Por Rogelio Alaniz
ROGELIO ALANIZ
El 27 de junio de 1839, más o menos a las siete y media de la tarde, dos hombres armados con puñales y envueltos en ponchos ingresaron al edificio de la Sala de Representantes y asesinaron con dos “tremendas” puñaladas a Manuel Vicente Maza, presidente de la Legislatura, juez para todo servicio del régimen e integrante con Anchorena y Terrero, de la mesa chica de Juan Manuel de Rosas. Dos óleos, uno de Prilidiano Pueyrredón y otro de Benjamín Franklin Rawson recuerdan el momento del crimen.
Al otro día, a la madrugada del 28 de junio, el Restaurador ordenó que el teniente coronel Ramón Maza, hijo de Manuel Vicente, fuera fusilado en el patio de la cárcel donde estaba detenido. Los cadáveres de padre e hijo fueron subidos a un carro y enterrados en el cementerio local. Como para completar la tragedia, la señora Mercedes Puelma Díaz Andrade, esposa de Manuel Vicente y madre de Ramón, se suicidó tomando veneno. La única hija, Salomé, casada con un Guerrico, asumió el luto con coraje, y para demostrar que las amenazas de la Mazorca no la intimidaban pintó el frente de su casa de negro, como señal de luto.
Hasta el día de la fecha, los historiadores discuten acerca de la autoría intelectual de la muerte de Manuel Vicente, ya que la del hijo Ramón fue plenamente asumida por Juan Manuel. Al respecto, se dice que el responsable fue el Restaurador, pero los historiadores revisionistas, en sintonía con la posición del propio Rosas, aseguran que los responsables fueron los unitarios. La versión intermedia afirma que Maza fue apuñalado por fanáticos federales que, indignados por la traición de los Maza, actuaron sin consultar a Rosas.
Repasemos los hechos y el escenario en el que se desarrollaron los acontecimientos. Para 1839 el régimen de Rosas estaba asediado por diversos levantamientos y conspiraciones. Al bloqueo francés se sumaban las maniobras de los tenaces jóvenes de la llamada Generación del 37, quienes desde Montevideo alentaban a Lavalle para que avanzara sobre Buenos Aires, mientras acordaban con los franceses una maniobra de pinzas en conjunto.
A ese frente de tormenta se le sumaban los levantamientos de los ganaderos del sur y las rebeliones de Corrientes y Tucumán. El broche de oro que cerraba a esta suma de conspiraciones, fue una asonada en la ciudad de Buenos Aires que incluía el derrocamiento de Rosas, su inmediata ejecución, la designación de Manuel Vicente Maza como gobernador provisorio y la convocatoria a elecciones en la provincia de Buenos Aires.
Rosas estaba al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor. Siempre supo que los Maza, integrantes de su círculo íntimo de poder, conspiraban en su contra. Juan Manuel era amigo de Manuel Vicente desde hacía muchos años. Don Maza había sido ministro de los gobiernos de Balcarce y Viamonte y gobernador provisorio de la provincia, entre octubre y marzo de 1835.
Dije que Maza integraba la mesa chica del poder. Su hijo Ramón era muy amigo de Manuelita, y para la época que estamos hablando se acababa de casar -veinte días antes de su muerte- con Rosa Fuentes, una familia de probada tradición federal. Su hermana, Mercedes Fuentes, estaba casada con el hijo de Juan Manuel, don Juan Bautista, humillado sin compasión por el padre, cuyos afectos siempre se volcaron hacia Manuelita.
Ramón frecuentaba periódicamente la residencia de Juan Manuel en Palermo. Almorzaba y cenaba allí y a veces se quedaba a dormir. Según trascendió, Rosas desde hacía un tiempo le tenía contadas las costillas, gracias a una red de informantes que incluía seguidores incondicionales y personal de servicio. Rosas llegó a tener en su poder cartas dirigidas a Maza desde el exilio y firmadas por Valentín Alsina y Carlos Tejedor.
Fiel a su estilo, dejó que los “traidores” se fueran enredando en su propia trama. Cuando consideró que las brevas estaban maduras, intervino con eficacia demoledora. Martínez Fontes y Medina Camargo, dos supuestos amigos del joven Maza, lo denunciaron. Rosas no esperó más. Inmediatamente ordenó detenerlo y recluirlo en una prisión. Esa misma tarde, en el patio de la residencia de Palermo, comentó las novedades. Y cuando mencionó a los Maza dijo en voz alta, para que lo oyera todo el mundo: “Traidores, merecerían que los mataran”. No hacía falta más. Los demonios se pusieron en actividad. Satisfecho y confiado, Rosas se sentó a contemplar el desarrollo de los acontecimientos.
Al enterarse de que su hijo fue detenido, Manuel Vicente supo en el acto que le llegaba la noche. El mismo 27 de junio se reunió por separado con Guerrico y Terrero. Les comentó lo sucedido, admitió que estaba comprometido con la conspiración, pero que quería salvar la vida de su hijo. Guerrico y Terrero lo escucharon y lo alentaron. Según ellos, Juan Manuel lo iba a entender e iba a tratar de darle una solución al problema. Eran años de amistad y afectos que no se podían borrar por un malentendido de la política, dicen que le dijo Guerrico.
Terrero, por su parte, lo animó para que hablara personalmente con Juan Manuel. Es más, se comprometió a acompañarlo para asegurar un desenlace razonable o piadoso. Maza, de todas maneras, estaba muy nervioso. Sabía muy bien quién era Juan Manuel. Sabía que por mucho menos había ordenado la muerte de otros disidentes y sabía, además, que él era un traidor, como lo probaban las cartas que Rosas tenía en sus manos.
Para colmo de males, en la calle los ánimos se habían soliviantado. Rosas se ocupó personalmente de divulgar la conspiración que los salvajes unitarios habían montado en su contra, y sus mazorqueros rondaban por las calles del centro, pidiendo la cabeza -y no metafóricamente- de los Maza. Hombres de a caballo tirotearon su casa; grupos de gauchos armados vivaban a Rosas en las esquinas y pedían que degollaran sin compasión a los traidores.
Mientras tanto, Maza caminaba con Terrero. Según se sabe, su intención era hablar con Rosas. Hay motivos para suponer que su cabeza podía ser salvada. El propio Terrero le había dicho que la casa del embajador norteamericano estaba abierta, que podía refugiarse allí cuando quisiera. Maza le respondió que no estaba preocupado por su vida, sino por la de su hijo. En un momento, abandonó a Terrero y a pesar de su insistencia decidió ir a la Sala de Representantes, a su despacho personal, para escribir una carta en la que le pedía al Restaurador que se apiadara de la vida de Ramón. Estaba oscureciendo. Maza escribió en su escritorio apenas iluminado por una lámpara. Fue en esos momentos que ingresaron los dos asesinos. El portero del edificio, el señor Anastasio Ramírez, lo encontró muerto y dio la noticia.
Enterado de la novedad, Rosas recurrió al clásico argumento de que se trató de un muerto que los unitarios le habían tirado a él para desprestigiarlo ante el mundo. Para los seguidores de Juan Manuel, él era el menos interesado en asesinar a Maza. De las palabras pronunciadas en el patio de Palermo, ni un comentario. Que un tipo con el poder que Rosas ejercía sobre sus hombres dijera que los sospechosos merecían estar muertos, era más que suficiente para dar luz verde para que los mazorqueros hicieran de las suyas.
Felipe Arana, su ministro de Relaciones Exteriores diría muchos años más tarde que Rosas no tuvo nada que ver con esa muerte. En el exilio, él mismo aseguró que lo sucedido había sido tarea de los unitarios. Sin embargo, la carta que semanas después del crimen de Maza le escribiera a su cuchillero de confianza, Vicente González, alias Carancho del Monte, fue más que sugestiva. Allí, además de calificar con los peores términos a Maza y a su hijo, le dijo a modo de conclusión: “Así han terminado estos dos asesinos singulares. Pero la irritación contra los unitarios sigue y si se descuidan, la sangre de ellos habrá de correr no ya en conversaciones sino con hechos”. Rosas le ordenó luego al Carancho del Monte que leyera la carta a la tropa. Así lo hizo y mientras los hombres vivaban al Restaurador, insultaban y prometían más degollinas. Promesa que durante ese año y los venideros se preocuparon en cumplir al pie de la letra.