Por Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Se suponía que Michelle Bachelet ganaría las elecciones pero no por una diferencia tan grande. No sé cómo califican los chilenos a un resultado de este tipo, pero en la jerga argentina se le dice “paliza’’, aunque en 1928, cuando Hipólito Yrigoyen obtuvo ese porcentaje de votos, un periodista del diario Crítica usó la palabra “plebiscito’’ para calificar el resultado.
Paliza, plebiscito o como lo quieran llamar, lo cierto es que esta mujer de sesenta y dos años será por segunda vez presidente de Chile, una performance política que sólo realizaron en la historia de este país el caudillo conservador Arturo Alessandri y el líder populista Carlos Ibáñez, ninguno de los cuales dejó la presidencia con los niveles de aceptación popular de ella, ni obtuvo en su segunda postulación un porcentaje tan elevado de votos.
Bachelet ha hecho méritos para estar donde está. No sé si se preparó para ser presidente, pero lo cierto es que siempre se preocupó por estudiar y asumir las consecuencias de sus actos. Como se sabe, a su padre lo mataron los pinochetistas y ella y su madre estuvieron presas y la pasaron mal. En el exilio, Michelle se recibió de médica y se especializó en temas de salud. También en el exilio se casó, se divorció, tuvo hijos de soltera y de casada y, según sus propias palabras, profundizó sus convicciones agnósticas.
Su exilio transcurrió durante una buena temporada en Alemania Oriental, pero no deja de llamar la atención que fuera durante esa dictadura cuando ella aprendió las primeras lecciones acerca de una izquierda democrática ajena a los afanes totalitarios típicos de la izquierda de entonces. Su experiencia intelectual no fue diferente de la de la mayoría de los dirigentes socialistas de su partido, un proceso de renovación intelectual que hizo posible la transición del pinochetismo a la democracia.
Durante la presidencia de Ricardo Lagos, Bachelet fue ministra de Salud y Defensa. En las dos carteras se destacó como una funcionaria eficaz, con un talento inusual para construir consensos. Cálida, afectiva, modesta, hasta donde se le permite ser modesta a una dirigente política, los cargos ministeriales fueron el trampolín de su posterior carrera política a la Casa de la Moneda. Su trayectoria no fue fácil y mucho menos cómoda. Para ser candidata a presidente tuvo que aprender a desenvolverse en el laberíntico y minado espacio de las refriegas internas de la Concertación y en el mundillo elegante pero implacable del socialismo chileno. Ganar la candidatura presidencial le significó a Bachelet librar una lucha sin cuartel contra el entonces titular de la OEA, José Miguel Insulza y la aguerrida dirigente democristiana Soledad Alvear, a los cuales se impuso sin atenuantes.
En 2006 compitió contra Sebastián Piñera y le ganó por pocos puntos. Ya para entonces su estilo político estaba definido: pocas palabras, precisión conceptual, discreción, cero de agresividad hacia sus adversarios y la mayor cuota de sinceridad con la gente. También estaba definida su personalidad política. En un país machista, Michelle logró ser votada en dos ocasiones para la presidencia de la Nación; nunca se presentó como una ortodoxa militante feminista, pero las mujeres siempre supieron que ella estaba a favor de su causa; nunca habló de más sobre cuestiones de género, pero fiel al principio de predicar con el ejemplo, demostró en todas las ocasiones que a sus cargos políticos no se los debía a un marido o a un amante.
Su primera gestión presidencial no fue cómoda -ninguna lo es-, pero lo cierto es que a pesar de las rebeliones estudiantiles y los problemas con los transportes, al concluir su mandato contaba con un nivel de adhesión del ochenta por ciento de la gente. Con la mitad de esa popularidad, un populista argentino apuraría una reforma constitucional para asegurarse la reelección permanente. Bachelet no lo hizo. Y no lo hizo porque seguramente quiso ser fiel a sus creencias, pero sobre todo porque en Chile las reglas del republicanismo político se respetan al pie de la letra.
Concluido su mandato, Bachelet se fue a los Estados Unidos donde se desempeñó como funcionaria de las Naciones Unidas en el área de salud. En marzo de este año regresó a Chile, cuando la realidad indicaba que era la candidata con mejores chances para competir contra la derecha. Bachelet ganó la candidatura presidencial, no por decreto, sino a través del mecanismo democrático de las internas, otra diferencia significativa con nuestro populismo criollo.
Para estas elecciones no fue la candidata de la Concertación sino de Nueva Mayoría, una coalición que incorporó, entre otras adquisiciones, al Partido Comunista, que por ese camino retornaba al poder después de cuatro décadas de ausencia. ¿Un giro a la izquierda? Puede ser, si por izquierda se entiende enfatizar la cuestión social en un país donde el crecimiento económico se ha dado a saltos y la distribución de la riqueza a cuentagotas.
Efectivamente, la propuesta de Nueva Mayoría apunta a una reforma impositiva que permita obtener recursos de los que más tienen para invertir en el mundo del trabajo, ampliar la oferta educativa, mejorar la calidad de la salud y atender las necesidades de la tercera edad. La propuesta incluye, como fruta del postre, la reforma constitucional, una iniciativa que se formuló sin decir con precisión cómo se implementará.
Decía que Michelle Bachelet vivió algunos años en Alemania comunista, pero el proyecto político que defiende se parece a los de Suecia o Noruega. La orientación socialdemócrata de Nueva Mayoría se diferencia de las experiencias populistas de la región tanto en el aspecto político como en el económico. Por lo pronto, los principios republicanos del Estado de derecho prometen fortalecerse. Esto significa que se respetará la división de poderes, los mecanismos de control, las libertades civiles y políticas y bajo ningún punto de vista se admitirá que la presidente se transforme en una suerte de monarca absoluto con potestades despóticas y permanencia indefinida en el poder. Desde el punto de vista económico, el gobierno de Bachelet no se presenta como el fundador de una nueva era, sino como el continuador en otras condiciones de políticas económicas que han dado muy buenos resultados.
Este sentido de continuidad con las experiencias pasadas, es uno de los datos significativos que diferencian las propuestas socialdemócratas de las populistas. En Chile hay muchos problemas que resolver, pero hay muchos aciertos que conviene rescatar. La brecha entre ricos y pobres es muy grande, pero en los últimos veintitrés años -por ejemplo- la pobreza ha descendido de cuarenta puntos a catorce.
La victoria electoral de Nueva Mayoría ha sido impecable, pero de aquí en adelante habrá que prestar atención al modo en que se las ingenia para cumplir con el programa que prometió a la sociedad. La propia Bachelet habló de un conjunto de decisiones que se sintetizan en la consigna “cincuenta medidas para los primeros cien días’’. También en este caso habrá que ver si es posible zanjar la distancia existente entre lo que se promete y lo que se cumple.
El flamante gobierno dispondrá en un principio de una mayoría parlamentaria, pero tal como lo anunció la candidata Evelyn Matthei, la derecha opondrá una seria resistencia a los cambios que se pretenden consagrar. A la previsible resistencia de los conservadores, habrá que sumar la resistencia en el interior de la coalición, particularmente de la Democracia Cristiana, cuyos principales legisladores no ocultan sus diferencias con los socialistas y, muy en particular, con el Partido Comunista. A estas dificultades estrictamente políticas, se le deberá sumar el hecho de que en estas elecciones no votó más de la mitad del padrón, lo que da cuenta de un electorado que desconfía de la política y los políticos. En efecto, gobernar nunca ha sido fácil, pero a diferencia de otros, Bachelet conoce esa elemental lección de la política.