Escribe Julián (42 años, de Venado Tuerto): "Luciano, ¿cómo estás? Te estamos escribiendo este correo en la mesa de Navidad, con mi familia y unos amigos, te leemos y nos pasamos tus notas en el Litoral. Entonces te escribimos en banda para pedirte que te mandes un mensaje para estas fiestas, ¿puede ser? Aprovechamos para agradecerte lo que escribís, a veces estamos de acuerdo, otras no, pero nos hacés pensar y eso es lo que más nos llega. Una cosita más: ¿podrás decir de qué cuadro sos?".
Querido Julián, qué honor que se acuerden de mí en la mesa navideña. Sobre todo porque es una fiesta que me gusta mucho; trato de acompañarla espiritualmente, desde el sentimiento y la reflexión.
Sin embargo, no voy a escribir sobre la Navidad, ya que cuando esta columna se publique, estaremos más cerca de Reyes. Podría decir algo sobre el fin de año, que es una fecha que también tiene un sentido religioso. No muchas personas saben que el 1 de enero es el primer día del calendario porque celebra la circuncisión de Jesús. Además, este festejo es relativamente reciente, ya que fue dispuesto por el Papa Gregorio XIII recién en 1582. Astronómicamente, el año comienza el 21 de marzo, con el equinoccio de la primavera del Norte.
Esta divergencia de fechas me parece un buen comienzo, para plantear una buena pregunta: ¿cuándo comienza el año para cada uno? Me refiero a que más allá (o más acá) de la fecha objetiva, cada quien tiene un ciclo interno, un tiempo que recorre antes de pasar a otra cosa. Por ejemplo, en estos días vi muchos memes que jugaban con el pasaje del 2020 al 2022, directamente, no está mal, porque muestra una sensación de nuestra mente: que no hubo corte, que seguimos de largo, que la pandemia -si es que estamos en una vía de salida- fueron dos años en uno muy largo.
Ahora bien, ¿qué nos permite pasar de un año a otro? En principio, un duelo; que es la operación psíquica que nos permite pasar de una cosa a otra. Me explico mejor, ya que esto puede parecer complejo, pero es bastante simple: para pasar de una cosa a otra es preciso perder algo. Por eso generalmente nuestras celebraciones tienen algo de ritual de sacrificio. A veces el sacrificio es interno (dentro de cada uno), pero lo reconocemos a través de que luego sobreviene un banquete. Este es el sentido de que muchas veces en la época de fiestas nos dediquemos a los excesos.
¿Por qué es preciso perder algo? No se trata de una obligación, sino de reconocer una pérdida. Por ejemplo, con cada año perdemos un poco de vida, hubo proyectos que quedaron en el camino, vínculos que no continuaron, etc., pero no perdimos la fuerza de seguir viviendo. Entonces, a través de lo que perdimos nos damos cuenta de que todavía tenemos la capacidad de vivir. Esto es lo propio de un duelo, poder atravesar la pérdida y no perderse a uno mismo.
Lo asombroso es que esto no ocurre una vez al año, sino incluso cada día. Para ir a dormir, es necesario haber dejado ir ciertos anhelos, reconocer que ya el día concluyó e hicimos lo que pudimos, que -como decía mi abuela, una frase que creo que ella no se imagina cuánto marcó mi vida- "mañana será otro día". Esto es lo que yo me digo cada vez que me voy a la cama. Es mi rito íntimo para irme a dormir. Porque no solo ayuda a aceptar lo perdido, sino que me da fuerza para el día siguiente.
Me preguntarás, Julián, qué ocurre con lo ganado en el día. Es que los logros no necesitan duelos, salvo cuando advertimos todo lo que tuvimos que perder para ganar y que incluso ganamos mucho más cuando no le tenemos miedo a perder. De regreso en la situación del dormir, pensá en lo que ocurre con aquellas personas que se van a la cama y no pueden dejar de pensar en las cosas pendientes, en lo que tienen que hacer, como si no pudieran perderlas para que -al día siguiente- regresen.
Porque si hay una realidad es que los problemas vuelven solos. Los podemos dejar con confianza, porque -como dice el refrán- "el que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen". Esto que digo parece una tontería, pero te aseguro Julián que una de las fuentes de sufrimiento más grande para algunas personas es no poder dejar de pensar en ciertas cosas que los requieren, no necesariamente grandes problemas, sino los asuntos cotidianos, que los atormentan, que no los sueltan.
Esto ocurre todos los días, también cada año y, es curioso, hay personas que hacen un duelo enorme cada tantos años. Por ejemplo, es corriente escuchar que haya quienes cuentan que su vida pasó por algunas etapas, con cambios profundos, cada 5 o 10 años. Estos ciclos son siempre muy importantes. No es extraño encontrar que detrás de esas vueltas de la vida haya procesos de pérdidas que se asumen y reactualizan la confianza para vivir un nuevo periodo. Cuando esos procesos no se consolidan, a veces pasamos por tiempos de tristeza (o "depresión", como se dice hoy, no necesariamente patológica) hasta que conseguimos dejar de identificarnos con lo perdido y volvemos a las acciones que nos conciernen.
Identificarse con lo perdido es la nostalgia, ¿no nos agarra un poco en cada fin de año? Siempre está el momento de acordarse de los que no están, los que se fueron, los que decidimos dejar; los momentos vividos que a veces se reflejan en esas anécdotas que se repiten una y otra vez y son como los mitos fundacionales de nuestros vínculos. Es un pasaje necesario, pero luego toca alzar la copa y seguir. Porque lo que perdimos sigue vivo en nosotros, esta es la ley de la experiencia, que tan bien está reflejada en esa letra de Jorge Drexler que dice: "Uno solo conserva lo que no amarra".
Me gusta el doble sentido de ese verso, porque "lo que no amarra" se puede leer tanto como que uno no amarra (en sentido activo), pero también lo que no nos amarra (en sentido pasivo, como amarrados). Me parece valiosa la idea de que nos quedamos ahí donde no nos retienen, sobre todo si pienso -no sé cómo será en el caso de ustedes, Julián- que las familias suelen tender hacia el vínculo obligado. No hay nada más lindo que una familia que se abre a los demás, que es permeable, que permite entrar y salir, irse y volver.
Ahora, entonces, puedo responder tu última pregunta. Te confieso que me causó gracia. Imagino que tu familia debe ser muy futbolera. Les cuento que yo lo fui en su momento -el de la juventud-, pero luego le perdí afición y constancia. Sí de un tiempo a esta parte mi hijo se volvió un fanático de la pelota, pero eligió un cuadro diferente del mío. La cuestión es que, con el tiempo, para acompañarlo empecé a interesarme otra vez en los partidos y nombres de jugadores, en esa mística que hace del fútbol algo más que un deporte y, así, esa pasión perdida regresó renovada.
Hace poco le contaba a un amigo esta situación y me dijo algo que bien podría ser equivalente a la interpretación de un psicoanalista: "Dejaste de ser un fanático del fútbol para volverte fanático de tu hijo". Así es que lo perdido, a veces, regresa para bien. Si es que hubo duelo.
Concluyo estas líneas y pienso que te conté lo mismo que le conté a un amigo. Te agradezco Julián que tu carta me haya permitido hablarte con confianza; donde hay una palabra dirigida con buena fe, creo, hay amistad. Te llegará esta respuesta el primer domingo de enero. Mañana es hoy y llegó otro día. Felicidades.
Con cada año perdemos un poco de vida, hubo proyectos que quedaron en el camino, vínculos que no continuaron, etc., pero no perdimos la fuerza de seguir viviendo. A través de lo que perdimos nos damos cuenta de que todavía tenemos la capacidad de vivir.
Nostalgia. Acordarse de los que no están, los que se fueron, los que decidimos dejar; los momentos vividos que se reflejan en esas anécdotas que se repiten una y otra vez y son como los mitos fundacionales. Es un pasaje necesario, pero luego toca alzar la copa y seguir.