Mi propio hijo tiene la edad que yo cuando tuve que cantar “¿Quién nos habla aquí de olvido, de renuncia, de perdón?”. Su tarea escolar para el lunes es “reportear” a su padre sobre el recuerdo de esos días. Lo miro y me veo niño.
Mi propio hijo tiene la edad que yo cuando tuve que cantar “¿Quién nos habla aquí de olvido, de renuncia, de perdón?”. Su tarea escolar para el lunes es “reportear” a su padre sobre el recuerdo de esos días. Lo miro y me veo niño.
Un periodista escribiendo en primera persona es un atentado contra la supuesta “objetividad” que lo rige y también lo es el referirse a un tema como parte de una masa y no como especialmente esclarecido ante un suceso.
Dicen el manual “ético”, no escrito, de la profesión que las sensaciones más humanas y viscerales deben ser dejadas de lado. Estas sólo son permitidas para los fanatismos partidarios o ideológicos que logren acurrucarse en un sentido de pertenencia, de cualquier lado, de las grietas temáticas.
El analista deduce de lo general a lo particular sobre hechos relevantes de la historia, cual si fuese posible el acceso a lo “general”. Como si posible fuera apartarse de la particularidad.
Tengo al niño enfrente con su cuaderno y su lápiz presto a terminar su tarea e ir a jugar a la guerra en la Play. Puedo mentir para dejarlo tranquilo y no “complicársela”. Decido “bajarme del pony” ante él, ante mi propia historia conforme al Poder de negación adictiva – opción idéntica a la hora de escribir esta nota.
Le pido que se siente, que me deje pensar. Algo que podría pedir al lector, ahora, también.
Trataré de ser fiel a mi niño de abril de 1982 y también honesto con el padre de ese niño. Mi papá.
De niños jugábamos con soldaditos y fusiles de escobas que tronaban desde nuestras bocas – con pum, pan y plum (si eran granadas).
El acceso, virtual, a la guerra no era en pantallas sino por muñecos vendidos al por mayor y algún que otro -heredado- soldadito de plomo que se transformaba en invencible combatiente contra las debiluchas figuras de plástico que no se mantenían, siquiera, en pie.
De todos modos, el juguete más preciado era la pelota. Si picaba, mejor.
Estábamos jugando, haciendo travesuras o salvajeando en lo que fue el Club Ateneo - hoy apenas patio trasero del Colegio- cuando por contagio salimos corriendo para la Avenida Mar Argentino frente al puerto. A lo lejos se veía la fila de camiones verde oliva que se perdían a la altura de El Quilla. Con toda mi energía, disponible, llegué corriendo para no perderme la caravana. Me topé contra el guardarrail sin percibirlo. Exhausto y excitado, levanté la mirada y los vi pasar. Cientos de chicos, envueltos en su fajina que les sobraba por todos lados y con el susto sellado en sus caras de niños, grandes para mí, pero insignificantes para la fisonomía del “soldadito” que me devolvían mis juguetes y una que otra guerra de Hollywood. No, ellos no eran combatientes, a lo sumo eran mis cercanos ídolos que jugaban en juveniles, hoy U18.
La imagen fue tan fuerte que cruzó, como un latigazo, mis endebles convicciones patrioteras. Ese mismo día mi padre, frente el televisor, ante una de las primeras noticias triunfalistas que venían del sur, gritó: “se van a tener que volver caminando”. Pocos días después, papá me llevó a una especie de marcha que fue por la peatonal y terminó en Casa Gris con Casis, gobernador de Santa Fe –designado por Galtieri. Ese fue el primer día que mi cuerpo se rebeló a la mente cuando la muchedumbre cantaba “el que no salta es un inglés”. Yo no podía despegar mis pies del piso, me sentí raro. Ajeno.
En el colegio nos hacían cantar la marcha de Malvinas como primera acción del día dentro del aula. Tampoco pude hacerlo. Ya no podía, siquiera, con el himno que no salía, como sonido, de mi boca – sólo hacía la mímica. No atinaba a explicarme. Fui retado y agaché la cabeza cada vez que me hacían sentir en falta. No tenía intención de discutir, más bien sentía temor de ser obligado a decirlo, no tenía ánimo alguno de convencer a nadie de nada. La rebeldía no tenía intención, ni estructura. Esas caritas de niños, mayores que yo, no me dejaban mentir-me.
Cuando la rendición, tenía la ingenua esperanza de que, al menos, esos chicos que había visto no hayan muerto.
Tiempo después fui fundamentando mi asco a las banderas, escudos y patrioterismos.
Cientos murieron por la “soberanía” insular, cuando la continental era un “blef” - hoy lo es mucho más.
Sólo hay una forma de que alguien vaya a matar o morir por un símbolo vacío a un “otro” –bajo otro símbolo- y participar en el crimen “legal” llamado guerra, y es adoptar el fanatismo irracional de “ser argentino”. Argentino como el propio Galtieri, Videla, Astiz y otros dueños de esa Argentina a la que estaba obligado a ser parte, como niño ayer, como adulto hoy
Los vi partir hacia esas muertes innecesarias, al sufrimiento, al frío y la locura. Ese golpe de realidad “física”, fue la que siguió liberando y supurando la podredumbre que fermenta bajo el poder de negación y la manada.
¿Cómo millones de seres “inteligentes” pueden morir, como moscas, en guerras inventadas? ¿Cómo pueden científicos y técnicos estudiar las formas más efectivas de matar en masa?
¿Cómo hacerlo en nombre de un Dios, un trozo de tela o un pedazo de tierra, absolutamente ajena, en su posesión? ¿Cómo matar el presente en nombre de un “miedo futuro”?
De tantos absurdos “comestibles” y digeribles de la historia de la humanidad, la guerra es el único que desde los 8 años no consigo ignorar.
No juro “con gloria morir” –y matar.
Mi niño hijo y mi pequeño, de 40 años atrás, me lo recuerdan y compromenten a no ser parte NUNCA MÁS de ninguna locura enferma como esa guerra de Malvinas, ni cualquier otra forma de crimen organizado y “autorizado”.
Vi la euforia del “ser argentino” mandando a la hoguera a sus jóvenes más preciados en nombre de una patria y no puede ser en vano.
Ahí va mi niño con su tarea realizada de reportero en un bucle que me obliga a declarar para la “seño”: “No hay patria, ni bandera, ni pertenencia o territorio que justifique la guerra entre pobres que, finalmente, son quienes ponen su cuerpo y subsidian con su sangre al delirio infame de un grupito de perversos con ansias ilimitadas de poder y bienes”.
No es poesía, sino realismo pragmático y político, lo que cantó al mundo ese hombrecito de lentes redondos y piel blanca, precisamente un inglés deportado como ciudadano del mundo:
John Lennon
Imagina que no hay cielo / Es fácil si lo intentas / Ningún infierno bajo nosotros / sobre nosotros sólo el cielo.
Imagina toda la gente / Viviendo por hoy.
Imagina que no hay países / no es difícil de hacer
Nada por lo que matar o morir
Y sin religión también / Imagina toda la gente / Viviendo la vida en paz
Puedes decir que soy un soñador
Pero no soy el único / espero que algún día te nos unas
Y el mundo será como uno / Imagina que no hay posesiones / me pregunto si puedes / No hay necesidad de codicia o hambre / Una fraternidad de hombres
Imagina toda la gente
Compartiendo todo el mundo