la soledad “existencial”, sino la soledad para hacerse cargo ante los hombres y ante la historia por cada una de las decisiones que se toman o se dejan de tomar.
Una oposición destructiva
Se afirma con buenos fundamentos que Cambiemos no es el producto del azar o una casualidad histórica, sino que se trata de un proyecto de poder político que marca un antes y un después en la historia argentina. Puede ser. Hay bibliografía necesaria para compartir este punto de vista. Pero también hay mucha bibliografía que dice lo contrario. En lo personal creo que Cambiemos como proyecto político intenta entender el mundo tal como es en la actualidad, se esfuerza por ubicar a la Argentina en un lugar en el que pueda aprovechar sus ventajas comparativas, intenta practicar en el orden interno una cultura política republicana, se propone a través de la obra pública desarrollar un cambio en el sistema de conectividad en función de un modelo de crecimiento económico abierto al mundo y de larga duración. Pero como se dice en estos casos: el hombre propone pero no sé si el que dispone es Dios o las complejas combinaciones de la política. En todos los casos, cualquier fórmula de gobernabilidad escrita en el mejor papel, con las mejores intenciones y comprometiendo a la materia gris más calificada, deberá verificarse en el rigor de la lucha política. Y ya que estamos con metáforas pugilísticas, recordemos a Tyson cuando dijo que los mejores planes de combate duran hasta que llega la primera trompada en el rostro.
Y en la Argentina no son pocos los que quieren noquear a este gobierno. Y lo quieren hacer como sea; jugando limpio o con golpes bajos, aunque por lo que se pudo observar en los últimos días, los golpes bajos son los preferidos por la oposición o, por lo menos, por el sector más ruidoso de la oposición, los mismos que insisten en que lo más parecido al Paraíso se llama Venezuela, el ejemplo más a mano a seguir se llama Santa Cruz y la líder más deseada responde al nombre de Cristina.
Y al respecto hay que esforzarse por ser claro. Una oposición debe ejercer su tarea de oponerse, que es de alguna manera la tarea que le asignó el electorado en la democracia. Pero en la Argentina la oposición a un gobierno no peronista va más allá de las prescripciones de cualquier orden democrático. Basta observarlos en su práctica cotidiana. Basta con observar como atizan cada conflicto con la esperanza del transformarlo en una crisis general. Además no lo disimulan. No se oponen al gobierno, quieren destruirlo. Bonafini, D’Elía y Verbitsky expresan en voz alta lo que piensan la mayoría de los populistas criollos. Basta con prestar atención a cómo caracterizan a la actual gestión. Al respecto, sus principales voceros no disimulan ni se privan de nada. El gobierno de Macri es la antipatria, es la entrega de la soberanía nacional, es el retorno de la dictadura militar, es el poder de los explotadores y enemigos del pueblo, es el responsable del hambre de la pobre gente, es la expresión de una minoría decidida a enriquecerse a expensas del pueblo... y siguen las calificaciones bondadosas.
Si sinceramente los líderes populistas creen en lo que dicen, a nadie le debería sorprender entonces que quieran el derrocamiento de un gobierno del cual están convencidos que es el mal absoluto. ¿Qué legalidad, que escrúpulo jurídico que mediación institucional puede anteponerse a un gobierno que representa las calamidades presentes y futuras? Macri y Cambiemos para la oposición populista es mucho más que la presencia de un proyecto político diferente o la expresión de intereses criticables pero legítimos. Macri y Cambiemos es el mal y como tal debe ser tratado. Así lo escriben, así lo dicen y así lo viven.
¿Son muchos? Diría que son más ruidosos que numerosos. Y en su furia intentan arrastrar a sectores moderados que con todo derecho no comparten algunas decisiones de este gobierno que está muy lejos de ser perfecto. Es que en la Argentina inficionada de populismo autoritario aún es fuerte el hábito de desestabilizar lo que no se comparte o lo que amenaza privilegios corporativos o ponga en discusión dogmas ideológicos.