Siempre me llamaron la atención las vírgenes negras, aunque tardé muchos años en indagar su origen. Así, descubrí que distintos investigadores habían abordado el tema en busca de explicaciones, y que a través del tiempo se habían formulado diversas interpretaciones y teorías que no terminan de alumbrar una conclusión irrebatible.
En 2004, durante una visita a la Casina de Pío III en los jardines del Vaticano, luego de observar admirativamente la exuberancia ornamental desplegada en la "palazzina" por el arquitecto Pirro Ligorio -que en el siglo XVI anticipaba el futuro barroco florido-, me detuve sorprendido ante una gran estatua de Diana en el vestíbulo de la entrada principal al edificio. Era una excepcional figura de la diosa de la Fertilidad y de la Caza, tributaria de otra, mucho más antigua hallada en Éfeso, la ciudad arqueológica del Asia Menor (hoy Turquía) donde se superponen estratos de las culturas griega y romana. Es el sitio en el que varios siglos antes de Cristo se irguiera un formidable templo dedicado a Artemisa, la diosa griega que en Roma tomará el nombre de Diana; dos nombres distintos para una misma deidad.
Pero la compartida singularidad de la Artemisa de Éfeso y la Diana de la "casina" vaticana, son sus respectivos torsos florecidos de múltiples pechos, modo expresivo empleado por los pretéritos escultores para exaltar los atributos de una diosa de la Fecundidad, heredera, a su vez, de las venus paleolíticas.
Otra diosa antigua, de origen mesopotámico, es Astarté, la Ishtar de asirios y babilonios, la Astarot de los israelitas, la Isis de los egipcios, lista de la que no habría que apartar a la Pachamama andina. En todos los casos, se trata de imágenes cultuales de la madre naturaleza, la fertilidad y la vida.
De las migraciones de estas deidades desde el Asia Menor y el norte de África hacia Europa, es particularmente interesante lo ocurrido con Astarté, similar a la cartaginesa Tanit, diosa negra que ingresó al sur de España con los colonizadores fenicios, quienes fundaron Cádiz en torno al 1.100 a. C. Estos antecedentes, entre otros, van a abrir el camino al culto a la Virgen María, que según el estudioso español Antonio Hernández Lázaro, tuvo que superar la secular reticencia de la jerarquía eclesiástica occidental, temerosa de que el marianismo diera continuidad a los cultos de las diosas paganas de la Madre Tierra.
Virgen de Atocha (España). Señora de Rocamadour (Francia).
Al respecto, durante el siglo XI, en los conventos benedictinos de Francia "se dieron pasos fundamentales para la promoción del culto a la Virgen. La aportación de san Bernardo, con su teología rígida y dulce al mismo tiempo, fue decisiva. Y en ese contexto, fusionando influencias de religiones precristianas, surgieron las Vírgenes Negras, poseedoras de una carga simbólica riquísima."
En la España del siglo XIII, preludio del traspaso a América, las conquistas del rey Fernando III el Santo sobre los moros, permitirán incorporar a Andalucía a la corriente marianista de Europa. Y en este punto el autor enfatiza que en el valle del Guadalquivir había un riquísimo sustrato de culto a lo "divino femenino", cuyas raíces se hunden en el lago Ligustino que el río Tartessos formaba en su desembocadura (precedente de las marismas del Guadalquivir), mientras rastrea el influjo fenicio, incluida la Astarté negra que, a su juicio, explica a la futura Virgen Negra de las aguas ligustinas, "la más negra de todas".
Diversos autores coinciden en que las raíces del marianismo se encuentran en el paganismo precristiano y sus modos de adoración del eterno sagrado femenino, matriz de la vida.
Investigadores de este tema vinculan a las Vírgenes Negras con la herencia anatolia (hoy, región de Turquía), que a su vez abrevaba en las fuentes frigia y efesia. Cabe recordar que, en el mundo frigio, Cibeles era la Madre Tierra, adorada en la piedra negra de Pesinunte (antigua ciudad de Anatolia), luego adoptada por Roma, durante sus conquistas, como Magna Mater, con un templo en el Palatino presidido por una estatua de plata, en cuyo rostro se había incrustado una piedra negra procedente de Pesinunte.
Ese culto se mantuvo activo hasta el siglo IV d. C., cuando comenzó a ser desplazado por el cristianismo. Un proceso similar ocurrió con la Artemisa negra de Éfeso, convertida luego en la Diana romana. La misma que preside el ingreso a la referida Casina de Pío III, que en el ninfeo de su parte externa contiene, dentro de una fuente, una estatua de Cibeles. De modo que en el corazón del mundo católico persisten, pacíficamente integradas, representaciones de deidades precristianas relacionadas con cultos a la naturaleza, la fecundidad, la vida. Unas y otras están asociadas con piedras negras caídas del cielo (meteoritos) y con la nutricia tierra negra.
Por añadidura, se debe señalar que, en cercanías de la ciudad arqueológica de Éfeso, en lo alto del monte Bulbules, se alza una construcción de piedra que la tradición identifica con la casa en la que murió la virgen María, acompañada por San Juan Evangelista. Nexo, en fin, en un mismo espacio geográfico entre las divinidades precristianas y la madre de Jesús, origen del fenómeno mariano que se extenderá, primero hacia Europa, y luego al mundo entero.
En estos movimientos expansivos no puede omitirse la influencia de la Orden de los Templarios en Francia, protagonistas, como los Hospitalarios, del continuo trasiego de tropas y gentes entre el Oriente Próximo y Europa. Fueron ellos quienes, a fines del siglo XII, luego de hallar en Chipre una piedra negra representativa de Astarté, la convirtieron en una imagen de la Virgen María, con su rostro tallado en la piedra negra, variante que se convirtió en una costumbre con significativos ejemplos. También aportó su cuota la ascética Orden del Císter, nacida en Francia a fines del siglo X. Desde allí, estas novedades, que convertían piedras celestiales en iconos católicos, se irradiaron a Europa toda por los caminos de las santas peregrinaciones. Y de España y Portugal, pasaron a América con la conquista en el siglo XVI.
En lo personal, vinculo a estas madres negras con la figura ancestral de la Eva mitocondrial, nombre que, más allá de las discusiones semánticas que suele suscitar, evoca a la remota madre morena de la humanidad, nacida en algún lugar de África e impresa en nuestros genes.
Cualquiera que sea la hasta ahora escurridiza verdad de fondo, lo cierto es la existencia incontrastable de las Vírgenes Negras. Allí están, para probarlo, sólo a modo de ejemplo, las vigentes devociones de Nuestra Señora de Rocamadour (Francia), la Virgen de Atocha (patrona de la Casa Real de España), La Moreneta de Monserrat (Cataluña), la Virgen de Częstochowa, símbolo nacional de Polonia; María Reina de Monte Oropa (Italia); Nuestra Señora Aparecida, patrona de Brasil; Virgen de la Candelaria, patrona de las islas Canarias, con extraordinaria difusión en América, y la Argentina (negra en origen, con una candela o luz que alumbra al mundo, se ha ido destiñendo con el paso de los siglos).