Siempre me llamaron la atención las manchas que tenía el bisabuelo en los brazos y las piernas. Eran demasiado blancas y resaltaban de una manera que no podía dejar de mirarlas. También le faltaban un par de dedos, pero eso no me generaba curiosidad porque era carpintero y seguramente se debía a algún accidente del oficio. Yo no me atrevía a preguntarle nada porque era un hombre muy sensible y no deseaba molestarlo, así que indagaba con cuidado al resto de los parientes para averiguar que era eso que le pasaba.
Gracias a mi insistencia, me fui enterando que al parecer, cuando era joven, durante una tormenta eléctrica, un rayo había caído muy cerca y después de la fuerte impresión, habían aparecido, como estigmas del pavor, las manchas. Además supe que algunas personas lo discriminaban al verlo, y su silencio rotundo frente a este tema me sugería que disimulaba indiferencia pero lo hacía sufrir.
Me acostumbré a ver cotidianamente ese tegumento imperfecto y no me parecía que fuera un defecto sino más bien una contingencia del destino sobre todo cuando tenía adelante esos ojos de claridad impertinente y suma bondad.
Supongo que lo mismo le sucedía a la gente de su entorno porque en el barrio todos lo querían. Aunque estaba viejo arreglaba los muebles de los vecinos y lo hacía por el solo gusto de ayudar y sentirse útil. Entonces no me asombraba, que los fines de semana regresara de la feria con algún regalo y la alegría pegadita a los labios.
Nunca imaginé que yo iba a experimentar una circunstancia similar a la de él, hasta que una mañana me miré al espejo y noté unas aureolas extremadamente níveas en el cuello y en la sien. Confieso que me asusté, sin embargo decidí contarle a mi mamá porque ya había tenido malos momentos por guardarme cosas que podrían ser graves.
Todavía era una niña y venía atravesando ratos amargos porque quería aferrarme a la idea de que mi padre iba a volver al hogar abandonado hacía ya varios años. Mantenía esa ilusión con una ingenuidad insólita para mi edad con la convicción de que mi amor lo haría volver, aunque eso jamás ocurrió. Por otra parte, en la nueva escuela mis compañeros no me soportaban y cursar séptimo grado era una tortura. Me molestaban y agredían constantemente. Mi fragilidad, mis ojos verdes y mi buen desempeño en clases eran los detonantes.
Yo trataba de demostrar valor y me defendía como podía ya que los docentes no hacían nada al respecto, y mi estrategia fue ser la mejor en los estudios y no permitir que rotara la bandera de ceremonias, algo que los exasperaba porque admiraban al escolta, con quien compartían juegos desde preescolar y era hijo de un concejal. Eso me daba algunos pequeños privilegios para recargar energías. Cuando terminé la primaria, algunos se mostraron arrepentidos por tanto agobio, aunque no sé si comprendieron que cuando se lastima no siempre se puede remediar.
Lo cierto es que aquel instante, en el que descubrí los indicios extraños reflejados en el vidrio, miles de interrogantes surgieron en mi mente aún infantil. ¿Por qué me estaba pasando eso? ¿Cuál era la causa de estas impresiones en mi cuerpo, tan parecidas a las del bisabuelo? ¿Cuánto iban a durar? Rápidamente me llevaron a un especialista que me recetó un líquido y me recomendó untarlo en las manchas y exponerlas al sol durante cinco minutos.
Despacito, la dermis comenzó a fabricar nuevos pigmentos aunque no lograron desaparecer y yo continué con mis actividades de la manera más natural posible. Evitaba pensar, pero las hebras plateadas de mi pelo delataban la ausencia cromática y me sentía rara y fea. En casa todos se esmeraban para que no me preocupara demasiado. Los domingos íbamos a la iglesia y me encontraba con mis amigos. Una sensación de bienestar me invadía hasta hacerme olvidar por completo de la contrariedad que traía adherida a mí.
A veces ocurren situaciones inexplicables que desgarran la armonía que tanto cuesta construir. Y eso aconteció luego de reunión, cuando imprevistamente, una señora mayor, madre de una chica que me caía muy bien, me sujetó de los hombros mientras me zamarreaba gritándome frases horribles, diciéndome que las manchas eran un castigo de Dios porque era mala, mala, mala. Mis abuelos corrieron para alejarla, mientras lloraba desconcertada.
La mujer estaba convencida de que yo dañaba a su hija. Cuando tuve la oportunidad de ver a la muchacha a solas, reconocí que estaba tan afligida como yo y me dio pena. Ella tampoco entendía. Le expliqué que tenía prohibido cualquier contacto para no provocar los arrebatos violentos de su mamá, que a pesar de todos los recaudos de mi familia, siguió observándome con un odio visceral y ofendiéndome cada vez que se cruzaba conmigo.
El miedo comenzó a ser un camarada sagaz. Aprendí a visualizar rápidamente el peligro y huir, hasta que la calma retornó. Después hubo muchos cambios, mudanzas, otra etapa y otro colegio, una iglesia más distante… Con el tiempo me habitué la palidez de la tez en esas pequeñas secciones, dejé de buscar tapar con tintura el mechón nacarado y volví a sonreír y a disfrutar de hacer bochinches con mis hermanas. La infancia se me fue escapando como un ovillo de recuerdos que rueda hacia el infinito.
Lentamente, las circunstancias desagradables quedaron atrás y no volvimos a hablar de ellas. Las auténticas marcas quedan más allá de la piel, en el alma… y se proyectan en nuestras miradas, palabras y gestos como resabios de lo vivido. Ahora que estoy envejeciendo, puedo apreciar la metamorfosis, la profundidad de las sensaciones que me emocionan en los actos mínimos hasta hacerme lagrimear, como el verso desgarrado de un poeta, o mi pequeña trepando divertida por las ramas del cerezo.
También me abrazo a la soledad, ya que no logro asimilar enemistades y desamores. Y cuando paseo por el bosque, resguardada por los cipreses, los coihues y los ñires, con el viento susurrándome historias y verdades, espero que lo dolido siga floreciendo como las anaranjadas amancay al borde del camino.
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