José Curiotto
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Atribuirle al destino una jugada macabra representaría un error. La maldita bala que el viernes último atravesó el río Santa Fe y acabó con su derrotero trágico al impactar en el cráneo de Serena, partió de una de las zonas más violentas de la ciudad.
Serena peleó como pudo por su vida y Santa Fe toda sintió el impacto: incredulidad, bronca, dolor, congoja, miedo. Un cóctel de sensaciones amargas.
“La verdad es que todos nos sentimos un poco culpables”, me dijo Hugo Cabrera, un vecino de Alto Verde que hace cinco años se unió a otros para hacer escuchar la voz del barrio y reclamar por la tranquilidad perdida.
Extraña paradoja. Mientras un grupo de delincuentes convirtió a Alto Verde en un verdadero campo de batalla en el que dirimen sus cuestiones miserables a los tiros, al vecino que pide por la paz lo carcome la culpa por una responsabilidad que no tiene.
Hace mucho tiempo que el distrito costero se convirtió en una zona liberada, donde nadie está a salvo. Lo único novedoso, frente a la muerte de Serena, fue que una bala cruzó el río.
Durante los últimos meses, un grupo de vecinos decidió organizarse a través de las redes sociales para reclamar por seguridad y paz. Fueron pocos los movilizados, apenas un puñado. Programaron marchas hacia la Casa de Gobierno para hacer escuchar su voz.
Poco antes, el padre Javier Albisu, jesuita párroco del barrio, puso todo su esfuerzo para denunciar lo que estaba sucediendo.
Nadie puede sorprenderse por la violencia de Alto Verde. Es probable que esta misma noche, las balas vuelvan a zumbar sobre los oídos de vecinos que viven aterrados. Hace algunos años, el barrio fue noticia cuando la directora de una escuela contó cómo enseñaban a sus alumnos a refugiarse debajo de los bancos cada vez que se escuchaban tiros. Como en una zona de guerra. Así crecen esos chicos. Sabiendo que si no se ocultan con rapidez, pueden ser alcanzados por un disparo.
Ahora, desde el gobierno informaron que probablemente la bala que impactó en Serena provino de un enfrentamiento entre facciones enfrentadas de la Uocra. Es que, como si la violencia interna del barrio no fuera suficiente, Alto Verde también se convirtió en el escenario donde estos grupos mafiosos dirimen sus internas a los tiros.
No son muchos los violentos de Alto Verde. Son, sin duda alguna, minoría frente a un barrio de gente trabajadora que sólo desea vivir con tranquilidad. Sin embargo, los delincuentes imponen su propia ley y amedrentan a todo aquel que intente colocarse en su camino.
Los vecinos aseguran que, por las noches, en la comisaría apenas trabajan dos policías que cuentan con un móvil destartalado. Si ambos efectivos deben acudir a un llamado, el edificio queda solo.
Probablemente se produzcan en los próximos días algunas decisiones políticas con respecto al barrio. Sin embargo, los antecedentes de casos similares no permiten ser demasiado optimistas. Por lo general, los problemas de fondo siguen presentes. Tarde o temprano, otras tragedias, en otros puntos de la ciudad, ocuparán las primeras planas.
Lo llamativo es que Alto Verde se encuentra apenas a doscientos metros de la zona del puerto, el sector de la ciudad de mayor desarrollo durante la última década. Allí se levantan nuevos edificios, salones de fiesta, clubes deportivos, hoteles y centros comerciales.
Parecen dos ciudades distintas. Pero la bala que atravesó el riacho el viernes último recordó a todos, y de manera trágica, que se trata de una sola ciudad.
Serena luchó por su vida hasta donde pudo.
Mientras tanto, la maldita bala que cruzó el río se convirtió en una prueba más de que, mientras la marginalidad siga creciendo y continúen existiendo zonas liberadas al delito, nadie estará totalmente a salvo.